La viña convertida en era - Educar Valores y el Valor de Educar. Parábolas

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Recuerdo que, cuando yo era niño, el maestro nos ponía a leer en círculo en un libro de fábulas e historias increíbles que, si mal no recuerdo, se llamaba El tesoro de la juventud. Entre ellas, recuerdo en especial la siguiente:
Un campesino sintió que llegaba la hora de su muerte y mandó a llamar a sus tres hijos.
- Sólo les dejo por herencia la viña donde hemos trabajado toda la vida y que siempre nos ha dado de comer. Deben prometerme que nunca van a convertirla en era.
Los hijos prometieron sin problema una solicitud que les parecía muy extraña. ¡Cómo iban a convertir la fértil viña en una era improductiva que sólo sirve para trillar el trigo!
Pasaron los años, empezaron los problemas y pleitos entre los hermanos y decidieron vender la viña y repartir lo que obtuviera por ella. Sin embargo, le hicieron jurar al comprador que nunca la convertiría en era.
-Ni que yo estuviera loco -les dijo- Cómo voy a botar mi dinero comprando una viña tan hermosa para convertirla en era.
Pronto se les acabó el dinero a los hermanos y entonces no tuvieron más remedio que salir a buscar trabajo como jornaleros. Un día, pasaban frente a la viña, cargada de frutos maduros, y el menor de los hermanos dijo con nostalgia:
-Y pensar que esta viña era nuestra...
Entonces comprendieron lo que les había querido decir el padre de no convertir la viña en era.
Una historia parecida cuenta que un rico agricultor, viendo que se acercaba la hora de su muerte, llamó a sus hijos y les dijo:
-No vendan nunca la parcela que yo heredé de mi padre y ahora yo les dejo a ustedes. Sepan bien que, aunque yo no sepa el lugar exacto, en sus entrañas se oculta un fabuloso tesoro. Si trabajan con dedicación y esfuerzo, seguro que lo encontrarán. Cuando recojan la cosecha, remuevan la tierra de arriba abajo, sin dejar un solo palmo sin cavar, hagan unos surcos profundos en ella a ver si encuentran el tesoro.
Murió el padre y los hijos removieron con dedicación toda la tierra. Al año siguiente, la cosecha fue ex­celente, mayor que en años anteriores. Y com­prendieron los hijos la sabiduría de su padre que les había querido indicar que el verdadero tesoro consiste en el trabajo.
El petróleo nos acostumbró a los venezolanos a vivir de rentas, más que del trabajo y la producción, pues nos convenció de pertenecer a un país inmensamente rico y de tener derecho a una vida holgada sin necesidad de producir ni de esforzarse. A la sombra del petróleo medraron los políticos y los grandes empresarios que se apoderaron de las riquezas como si se tratara de un botín. La renta era lo suficientemente grande para sostener sobre ella una democracia clientelista y limosnera, que fue llenando todos los organismos públicos de batallones de ineficaces y parásitos. Los cargos se daban por servicios o fidelidades al partido más que por méritos y capacidades y gran parte de los que accedie­ron a cargos importantes se entregaron desenfrenadamente a la más grosera sensualidad del poder, convencidos además, de que podían hacerlo sin rendir cuentas a nadie, pues se consideraban dueños de la renta y no sólo sus administradores.
También la educación contribuyó en gran medida a fomentar esta mentalidad pues los estudios se asumieron y entendieron como un medio para acceder a la riqueza existente, en vez de serlo para producirla y garantizar su justa distribución. La cultura del facilismo, el derroche y la improductividad penetró con fuerza en todo el siste­ma educativo, desde las escuelas hasta las universidades.
El país no soporta más el divorcio entre educación y produc­ción. El actual sistema educativo, raíz y fruto de una sociedad rentis­ta y subsidiada, debe dar paso a una educación en y para el trabajo, germen de una sociedad de productores que con su trabajo organi­zado generen una cultura de la productividad y la eficiencia sin olvi­dar, sin embargo, que siempre el hombre debe colocarse por encima de las leyes del mercado. La educación debe ser entendida como un medio para dar capacitación laboral, política y humana que genere riqueza, garantice su justa distribución y cree los estímulos necesa­rios que vinculen esfuerzo y productividad.
Esto supone, en primer lugar, que la escuela asuma en serio el trabajo. No como una materia o un área, sino como valor funda­mental y como contexto que impregna toda la vida escolar. Para ello, las escuelas deben transformarse en lugares donde se trabaja en serio, con puntualidad, disciplina, y se considera una tragedia cual­quier pérdida de tiempo. Asumir el trabajo como valor supone tam­bién optar por una pedagogía activa, centrada en el hacer signifi­cativo del alumno y no en la palabra del docente que luego de­berá repetir el alumno en los exámenes. El alumno aprende hacien­do, construyendo, creando y recreando, manipulando, investi­gando...
Sólo si el aula se va transformando en un taller donde se trabaja en serio, organizada y cooperativamente, donde los aprendi­zajes se traducen en soluciones a problemas concretos o en produc­tos útiles y bellos, el alumno amará el trabajo y se hará trabajador. El trabajo, lejos de ser fuente de fastidio y aburrimiento, si es un trabajo que tiene sentido y responde a los intereses y necesidades de los alumnos, se convierte en una actividad gozosa y en el medio más importante para su crecimiento y realización personal.

Recuperado para fines educativos del libro:
Educar Valores y el Valor de Educar. Parábolas
Autor: Antonio Pérez Esclarin