La sabiduría de la anciana abadesa - Parabolas e Historias para Educar en Valores

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Cuentan las viejas crónicas que, en tiempos de las cruzadas, había en Normandía un monasterio dirigido por una abadesa de gran sabiduría. Más de cien monjas vivían en él entregadas a la oración, el trabajo y el servicio a Dios.
Un día, el obispo del lugar acudió al monasterio a pedir a la abadesa que destinara a una de sus monjas a predicar en la comarca.
La abadesa reunió a su Consejo y, después de larga reflexión y consulta, decidió preparar para tan noble misión a la hermana Clara, una joven novicia llena de virtud, de inteligencia y de otras singulares cualidades.
La madre abadesa la envió a estudiar, y la hermana Clara pasó largos años en la biblioteca del monasterio y fue discípula aventajada de los mejores profesores de la época. Cuando regresó, todas las monjas alabaron su erudición y la maestría de su discurso.
Fue a arrodillarse ante la abadesa y le preguntó con avidez:
-¿Ya puedo ir a predicar, reverenda madre?
La anciana abadesa la miró a lo profundo de sus ojos y le pareció descubrir que en la mente de la hermana Clara había más respuestas que preguntas.
-Todavía no -le dijo, y la envió a trabajar en la huerta.
Allí estuvo de sol a sol por varios meses, soportando las heladas del invierno y los calores sofocantes del verano. Arrancó piedras y zarzas, cuidó con esmero cada una de las cepas de la viña, aprendió a esperar el crecimiento de las semillas y a reconocer, por la subida de la savia, el momento oportuno de podar los frutales. Adquirió otra clase de sabiduría; pero aún no era suficiente.
La madre abadesa la envió a la portería. Día a día escuchó las súplicas de los mendigos que acudían a pedir un plato de comida, y las quejas de los campesinos explotados por el señor del castillo. Su corazón ardía en ansias de justicia.
Pero la madre abadesa consideró que todavía no estaba lista.
La envió entonces a recorrer los caminos con una familia de saltimbanquis. Vivía en el carromato, les ayudaba a montar su tablado en las plazas de los pueblos, comía moras y fresas silvestres, y a veces tenía que dormir al raso, bajo las estrellas. Aprendió a contar adivinanzas y chistes, a hacer títeres, y a recitar romances y poemas como los juglares.
Cuando regresó al monasterio, llevaba consigo canciones en los labios y se reía como los niños.
-¿Puedo ir ya a predicar, madre?
-Aún no, hija mía. Vaya a orar.
La hermana Clara pasó largo tiempo en una solitaria ermita en el monte. Cuando volvió, llevaba el alma transfigurada y llena de silencio.
-¿Ha llegado ya el momento?
No, todavía no había llegado. Se había declarado una epidemia de peste, y la hermana Clara fue enviada a cuidar de los apestados. Veló durante noches enteras a los enfermos, lloró amargamente al enterrar a muchos de ellos, y se sumergió en el misterio de la vida y de la muerte.
Cuando se debilitó la peste, ella misma cayó enferma de tristeza y de agotamiento y fue cuidada por una familia de la aldea. Aprendió a ser débil y a sentirse pequeña, se dejó querer y ayudar y recobró la paz.
Cuando regresó al monasterio, la Madre abadesa la miró con cariño y la encontró más humana y vulnerable. Tenía la mirada serena y el corazón lleno de rostros y de nombres.
-Ahora sí, hija mía, ahora sí.
La acompañó hasta el gran portón del monasterio, y allí la bendijo imponiéndole las manos. Y mientras las campanas tocaban el Ángelus, la hermana Clara echó a andar hacia el valle para anunciar allí el santo Evangelio.
(Tomado de Ma. Dolores Aleixandre, "Círculos en el agua". Sal Terrae)
En este bello relato, podemos encontrar los rasgos principales del genuino educador, sembrador de vida y militante de la esperanza: Necesita sí, estudios serios y formación sólida. Pero también , conocer y compartir la vida y trabajos de los obreros y campesinos y adquirir la profunda sabiduría de la sencillez que brota del contacto con la vida y la naturaleza. También es necesario que su corazón se agite con la pasión por la justicia y asuma su profesión como una misión de servicio a la vida de los más débiles. Necesita aprender a reír y hacer reír, hacerse niño, asumir la vida como fiesta. Y necesita sobre todo cincelar su corazón en el servicio a los más necesitados y hacerse humilde y débil, capaz de recibir ayuda y amor, para sólo así poderlo brindar a los demás.
Educador de corazones, misionero de esperanzas, en este relato tienes un camino para tu permanente formación...

Recuperado del libro:
Para Educar Valores. Nuevas Parábolas
Autor: Antonio Pérez Esclarin