El Trabajo en Venezuela

trabajo

Los misioneros guardan imágenes de las tribus y las traducen a su mundo. La tarea de rallar la yuca para el casabe es recogida por el Abate Filippo Salvatore Gilijen su Saggio di Storia Americana. Roma.
  • Introducción
  • Las encomiendas
  • El código de trabajo indiano
  • Las misiones
  • El trabajo esclavo
  • El trabajo durante la República
  • Códigos y leyes especiales
  • La Oficina Nacional del Trabajo, la Ley de 1936 y la evolución posterior
  • El trabajo rural
  • La fuerza de trabajo

Al llegar los españoles al Nuevo Mundo, una de las dificultades mayores que debían superar era la de hacer que los indios trabajaran en las actividades de producción. Entraban en contacto 2 civilizaciones distintas, 2 sistemas de vida cuya armonía no era fácil de lograr. Para los indígenas, el salario nada representaba; estimularlos fue la primera idea, obligarlos fue la alternativa, porque no estaban acostumbrados como los españoles a la lucha dura con la naturaleza, a una agricultura sedentaria y a la cría de ganado. Al llegar Cristóbal Colón al Nuevo Mundo, se le ocurrió repartir las tierras y los habitantes entre los descubridores: de allí surgieron los primeros repartimientos. Los impulsos de reducir a la esclavitud a los indios fueron rechazados por los juristas y por los gobernantes españoles: los reyes declararon que los indios eran sus vasallos pero no sus esclavos; sin embargo, se hizo luego excepción para aquellos que practicaran la antropofagia y ésta, aunque nunca pudo ser realmente comprobada (José Gil Fortoul afirma que en la expedición enviada por Ambrosio Alfínger, cuando, desesperados los europeos fueron devorando a los indios, se realizó el primer caso de antropofagia históricamente comprobado en Venezuela), sirvió de pretexto frecuente para obviar la prohibición de reducir indios a la esclavitud.
Las encomiendasEn Venezuela, después de la etapa de los Welser, a quienes el emperador Carlos V entregó la provincia «…desde el Cabo de la Vela hasta Maracapana…», fue cuando comenzó en firme el régimen de repartimientos y encomiendas. Con el licenciado Juan Pérez de Tolosa, a partir de 1546, escribe Alfonso Espinoza, «…empieza el reparto organizado de las tierras y de los indios, o sea, la formación original de la primitiva estructura de la economía…» La encomienda suponía, al menos en teoría, la colocación de cierto número de indígenas bajo tuición de un español, que se obligaba a enseñarles la fe cristiana y los usos de la civilización europea, a cambio de lo cual se beneficiaría de su labor. En rigor, no debía constituir un sistema de trabajo forzoso u obligatorio. El encomendero entraba a sustituir al rey en la percepción de un tributo, limitado por las disposiciones vigentes. Ambrosio Perera dice al respecto: «De modo que ni sobre las tierras ni sobre los indios tenía el encomendero derecho de propiedad y sólo podía percibir los tributos que el indio debía dar al Rey para recompensarse con ello de los servicios espirituales y temporales que con juramento se obligaba a prestar a sus encomendados. No podía el encomendero servirse del trabajo de los indios y cualquier trabajo de esta especie desempeñado por un indio debía ser pagado según estipulaciones a presencia del cacique. Debía tener especial cuidado el encomendero de atender a la enseñanza espiritual de los indios, lo cual tuvieron al principio que hacerlo personalmente mientras era reducido el número de sacerdotes seculares y religiosos; pero más tarde fueron obligados los encomenderos a reducir sus indios a pueblos, conocidos con el nombre de <Reducciones> y a dotar a éstos de un cura doctrinero, por el cual debían pagar con los tributos percibidos, aunque, por ser pocos, no pudiesen retener en su provecho cosa alguna» Esta fue la teoría. Pero la práctica era diferente. El mismo historiador a quien se acaba de citar agrega: «A pesar de las disposiciones reales se introdujo la costumbre de que los encomenderos ocupasen a los indios en trabajos personales, por lo cual en real cédula de 28 de mayo de 1672 se mandó que se pusiesen en libertad los indios (de la provincia de Venezuela) y se quitase el servicio personal de ellos, no permitiendo fuesen molestados de los encomendadores ni otras personas, procurando su mayor alivio y conservación en que fuesen doctrinados con el cuidado y asistencia que conviene».
Pasó en esto como en lo demás: las leyes venían de muy lejos, los teólogos y los juristas presionaban sobre la conciencia de los monarcas y éstos dictaban cédulas llenas de contenido humanitario, pero los peninsulares trasladados a este continente sentían que el poder efectivo estaba en sus manos y trataban de obtener en su nueva tierra de promisión todos los beneficios posibles. Los conquistadores provenían de una civilización fundamentalmente agrícola; sin embargo, su ilusión al principio era la riqueza fácil proveniente de las minas y las perlas. Las pesquerías de perlas agotaron materialmente los viveros en Cubagua y sus alrededores: obligaban a los indígenas a bucearlas y disposiciones reales tuvieron que dictarse para impedir (o tratar de impedir) que la reiterada inmersión y las grandes presiones a que se sometían los buzos por la profundidad a que llegaban y la frecuencia con que eran obligados a sumergirse, provocasen, como efectivamente sucedió, daños irreparables en la salud de los aborígenes. La búsqueda de las minas fue una obsesión, que tomó forma en el mito de El Dorado. Pero, una vez que se verificó que la riqueza minera de Venezuela no era como se suponía, se dirigieron los esfuerzos hacia la construcción de una economía más estable, la cual había menester del trabajo. Andrés Bello, en el Resumen de la historia de Venezuela, lo recoge en el siguiente párrafo: «La atención de los conquistadores debió dirigirse desde luego a ocupaciones más sólidas, más útiles, y más benéficas, y la agricultura fue lo más obvio que encontraron en un país donde la naturaleza ostentaba todo el aparato de la vegetación». El régimen del trabajo en las encomiendas ha sido objeto de un gran debate histórico. Es indudable que se cometieron abusos de toda clase y que lo que tuvo como norte inicialmente una intención distinta, se convirtió en muchos casos, quizás en la generalidad de ellos, en una verdadera servidumbre de la gleba. El juicio histórico está compartido. Caracciolo Parra Pérez en su obra El régimen español en Venezuela afirma: «Sobre el régimen y conducta de los encomenderos hanse formulado terribles censuras, fundadas en su mayor parte. Nótese, sin embargo, que aquéllos no tenían la propiedad de los indios, sino su tuición o protección; era en cierto modo un lapso de pura esencia feudal que ligaba tanto al señor como al vasallo, creado en favor de uno y otro y perfectamente explicable y aun justificable por la recíproca posición de conquistadores e indígenas».
El código del trabajo indianoLa preocupación de los reyes y de sus consejeros y confesores se manifestó en numerosas disposiciones protectoras del trabajo de los indígenas, las cuales se reflejaron a su vez en normas dictadas a los funcionarios del régimen colonial. En las Leyes de Indias se hicieron definiciones de inmenso valor ético e histórico. Hay que tomar en cuenta que en esas leyes, según lo sintetiza Niceto Alcalá Zamora, «…casi todo es derecho público, cual corresponde al propósito de formar y educar nuevas sociedades políticas…» En ellas se afirmaba que los indios «…son de naturaleza libres como los mismos españoles…»; podían, en principio dedicarse al trabajo que quisieran: sólo se podía hacer presión sobre aquellos que habitualmente no ejercieran trabajo alguno («los holgazanes») y aun a éstos habría de dejarse la libertad de concertarse «con quien quisieran». La determinación de las condiciones de trabajo, las prescripciones acerca del salario, la alimentación y el cuidado de los indígenas, todo ello se considera en las Leyes de Indias en forma tan detallada, que se ha dicho que constituyen un verdadero «código del trabajo indiano». En cuanto a las disposiciones dictadas por los funcionarios del régimen colonial en Venezuela cabe destacar las ordenanzas del gobernador y capitán general Francisco de Berrotarán el 20 de febrero de 1694, en consulta con el obispo Diego de Baños y Sotomayor y aprobadas por real cédula de 17 de junio de 1695. Ratifican la norma de que los indígenas deben vivir «…sin molestia y vejación (...) manteniéndose en sus privilegios y prerrogativas como a vasallos libres de Su Majestad (...) no han de ser apremiados contra la voluntad a salir al trabajo para ganar jornal, sino los que vivieren ociosos (...) y a éstos tampoco se les ha de obligar a que trabajen de continuo al jornal, sino por tiempos diferentes, dándoles el que necesitaren para descansar, y que también hagan labranza para su sustento y el de sus mujeres e hijos» Es muy detallada esa ordenanza del gobernador Berrotarán, tendiente a lograr, no sólo «buen tratamiento y paga» para los indios y para sus mujeres, sino la protección de la familia y previsión de la organización urbana de las nuevas ciudades. El trabajo de los aborígenes, sin embargo, no respondió en forma muy activa a los estímulos de los españoles. Y como no existía un sistema económico en que el salario tuviera verdadera importancia, en no pocos casos los europeos acudieron a la fuerza, en forma directa o disimulada. Se extendió la idea general de que los indígenas eran poco amantes del trabajo. Las Leyes de Burgos de 1512, presumen que «de su natural son inclinados a ociosidad e malos vicios». El viajero francés François Depons que escribía en la alborada del siglo XIX, generalmente objetivo y documentado en sus apreciaciones, es indudablemente injusto con los indios. En su introducción dice: «…lo que las leyes han prescrito para hacerlos abandonar sus bosques y conducirlos a la vida social no está desprovisto de interés. Allí se ve fracasar todo lo más persuasivo de la moral ante la repugnancia de los indios por las prácticas civiles y religiosas. Sus costumbres primitivas no han experimentado en el curso del tiempo sino muy pequeños cambios. Contra su propensión a la embriaguez, el incesto, la mentira y la pereza, se estrella desde hace más de ciento cincuenta años el esfuerzo de los misioneros para hacerles abandonar tan bajas costumbres» El propio Andrés Bello, en el Resumen de la historia de Venezuela, cuando hace referencia a la Compañía Guipuzcoana, dice que con «…la actividad agrícola de los vizcaínos vino a reanimar el desaliento de los conquistadores, y a utilizar bajo el auspicio de las leyes la indolente ociosidad de los naturales…», la cual contrapone a «…la actividad de los vizcaínos, ayudada de la laboriosa industria de los canarios…» Este mismo concepto lo recoge el sabio humanista, generalizándolo a toda la población de nuestra tierra, en la Silva a la agricultura de la zona tórrida, donde dice: «Mas oh! si cual no cede/ el tuyo, fértil zona, a suelo alguno/ y como de natura esmero ha sido,/ de tu indolente habitador lo fuera!». Hay que tomar en cuenta, como lo dice Mario Briceño Iragorry en sus Tapices de historia patria, que «…nuestros indios, o los indios que vivían en el actual territorio nacional, podríamos catalogarlos como pertenecientes a las tribus más atrasadas de América. Los restos arqueológicos hallados en huacas y sepulcros que indican un verdadero desarrollo cultural, no corresponden a la población hallada por los conquistadores; unos pertenecen a pueblos por entonces desaparecidos; otros a tribus ya en estado de decadencia y los más sólo sirven para mostrar el radio de las migraciones culturales que, partiendo de las regiones realmente avanzadas se expandieron por el territorio americano. Por otra parte, los indios de estas latitudes no representaban, desde el punto de vista de la organización político-social, una comunidad continua y estaban, en cambio, divididos en parcialidades que, a pesar de ser correspondientes a un mismo grupo lingüístico, no tenían más contacto que el de las luchas continuas (...) La conquista caribe no se hallaba consolidada cuando los españoles llegaron a estas tierras, y mantenían esas razas un modus vivendi, o entente primitiva, tan frágil como las modernas de Europa, en que, con las luchas por el dominio de la tierra, alternaban pacíficos trueques comerciales. Los caribes, de vocación germánica, habían hecho suyos los artículos de mayor demanda, la sal y el veneno para las flechas; aruacos y betoyes, de costumbres sedentarias, tejían el algodón y la pita, cultivaban el maíz y la yuca, y fabricaban el utillaje doméstico. Mientras los segundos se aposentaban en tierras labrantías y construían primitivos regadíos, los caribes preferían el litoral con sus salinas y los grandes ríos, donde se dedicaban a la pesca y a la fabricación de canoas y piraguas para sus audaces aventuras marítimas».
Las misionesAl lado de la explotación realizada por los conquistadores que llegaban ansiosos de aprovechar la tierra ilímite y feraz, contrastante con la estrecha y árida de sus regiones de origen, se fueron desarrollando las misiones, no sólo como empresas religiosas sino como una actividad económicamente importante. A fines del siglo XVII desaparecieron por disposiciones reales las encomiendas; pero en cambio a mediados de ese mismo siglo empezó a desarrollarse en Venezuela, como fuente de progreso, «…la obra abundantemente creadora de las misiones…», según expresa Ambrosio Perera. Las misiones han sido objeto de comentarios contradictorios, unos favorables y otros adversos: creo que los primeros han predominado, no sólo por la cantidad sino también por la calidad de los autores. Alfonso Espinosa, por ejemplo, en una introducción que escribió para la Historia de la Compañía Guipuzcoana de Roland D. Hussey, dice: «Terminada la conquista, la obra de las misiones continúa la fundación de pueblos y la colonización de tierras y emprende la evangelización organizada de los indios, hasta alcanzar las regiones más apartadas del país». Caracciolo Parra Pérez en su compendiado pero valioso libro El régimen español en Venezuela, afirma: «En cuanto a la reducción por las misiones, parece justa la opinión del profesor Humbert, quien ha estudiado a fondo la colonización de Venezuela, y afirma que la explotación del indio por los misioneros es una de tantas calumnias lanzadas contra España. El sabio francés demuestra que la transformación de las misiones en establecimientos agrícolas, pecuarios y/o comerciales fue impuesta por las circunstancias, en un país inmenso y semidesierto, para procurarse los objetos indispensables a la existencia».
Respecto al régimen de trabajo, suprimidas las encomiendas, Julio César Salas, profesor universitario y duro crítico de la colonización española, afirma: «En 1687 fueron quitadas o suprimidas las encomiendas de los indios, pero el tributo lo siguieron pagando entonces al Rey, y los Ayuntamientos, para proveer a los agricultores de braceros, intervenían en los contratos de servicio con los mismos indios, quienes pasaron al estado de bestias de alquiler y por tal causa mucho más maltratados que los esclavos africanos, como lo habían sido antes de ser encomendados, cuando los cautivaban para venderlos como negros, raza ésta más enérgica o menos dejada, porque era propiedad que al destruirse, mermaba la riqueza de sus dueños». Estos sistemas de trabajo fueron los que predominaron en la sociedad mestiza venezolana para el momento de la Independencia, a partir de la cual buscarán injertarse en la realidad social y económica de las nuevas ideas traídas por la revolución. Vale la pena observar que, fracasada la aspiración de hacer de Venezuela un país minero, se fue desarrollando una economía agrícola de exportación. La Compañía Guipuzcoana le dio especial impulso al cultivo y exportación del cacao y del añil. Era la época de los «grandes cacaos», los nuevos señores enriquecidos y ennoblecidos por la exportación de ese fruto. Y cuando se acercan los albores de la Independencia aparece un nuevo cultivo dominando en el comercio exterior: el café, producido especialmente en las laderas de los cerros bajo frondosa sombra. En algunas regiones se produce en pequeños y medianos fundos rurales, pero por lo general era cultivado en grandes haciendas.
El trabajo esclavoNo es posible analizar la evolución del trabajo en la Venezuela preindependiente sin dedicar debida consideración al trabajo de los esclavos. El régimen de la esclavitud se desarrolló especialmente en algunas tierras cálidas y en las explotaciones más intensas, como las minas, o el cultivo del cacao, el añil y otros frutos en las zonas bajas. El trato que los españoles dieron a los esclavos ha sido motivo de consideraciones diversas: Depons consideraba que los españoles eran menos crueles con los esclavos que los colonos de otros países europeos, pero a la vez más indiferentes en cuanto a sus necesidades materiales y, si bien eran celosos en lo concerniente al aprendizaje de la religión y al mantenimiento de las costumbres, de hecho se toleraban con frecuencia actos de libertinaje. Lo cierto del caso es que los esclavos representaron un factor importante en el proceso económico durante la Colonia. El mismo Depons, cuyo viaje se realizó en la alborada del siglo XIX, calcula el número de esclavos empleados en la agricultura y el servicio doméstico en 218.400. El movimiento abolicionista acompañó a las acciones por la independencia. Antes se había planteado el sistema a que hizo referencia Alejandro de Humboldt, hablando del conde de Tovar, quien prefería ir rodeando sus fincas de agricultores libres. El tema, por cierto, es motivo de una interesante disquisición histórica de Germán Carrera Damas. La mezcla racial y el fenómeno cada vez más frecuente de la manumisión iban modificando el cuadro, hasta el punto que el propio Depons calcula en 291.200 los manumisos o descendientes de manumisos. «Esta clase [escribe] es generalmente conocida entre los españoles, como en otras partes, con el nombre de pardos o <gente de color>». Por otra parte, las numerosas declaraciones, mociones y actos de gobierno o legislación fueron abriendo camino a la eliminación de esta vergonzosa institución, respecto de la cual, y la verdad sea dicha, a los españoles al menos puede eximirse de la más grave responsabilidad: el tráfico de esclavos. Aunque los españoles no fueron «negreros», contrataron a quienes ejercían tan vil oficio; encargaban y pagaban la traída de esclavos, en número que llegó a ser alto, y mantenían la tesis del supuesto derecho de propiedad sobre los esclavos, que hubo de considerarse para los fines de la indemnización cuando se decretó la abolición. El Libertador mostró especial interés en esta materia; él y los más altos próceres de la Independencia incorporaron a sus esclavos como soldados en los ejércitos de la República, les dieron plena ciudadanía y les reintegraron su personería jurídica como sujetos libres. El Congreso Constituyente de Cúcuta declaró libres a los 18 años a los hijos de esclavas y dispuso apropiar fondos para indemnizar anualmente a los propietarios de los esclavos que se fueran liberando. Por otra parte, declaró libres a los que tomaran las armas en favor de la independencia, indemnizando a sus dueños. Lo cierto es que el volumen de la población esclava fue disminuyendo sensiblemente y con rapidez. En 1821 se calculaba un total de 29.371 esclavos, si bien Agustín Codazzi estimó para 1839 una cifra de 49.782 esclavos. Es muy probable que en ese total incluyera también a los llamados «manumisos», hijos de esclava menores de 21 años que al llegar a esa edad obtenían la libertad de acuerdo con la ley entonces vigente.
El 24 de marzo de 1854 quedó aprobada la ley que abolió definitivamente la esclavitud, hecho histórico al cual quedó indisolublemente asociado el nombre del presidente José Gregorio Monagas, conocido en la historia de Venezuela como el Libertador de los Esclavos. Según Manuel Landaeta Rosales, quedaron libres 13.000 esclavos y según cálculos de Mariano de Briceño, había 27.000 manumisos en 1854. En los inventarios respectivos se ponía el valor de cada esclavo de acuerdo con su edad y con sus condiciones personales. Para los de 15 hasta 39 años, que eran los mejor cotizados, el precio frisaba en los 300 pesos. Las consecuencias de la abolición, sin los complementos de orden social y estructural que eran indispensables, los describe con su formidable capacidad narrativa el gran novelista e ilustre venezolano Rómulo Gallegos en su novela Pobre negro: «Y aquellos en quienes la costumbre de ser cosas ya era tan inveterada que no hacía posible una forma de existencia responsable, al verse convertidos en personas se entregaron a la desesperación. Porque se les cerraban aun los caminos del trabajo habitual, cuando por los de las haciendas emprendieron el regreso desilusionado y forzoso, para llegar ante los antiguos amos, diciéndoles: <Don Fulano. Tenga otra vuelta compasión de mí. Yo me aluciné pensando que ya se había acabao la pasadera de trabajos y que toa la vida iba a sé baile de tambor de allí palante. Pero aquí me tiene otra vez, pidiendo mi taguara y mi escardilla. Como endenantes…>» La historia de la lucha de los esclavos por obtener su independencia, que comienza con la aventura del Negro Miguel en las minas de Buría, en el estado Yaracuy, es uno de los aspectos más interesantes del proceso colonial venezolano y de la marcha hacia la Independencia, que ha sido estudiado, entre otros, por antropólogos e historiadores como Miguel Acosta Saignes, Federico Brito Figueroa y John V. Lombardi.
El trabajo durante la RepúblicaConsolidada la independencia, los gobernantes se encontraron con que tenían que enfrentar y regular una nueva situación. Se había eliminado la raíz de las disposiciones de las Leyes de Indias acerca de los aborígenes y la esclavitud estaba en trance de desaparecer. Por consiguiente, todos los trabajadores eran libres: realmente lo eran los operarios de la ciudad, muchos de ellos artesanos, cuyo origen étnico mezclaba a los blancos criollos, a los mestizos y a los «pardos». Estos fueron objeto de ordenanzas que tenían rancio sabor corporativo de la sociedad medieval. Pero también se fue creando en el medio rural una especie de servidumbre de la gleba, para los trabajadores de las haciendas. Las guerras civiles contribuyeron, sin duda, a liberar a muchos siervos; pero todavía a la entrada del 1900 y aun más allá, se mantenían instituciones que vinculaban, «amarraban», el trabajador a la finca, en una relación que con frecuencia se aseguraban coercitivamente a través de procedimientos policiales. La Constitución Federal de 1811, en el capítulo relativo a los «derechos del hombre que se conocerán y respetarán en toda la extensión del Estado», apenas declara la libertad de trabajo en esta forma: «167. Ningún género de trabajo, de cultura, de industria o de comercio serán prohibidos a los ciudadanos, excepto aquellos que ahora forman la subsistencia del Estado, que después oportunamente se libertarán cuando el Congreso lo juzgue útil y conveniente a la causa pública». La Constitución de Angostura adopta una redacción más explícita: «Artículo 13. La industria de los ciudadanos puede libremente ejercitarse en cualquier género de trabajo, cultura o comercio. Artículo 14. Todo hombre hábil para contratar puede empeñar y comprometer sus servicios y su tiempo, pero no puede venderse ni ser vendido. En ningún caso puede ser el hombre una propiedad enajenable». La Constitución de Cúcuta de 1821 vuelve a la fórmula de la de 1811; el mismo sistema se mantiene en la Constitución de 1830; la de 1857 (dictada 3 años después de la abolición) expresa: «Artículo 97. Esta Constitución garantiza a los venezolanos la libertad civil, la seguridad individual, la propiedad, la libertad de industria y la igualdad ante la ley. Artículo 99. Jamás podrá restablecerse la esclavitud en Venezuela». La de 1858 mantiene la prohibición de la esclavitud en esta forma: «Artículo 13. Queda para siempre abolida la esclavitud en Venezuela y se declaran libres todos los esclavos que pisen su territorio». Y en cuanto a la libertad de trabajo, se mantiene dentro del sistema anterior. La Constitución Federal de 1864, por su parte, introduce una enumeración de las garantías, encabezada por estas palabras: «La nación garantiza a los venezolanos», con la siguiente redacción del ordinal 8º: «La libertad de industria y, en consecuencia, la propiedad de los descubrimientos o producciones». Según se observa, la afirmación de la libertad de trabajo queda envuelta dentro del enunciado general de las libertades y, más concretamente, de la libertad de industria y de comercio, situación que se mantiene de manera más o menos idéntica hasta la Constitución de 1936, que es la primera que introduce normas de carácter social para la protección del trabajo. Es de señalar que la Constitución de 1925, manteniendo la fórmula de las anteriores, introduce una modificación conceptual, porque no habla simplemente de libertad de industria, sino de «la libertad del trabajo y de las industrias». En la Constitución de 1936, lo fundamental es el aparte que dice: «La ley dispondrá lo necesario para la mayor eficacia y estímulo del trabajo, organizándolo adecuadamente y estableciendo la protección especial que deberá dispensarse a los obreros y trabajadores para proveer al mejoramiento de su condición física, moral e intelectual, y al incremento de la población». El texto constitucional, correspondiente al inciso 8º del artículo 32, contenía además explícitamente la base de la legislación del trabajo, aunque mencionaba concretamente sólo el reposo semanal y las vacaciones, pero incorporando esta mención: «además de otros que concurren a mejorar las condiciones del obrero o trabajador». Vale la pena indicar que la Constitución elaborada por Francisco Espejo para la provincia de Barcelona en el año de 1812 preveía la «…formación de una ordenanza que arregle con equidad los jornales de los operarios libres, que detalle las horas del trabajo diario, que castigue con severidad la falta de cumplimiento de sus compromisos, y a los labradores de que no les faltarán brazos convenientes para sus empresas, ni serán engañados por aquéllos; variando las reglas según la exigencia de los tiempos y de las circunstancias…» Esta previsión estaba inspirada en la declaración francesa de derechos de 1793 y en las declaraciones venezolanas. Por supuesto, no tuvieron sino un valor simbólico, por la pérdida de la Primera República. El Libertador dictó en Trujillo del Perú y en Cuzco, en 1824 y 1825, decretos sobre materia laboral y sobre materia agraria, disponiendo la abolición del servicio personal de los indios y prohibiendo pagar el salario en especie «sino en dinero contante».
En Venezuela, después de 1830, las diputaciones provinciales sancionaron normas sobre el servicio doméstico y el peonaje agrícola y de crianza, de rancio sabor patronal. No obstante las normas constitucionales que establecían un régimen de libertad, se daba a los «señores» o «dueños» facultades muy amplias, entre ellas las de hacer por sí o por sus mayordomos «…la persecución de los prófugos para entregarlos a la autoridad judicial». Este régimen, en el medio rural, se basaba en la previsión de que mientras el trabajador adeudara al hacendado cantidades por diversos conceptos no podía trasladarse para contratar sus servicios con otro patrono. Tales cuentas constituían una cadena perpetua sobre el cuello del trabajador, ya que lo exiguo de los salarios los obligaba a contraer compromisos cuando solicitaban del patrono préstamos para atender a necesidades extraordinarias, como las debidas a enfermedad o muerte de miembros de la familia. Estas deudas se iban heredando de generación en generación, en forma interminable. Mientras la economía venezolana dependió de la exportación del café y del cacao, los comerciantes exportadores habitualmente suministraban al hacendado lo necesario para la siembra y para la recolección de la cosecha; pero estos suministros no se daban generalmente en dinero de manera total, sino una parte en mercancías y otra en dinero. El hacendado, a su vez, pagaba a los peones una parte pequeña en dinero, y la mayor parte en fichas o contraseñas que sólo servían para comprar mercancías y víveres en el abasto del patrono, "la tienda de raya". Cuando el comerciante exportador era poco escrupuloso, se valía de su situación para entregar al hacendado, en forma de suministros, las mercancías que tenían menos salida y a precios elevados; a su vez, si el hacendado procedía de la misma manera, elevaba los precios y entregaba a los trabajadores las mercancías o víveres de inferior condición. El pago en fichas fue tan arraigado que, a pesar de normas legales que lo prohibieron, todavía en 1937 se practicaba en el país; hasta el punto que hacendados de una región central se dirigieron al ministro de Agricultura pidiéndole interceder ante el Ejecutivo Nacional para que los autorizara a continuar pagando en fichas, por la escasez de moneda de curso legal. Las ordenanzas provinciales del siglo XIX, al mismo tiempo, regulaban lo relativo a los «jornaleros, sirvientes y domésticos libres» y estas normas generalmente se complementaban por las ordenanzas o reglamentos de policía. He allí cómo, a través de criterios que no correspondían al esquema constitucional, se establecían disposiciones injustas, con un fuerte acento discriminatorio, en el que la protección que debía darse a los trabajadores más bien se daba a los empleadores.
Códigos y leyes especialesEn cuanto a los códigos civiles, pocas eran sus disposiciones sobre el trabajo y muy menguado su espíritu de justicia social. El Código Viso, inspirado en el de Andrés Bello, reglamentaba el arrendamiento de servicios y el arrendamiento de obras, establecía distinción entre el contrato por tiempo indeterminado y el contrato por tiempo determinado y contenía algunas normas interesantes sobre «arrendamiento de servicios inmateriales». Este código, promulgado por la dictadura de José Antonio Páez en 1862, desapareció por la derogatoria general dictada por Juan Crisóstomo Falcón al triunfar en 1863 el movimiento federal. Los códigos posteriores, inspirados en el Código italiano, el cual a su vez tenía su fuente en el Código de Napoleón, establecieron disposiciones que distinguían entre el arrendamiento de servicios de criados y trabajadores asalariados, el contrato de obra por ajuste o a precio alzado y el contrato de transporte por agua o por tierra, tanto de personas como de cosas. En 1867 se incorporó la previsión de que se dictaran leyes y reglamentos especiales relativos a «amos y sirvientes», en lugar de ordenanzas locales como decía el Código Viso; el Código de 1873, en vez de hablar de «criados y trabajadores asalariados», se refirió a «personas que comprometen su trabajo al servicio de otra» y entre los códigos posteriores, la innovación de alguna mayor importancia fue la de 1916, en que a proposición del senador José Gil Fortoul se estableció: «Además de lo preceptuado en los artículos anteriores, se observará lo que determinan leyes especiales acerca de las relaciones entre arrendadores o patronos y sirvientes, obreros o dependientes». Con lo cual, en palabras del mismo Gil Fortoul, se dejaba «…libre el terreno para la futura legislación obrera o código del trabajo…» Además de las disposiciones contenidas en los códigos civiles, las antiguas ordenanzas provinciales fueron reemplazadas por leyes especiales dictadas por las asambleas legislativas de las entidades federales, y por los llamados «códigos de Policía», entre los cuales no dejaron de haber atisbos interesantes. Por otra parte, la legislación minera introdujo una serie de normas que en cierta manera fueron una avanzada para lo que debía constituir después la legislación del trabajo. En 1916 se discutió en el Congreso un proyecto de Ley de Protección de Obreros, a proposición del diputado Adán Hermoso Tellería. Este proyecto naufragó y quizás por ese naufragio se explican la moción de Gil Fortoul y la frase con que quiso salvar la situación en el texto del Código Civil. El antecedente creado por el proyecto Hermoso Tellería, condujo en 1917 a la aprobación de una Ley de Talleres y de Establecimientos Públicos que estableció ciertas normas de higiene y seguridad industrial, un límite de la jornada de trabajo de 8 horas y media, y el principio del descanso en domingo y días feriados. En 1928 se dictó una Ley de Trabajo que establecía una jornada máxima de 9 horas, contenía normas limitativas de ciertas formas de trabajo para mujeres y menores, alguna vaga previsión en relación con las actividades sindicales, disposiciones muy genéricas sobre higiene y seguridad en el trabajo y sobre riesgos profesionales, materia que, por cierto, fue la única que reglamentó el Ejecutivo. La Ley del 1928 tuvo como única finalidad la de cubrir la apariencia, en virtud de los compromisos internacionales que ya se contraían, después de la creación de la Sociedad de las Naciones y de la Organización Internacional del Trabajo, a las cuales se adhirió Venezuela, pero sin darle apoyo con sanciones o normas que pudieran asegurar su ejecución, ni la menor intención de los gobernantes de asegurar el cumplimiento de las tibias normas contenidas en aquel instrumento legal. C. Wilfred Jenks, para entonces un joven jurista al servicio de la Oficina Internacional del Trabajo (más tarde director general, reelecto por varios períodos), observó situaciones que demostraban cómo la idea de una reglamentación del trabajo estaba de tal modo ausente que parecía que hasta las Leyes de Indias, dictadas varios siglos atrás, eran algo demasiado avanzado, ilusorio e irreal. En el informe que presentó, después de haber estado casi un año en Venezuela, sobre el proyecto de Código del Trabajo elaborado en 1938, dijo lo siguiente: «El extremo opuesto está representado por algunos de los trapiches de la montaña movidos por fuerza animal en que los hombres trabajan más de 24 horas de una tirada, salvo algún reposo ocasional, sobre los desperdicios de la caña triturada, mientras que los bueyes se relevan por turnos».
La Oficina Nacional del Trabajo, la Ley de 1936 y la evolución posteriorEl 29 de febrero de 1936 fue creada la Oficina Nacional del Trabajo, aprovechando una previsión de la Ley de 1928 según la cual podía encomendarse la materia del trabajo a un «servicio especial» en el Ministerio de Relaciones Interiores. La Oficina asumió de inmediato un rol direccional e impulsor del movimiento laboral en Venezuela, que la proyectó hacia la creación del Ministerio del Trabajo en 1937 (Ministerio «del Trabajo y de Comunicaciones» hasta octubre de 1945, en que se separaron los 2 despachos). El 16 de julio de 1936 quedó promulgada la Ley del Trabajo, cuya base fue el proyecto presentado por la Oficina Nacional del Trabajo, con las modificaciones surgidas en el proceso de discusión parlamentaria, en el cual tomó parte activa en condición de asesoría la misma Oficina. Pese a la brevedad del tiempo en que fue redactada y a la convulsa situación dentro de la cual se elaboró, demostró interpretar adecuadamente las necesidades y perspectivas de la sociedad venezolana, rigió 55 años y fue un instrumento político-social de notoria importancia, cuya estructura le permitió sobrevivir en medio de las considerables mutaciones que se realizaron durante el tiempo de su vigencia. La ley tuvo el acierto de dejar amplio campo a la potestad reglamentaria del Ejecutivo, lo que permitió ir adaptando sus disposiciones a las nuevas necesidades y posibilidades del país. Por otra parte, la negociación colectiva fue marcando siempre nuevos avances y nuevas conquistas, algunas de las cuales fueron convertidas por el legislador en normas de aplicación general, ya a través de reformas parciales de la ley, ya a través de leyes especiales. Para el momento de su promulgación, la Ley del Trabajo venezolana fue una de las más avanzadas de América Latina. Su orientación fundamental tomó como referencia, además de los convenios y recomendaciones internacionales de la OIT, las instituciones contenidas en la Ley Federal del Trabajo de México, de 1931, y el Código del Trabajo de Chile, del mismo año. Por supuesto, fue incorporando importantes aspectos, que estaban previstos pero cuya reforma o ampliación, o cuya misma concreción, fueron impuestas por la necesidad. Así, por ejemplo, la participación de los trabajadores en las utilidades o beneficios de las empresas, pautada por la ley, se concretó en decreto ejecutivo de 17 de diciembre de 1938 y posteriormente se modificó para incorporarse a la ley. Asimismo, las previsiones transitorias que dieron a los inspectores del trabajo la condición de jueces de primera instancia y a la Dirección de la Oficina Nacional del Trabajo la de tribunal de alzada, en materia laboral, fueron reemplazadas por la Ley Orgánica de Tribunales y de Procedimiento del Trabajo, de 1940. En 1944 se sancionó una importante reforma parcial, promulgada en 1945, que ampliaba y precisaba la materia relativa a la contratación por medio de intermediarios y contratistas, a la duración y a la terminación del contrato de trabajo, extendía las normas sobre la organización sindical, incluyendo la institución del fuero sindical para sus dirigentes, e introdujo otras previsiones que habían sido incluidas en los proyectos de Código del Trabajo elaborados en 1938 y 1940. En 1947 se aprobó una nueva reforma parcial por la Asamblea Nacional Constituyente, la cual, entre otras disposiciones, introdujo el pago obligatorio del día de descanso semanal y la institución del llamado «auxilio de cesantía», que en verdad era una verdadera indemnización por despido, y generalizó el lapso de 15 días para las vacaciones de obreros y empleados; y varias leyes especiales se dictaron con posterioridad y algunas reformas se hicieron a través del decreto ejecutivo basado en una ley habilitante. Se dio el carácter de derecho adquirido a las indemnizaciones de antigüedad y cesantía. Por ley especial se estableció la doble indemnización en caso de despido inmotivado. Es importante señalar que en 1940 se aprobó la ley que creó el Seguro Social Obligatorio, puesta en ejecución en 1944. El 1 de mayo de 1991 entró en vigencia una nueva Ley Orgánica del Trabajo cuyo anteproyecto fue presentado al Congreso de la República el 2 de julio de 1985 y, tras largas jornadas de discusión con participación de todos los sectores de la vida nacional fue aprobada por el Congreso en diciembre de 1990.
Puede decirse que a partir de 1936 Venezuela se incorporó decididamente al grupo de países que dan importancia al trabajo como hecho social y que establecen una protección a través de la ley para asegurar un mínimo de beneficio a todos los trabajadores, abriendo el camino para la obtención de mayores conquistas a través de la negociación colectiva. Este concepto fue consagrado en el preámbulo de la Constitución vigente promulgada el 23 de enero de 1961, al señalar como uno de los propósitos fundamentales de la República de Venezuela, el de «…proteger y enaltecer el trabajo, amparar la dignidad humana, promover el bienestar general y la seguridad social…» El capítulo de «Derechos Sociales» que contiene la Carta Fundamental se refiere al trabajo a partir del artículo 84, el cual consagra el derecho al trabajo y obliga al Estado a «procurar» que toda persona apta pueda obtener colocación que le proporcione una subsistencia digna y decorosa. Se desarrollan, desde el artículo 85, según el cual «el trabajo será objeto de protección especial», hasta el artículo 94, que echa las bases del sistema de la seguridad social, todos los fundamentos de un sistema de protección. La Constitución vigente tiene como antecedente en esta materia la de 1947, que aun cuando tuvo vida efímera, revistió importancia como punto de referencia en la evolución del derecho constitucional venezolano.
El trabajo ruralEl proceso acelerado y el cambio profundo iniciado en 1936 encontraron, no obstante, una rémora en lo relativo al trabajo en el campo. Se hizo una especie de dogma lo de que los trabajadores del medio rural no podrían disfrutar de beneficios iguales a los demás trabajadores por razón de la situación económica y de los problemas de costos que la producción agropecuaria presentaba. En la discusión del proyecto de Constitución de la República aprobado en 1936, al incorporar las normas sociales en el inciso 8º del artículo 32, un diputado propuso que se agregara esta disposición, muy singular: «El trabajo agrícola será objeto de reglamentación especial por el Poder Ejecutivo». Se creó así una especie rara de reglamento que no tenía su fuente en la ley sino en la propia Carta Fundamental; cuyo objeto no era precisar y complementar el texto legal «sin alterar su espíritu, propósito y razón», sino todo lo contrario: sustraer a la aplicación de las normas legales el sector, por cierto muy importante, de los trabajadores ocupados en la agricultura y en la cría. Basado en esta norma constitucional, el Ejecutivo dictó un Reglamento Especial del Trabajo para la Agricultura y la Cría, promulgado el 5 de mayo de 1945 junto con la reforma parcial de la ley que entró en vigencia en esa misma fecha. Ese reglamento especial, sustancialmente, venía a disminuir una por una las disposiciones protectoras de la ley para reducirlas considerablemente en relación con los trabajadores ocupados en el campo. El propio Jenks, en su informe de 1938, había manifestado lo siguiente: «La situación de la agricultura es quizás el problema más difícil que ha de tratarse en la elaboración de la futura legislación del trabajo venezolana. Basta haber viajado algo por el país y haber visto cuan completa es la falta de aplicación que tienen las leyes actuales en la agricultura, para darse cuenta de que una política realista tiene que reconocer la profunda diferencia que existe entre las normas de la legislación del trabajo que pueden aplicarse a la industria venezolana, y particularmente a la industria del petróleo, y las normas que pueden actualmente ser llevadas a la práctica en la agricultura». La situación se agravaba todavía más por los problemas del trabajo del menor. El mismo Jenks señala: «A juzgar por lo que yo he visto en el interior del país, el empleo del trabajo de los niños en la agricultura se halla muy extendido y, aunque se trata en gran parte de trabajos ligeros, el número de horas trabajadas es a veces prolongado. En parte alguna se nota ni siquiera una apariencia de aplicación a los niños ocupados en la agricultura de limitación especial alguna de las horas de trabajo; no parece que haya probabilidad alguna de que un intento cualquiera de llevar a la práctica tal limitación hubiera de tener resultado por el momento». La consideración dramática de los problemas de mano de obra en el campo eran de tal naturaleza que un hombre tan avisado como Alberto Adriani planteaba en su libro Labor venezolanista, de 1937, lo siguiente: «La absorción de la mano de obra nacional en empresas mineras o industriales sería fatal para el país, porque crearía automáticamente penuria de brazos en la agricultura, que es nuestra fuente principal de riqueza, el único ramo de nuestra economía que está en mano de nacionales. En muchas partes la fuerza de Venezuela y su adelanto futuro reposan en el desarrollo de la agricultura y en el bienestar de la población rural. Tal desarrollo no ha sido considerable en nuestro primer siglo de vida independiente, y el empleo de nuestros campesinos en el trabajo de las minas o en la industria haría peores las perspectivas en los años próximos. No parece pues, de ninguna manera aconsejable se atienda la demanda de trabajo que ha traído o pueda traer el capital extranjero con mano de obra nacional. No queda otra solución sino la inmigración». Puede causar cierta perplejidad leer esta opinión de alguien tan autorizado según la cual la industria y el petróleo deberían manejarse con inmigrantes extranjeros para no arrancar a los campesinos del medio rural. La verdad es que el petróleo no ofrece hoy ocupación permanente sino a un modestísimo porcentaje de la fuerza de trabajo del país, pero las labores iniciales atrajeron a los lugares donde se iba a realizar la explotación a millares de personas que, una vez terminada la tarea preparatoria, se encontraron integrando núcleos urbanos sin que se hubiera previsto suficientemente la fuente de trabajo que los debía absorber. En todo caso, el progreso de la agricultura en todas partes lleva hoy consigo una mayor inversión de capital, un mayor uso de maquinarias y fertilizantes pero, simultáneamente, una menor proporción de mano de obra. Estados Unidos, con su asombrosa producción agrícola, ocupan menos del 4% de su población activa en estas tareas; lo mismo puede decirse en Europa de países como Bélgica, uno de los de mayor concentración de producción de ganado, cuyo índice de ocupación en el medio rural está en el 3%.
La preocupación de mejorar la situación de los trabajadores en el campo ha sido una norma guiadora de todos los que hemos tenido la meta de renovar y transformar la vida de Venezuela. La Ley de Reforma Agraria, promulgada el 5 de marzo de 1960, tuvo como principal orientación la de sustituir la relación de trabajo subordinado en el campo por una actividad de propietario, el cual, trabajando armónicamente con otros de su misma actividad, mediante una relación cooperativa u otra similar, no estará bajo la dependencia de un patrono sino trabajando por su propia cuenta. Sin embargo, la desaparición de la relación de trabajo en el medio rural es un objetivo difícil, podría decirse que imposible y hasta cierto punto inconveniente. La propia Ley de Reforma Agraria prevé que los adjudicatarios de parcelas pueden ocupar a algunas personas a su servicio. Y hay formas de explotación que requieren una mayor extensión y para atenderla, el funcionamiento de una empresa, a través de la cual se aproveche la mano de obra necesaria mediante la subordinación que el derecho laboral prevé. El régimen especial del trabajo en la agricultura y en la cría previsto por el decreto reglamentario de 5 de mayo de 1945 perdió su base de sustentación al derogarse la norma de excepción establecida por la Constitución de 1936. Dicha norma se mantuvo en 1945 porque no la afectó la reforma parcial entonces realizada; fue objeto de la derogatoria general que entrañaba la promulgación de la Constitución de 5 de julio de 1947, pero volvió a aplicarse en virtud del Acta de Constitución del Gobierno Militar de 24 de noviembre de 1948. Al adoptarse la Constitución de 1961, que eliminó aquel exabrupto jurídico y al mismo tiempo derogó todas las disposiciones anteriores de índole constitucional, dejó suspendido en el vacío aquel decreto, contradictorio con el ordenamiento existente. Es imposible sostener la tesis de que dicho decreto no podía derogarse por otro, por tener naturaleza legal: la propia Carta de 1936, lo calificaba como «una reglamentación especial del Poder Ejecutivo». Por ello fue derogado al promulgarse el Reglamento de la Ley del Trabajo el 31 de diciembre de 1973, que vino a reemplazar, después de 35 años, el reglamento anterior de la Ley del Trabajo dictado el 30 de noviembre de 1938. Dicho reglamento anterior, en muchas de sus partes, no guardaba ya armonía con el texto legal por las modificaciones que éste sufrió, pero hasta ese momento no había sido reemplazado por otro. Fue, pues, a partir de la entrada en vigencia del reglamento dictado el 31 de diciembre de 1973, cuando se borró definitivamente la separación, hasta entonces mantenida, entre el trabajador del campo y el trabajador de la ciudad, lo cual colocaba al primero de ellos en una situación anómala y hasta cierto punto marginal en cuanto a las instituciones.
La fuerza de trabajoPara completar esta recensión faltarían apenas algunos indicadores acerca de la fuerza de trabajo. Para 1936, la población total de Venezuela era de 3.364.347 personas. Es fácil calcular que si la población activa fuera alrededor del 30%, sería más o menos un 1.000.000 de personas. De éstas, el 60% estaba ocupado en la agricultura y el resto en comercio y servicios, en las incipientes industrias y en los primeros tiempos de la explotación petrolera. En el censo de 1981, la población total era de 14.516.735 personas. La población activa, de 4.645.355, es decir, un 32%. Para el segundo semestre de 1992 la población es de 20.351.645 h; la población activa es de 7.537.817, esto es el 37,03%. La composición por sectores es la siguiente: el sector agropecuario, el 10,7% que representa 805.843 trabajadores (en comparación con los 600.000 que había en 1936). El porcentaje ha bajado mucho, pero las cifras absolutas se mantienen, lo que deberá continuar ocurriendo a medida que se acentúe el avance tecnológico en la explotación agropecuaria. El petróleo y la minería ocupan el 1,1% de la población activa. La industria manufacturera, entre el 16,1%. El desarrollo industrial es visible en este indicador, confirmado por la participación creciente del sector secundario en el producto territorial bruto (PTB). En cuanto al sector terciario, se puede descomponer de esta manera: comercio y finanzas, 21,4%; servicios públicos y privados 28,2%. Es evidente que la participación del sector público es muy elevada: se estima en alrededor de 1.308.348 personas, lo que vendría a constituir más o menos un 17% del total de la población activa. El resto de la población activa lo compone la dramática partida del desempleo. Las cifras oficiales que se han dado varían. Según las informaciones disponibles estar en el orden de un 7,1%; pero declaraciones formales ofrecidas por personalidades muy destacadas del sector gubernamental hacen pensar en un porcentaje mucho mayor. El desempleo llegó, en los últimos 30 años, a su más alto nivel en el año de 1961, cuando el presidente Rómulo Betancourt en su mensaje al Congreso declaró 14,2%. Esta tasa fue bajando en los años subsiguientes hasta colocarse en 4,9% en 1973 y 4,3% en 1978. El crecimiento de la tasa de desocupación tiene además ciertas características que lo hacen más preocupante. El desempleo juvenil está causando angustia en todos los países del mundo, así como el de profesionales universitarios, no sólo en las llamadas carreras tradicionales, sino en carreras nuevas, aun las más necesarias para el avance tecnológico y el desarrollo económico del país. Por lo demás, el venezolano ha demostrado aptitud para incorporarse a los trabajos más delicados y difíciles. Cuando David H. Blelloch, asesor técnico accidental contratado en 1936 a través de la Oficina Internacional del Trabajo, de la que era funcionario, para que asesorara a la recién fundada Oficina Nacional del Trabajo de Venezuela, volvió a visitar el país después de muchos años de ausencia, lo impresionó mucho el progreso material, pero aun mayor impresión le causó la transformación del trabajador venezolano, a quien había conocido en una situación rudimentaria y en gran parte analfabeta, en un trabajador moderno, incorporado a las labores de una sociedad en acelerado progreso. Cuando se dictaron en 1936 las normas que impusieron a las empresas un alto porcentaje de trabajadores venezolanos, los empresarios del petróleo manifestaron dudas sobre la posibilidad de obtener en el país mano de obra capaz de asumir las tareas que una industria tan tecnificada exige; pero el rendimiento de los trabajadores venezolanos resultó superior al que hasta ese momento tenían los trabajadores extranjeros. Finalmente, es un hecho muy característico que vale la pena señalar, el aumento del tiempo de estudio promedio de la masa trabajadora. Hace 30 años la media de años de estudio de los trabajadores alcanzaba a 3,2. En la actualidad excede de 9,02 años el promedio para los trabajadores en general. El desafío que plantea el progreso tecnológico, el requerimiento de la transferencia de tecnología, encuentra, pues, una respuesta positiva en el trabajador venezolano. Ahí está la clave del porvenir. R.C.
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