El Arpista Figueredo - Educar Valores y el Valor de Educar. Parábolas

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Esta historia es también de Galeano y la contó en Cartagena, en el encuentro que hubo en 1997 sobre investigación-acción.
No había fiesta en el llano ni baile de joropo sin el arpa mágica del maestro Figueredo. Sus dedos acariciaban las cuerdas y se prendía la alegría y brotaba incontenible el ancho río de su música prodigiosa.
Se la pasaba de pueblo en pueblo, anunciando y posibilitando la fiesta. El, sus muías y su arpa, por los infinitos caminos del llano.
Una noche, tenía que cruzar un morichal espeso y allí lo esperaron los bandidos. Lo asaltaron, lo golpearon salvajemente hasta dejarlo por muerto y se llevaron las muías y el arpa.
A la mañana siguiente, pasaron por allí unos arrieros y encontraron al maestro Figueredo cubierto de moretones y de sangre. Estaba vivo pero en muy mal estado. Casi no podía hablar. Hizo un increíble esfuer­zo y llegó a balbucear con unos labios entumecidos e hinchados: «Me robaron las mulas». Volvió a hundirse en un silencio que dolía y, tras una larga pausa, logró empujar hacia sus labios destrozados una nueva queja: «Me robaron el arpa». Al rato, y cuando parecía que ya no iba a decir más nada, empezó a reír. Era un risa profunda y fresca que, inexplicablemente salía de ese rostro desollado. Y en medio de la risa, el maestro Figueredo logró decir: «¡Pero no me robaron la música!».
No permitamos que nos roben la ilusión, la esperanza, los sueños, la utopía. «La historia se acabó», pontificó el nipón estadounidense Francis Fukuyama, como expresión de esa cultura neoliberal que se presenta con pretensiones hegemónicas, y busca convencernos de que este es el mejor de los mundos posibles y por ello no tiene sentido intentar cambiarlo. La felicidad queda reducida a los meros niveles del consumo y los sue­ños rebajados a conseguir objetos de marcas que nos distingan y nos siembren la ilusión de que somos superiores y mejores. Ya no hay en quién creer, qué creer, cómo creer, excepto para consumo privado e industrial. La esperanza anda derrumbada y agónica. Nieva mucho y fuerte en los corazones que buscan calor llenándose de cosas.
Hoy, más que nunca, y precisamente porque miles de millo­nes de personas en el mundo son sacados o «excluidos» de la posibi­lidad de una vida digna, las utopías, como dice Frei Betto, «no sólo tienen futuro, sino que se tornan necesarias y urgentes. Pero no se encontrarán en ningún estante de supermercado. Surgirán en la medida en que los empobrecidos se vuelvan artífices de cambios hacia un futuro mejor... No hay pues fin de la historia cuando se descubre la propia historia personal como parte de un proceso co­lectivo, y cuando se adquiere conciencia de los derechos humanos, civiles, sociales y religiosos».
En algún sitio leí la queja de aquel cura que decía que muchos se confesaban de haber tenido malos sueños, pero nadie se confesa­ba del pecado mucho más grave de no soñar. No permitamos que nos roben el derecho a soñar, que es el más importante de todos. Sin él, no tienen sentido los demás. Sería terrible si no pudiéramos imaginar un mundo diferente, soñar con él como proyecto y entre­garnos con esperanza y alegría a su construcción. Opongamos nuestra capacidad de soñar al antisueño de los pragmáticos. Recordemos a Facundo Cabral: «Si dejamos morir nuestros sueños seremos po­bres, si los cuidamos y ponemos en práctica, seremos ricos».
Según la mitología de nuestros indígenas yekuana, un sueño de Dios creó a los hombres y mujeres y les dio vida imperecedera más allá de las apariencias del dolor y de la muerte: «Dios los soñaba mientras cantaba y agitaba sus maracas, envuelto en humo de taba­co, y se sentía feliz y también estremecido por la duda y el misterio. Los yekuana saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer. Si Dios sueña con la vida, nace y da nacimiento. La mujer y el hombre soñaban que en el sueño de Dios aparecía un gran huevo brillante. Dentro del huevo, ellos cantaban y bailaban y armaban mucho alboroto, porque estaban locos de ganas de nacer. Soñaban que en el sueño de Dios la alegría era más fuerte que la duda y el misterio; y Dios, soñando, los creaba, y cantando decía: «Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira» (Galeano).

Recuperado para fines educativos del libro:
Educar Valores y el Valor de Educar. Parábolas
Autor: Antonio Pérez Esclarin