El Pantanal: asombroso santuario, Brasil

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EL TURISTA se molestó cuando Jerônimo le indicó que no tirara al río la lata de cerveza. “¿Es suyo este río?”, preguntó. “No —respondió Jerônimo—, es de todos nosotros. Pero si la gente sigue echándole basura, en poco tiempo nadie podrá pescar aquí.”
Esta experiencia demuestra tan solo una de las amenazas a las que se enfrenta el Pantanal —vasta región que abarca parte de Brasil, Bolivia y Paraguay— en la actualidad. La palabra portuguesa pântano se refiere, como en español, a un terreno cenagoso. No obstante, el Pantanal no es plano, de modo que las aguas no se estancan, sino que se escurren lentamente y dejan la fértil llanura cubierta de una amplia variedad de hierbas. ¿Quisiera aprender más acerca de esta extensa región? Acompáñeme mientras viajo con un grupo de turistas a uno de los santuarios ecológicos más asombrosos del mundo.

Caimanes y anacondas

Desde São Paulo nos dirigimos en autobús al oeste, hacia Corumbá, que está a 1.200 kilómetros de distancia. Cuando entramos en la región del Pantanal, nos encontramos con grandes aves que vuelan sobre nuestras cabezas, como si nos dieran la bienvenida. Una de ellas es un jabirú (tuiuiú), cuyas alas tienen una envergadura de 2,6 metros. Casi necesita una pista para despegar. “El movimiento vigoroso de las alas produce un vibrante sonido en contacto con el aire”, escribe Haroldo Palo, hijo, que pasó dos años en el Pantanal. “Durante los rituales de apareamiento —añade—, se juntan dos o tres machos [...] para lucirse realizando espectaculares vuelos en picado que pueden observarse desde lejos.”
Ha llegado la temporada seca y el nivel del agua está bajo, de modo que los peces son presa fácil para las aves. ¡Mire!, un jabirú y una garza están pescando entre los caimanes. Los caimanes se están dando un festín con las peligrosas pirañas, que, como usted sabe, tienen dientes sumamente afilados y atacan a la presa que esté sangrando. Aunque no quisiéramos estar cerca de una piraña, parece que a los caimanes no les preocupa este peligro y son inmunes a él.
Después de cruzar el río en un transbordador, viajamos en un vehículo en dirección a la hacienda. De repente, el conductor se detiene y señala a una enorme serpiente que cruza el camino polvoriento. “Es una anaconda —dice—. Aprovechen para tomarle una foto, porque generalmente no las vemos desde tan cerca.” Tan solo su aspecto da miedo, pues la anaconda, que mide hasta nueve metros de largo, es una de las serpientes más grandes del mundo. Observé también su rapidez, pues enseguida desapareció en el monte, lo cual me alegró mucho. En realidad, si no hubiera huido, la foto de todas maneras habría salido borrosa por el temblor de mis manos.

La vida del pantaneiro

El Pantanal es el hogar de grandes manadas de vacas. Cuidarlas es el trabajo del pantaneiro, combinación de vaquero y agricultor, descendiente de los indígenas y de los pobladores africanos y españoles. El pantaneiro doma caballos y cuida el ganado de un extremo a otro de la hacienda. Observamos varias vacadas, cada una de aproximadamente mil reses. Seis hombres dirigen cada manada: al frente, el cocinero; le sigue el guarda, con una trompeta hecha de cuerno de toro; detrás de él vienen otros vaqueros. Uno de ellos es el dueño del ganado, y los demás se encargan de reunir las reses que se atrasan y se desvían.
Jerônimo, mencionado al principio, es pantaneiro. Aunque resulta más agotador, prefiere llevarnos en un bote de remos por el río Abobral en vez de utilizar una lancha motora porque el ruido puede asustar a las aves. El tono reverencial con que habla refleja amor e interés por su tierra, el Pantanal. “¡Miren! Allí en la ribera hay un caimán tomando el sol”, explica Jerônimo. Más adelante, señala la guarida de un par de nutrias. “Es su hogar —dice—. Siempre las veo allí.” De vez en cuando, Jerônimo llena su taza con agua del río para calmar la sed. “¿No está contaminada el agua?”, preguntamos. “Todavía no —responde—. Pueden tomar también si lo desean.” Pero no estamos completamente convencidos.
El pantaneiro ve la vida con optimismo. Anhela pocas cosas y se divierte con su trabajo. Sale de casa al amanecer y regresa de noche; recibe a cambio el salario mínimo (unos 100 dólares mensuales) además del alojamiento y la comida, lo que incluye comer cuanta carne desee. “En mi granja —nos aclara un labrador—, el pantaneiro come lo que quiera y cuanto quiera. No es un esclavo. Si no está contento, puede decir: ‘Patrón, déme mi dinero porque me voy’.”
Pantanal Matogrossense, Brasil

Zoológico sin jaulas

La granja hotelera donde nos hospedamos también es el hogar de muchos animales, tales como guacamayos, loros, periquitos, jabirúes, jaguares, capibaras y ciervos comunes. Un descendiente de la tribu indígena guaná, cuya familia lleva viviendo cien años en el Pantanal, nos dijo: “Aquí alimentamos a las aves. Los guardabosques confiscaron muchas de manos de presuntos cazadores furtivos”. Su esposa explicó que al principio tenían solo dieciocho periquitos, pero ahora tienen alrededor de cien. “Nuestro objetivo es devolverlos a su hábitat”, dice ella.
En este zoológico sin jaulas fotografiamos guacamayos que comían plácidamente al lado de cerdos y gallinas. A los turistas de todo el mundo les encanta ver la abundancia de aves y otros animales, así como el paisaje del Pantanal. Y las puestas de sol son espectaculares. Un día, cierta joven turista japonesa quedó impresionada al ver las bandadas de aves que regresaban a sus descansaderos al oscurecer. Entonces oímos la advertencia de uno de los trabajadores de la granja: “¡Cuidado, señorita! ¡Aquí hay jaguares!”. La joven enseguida corrió hacia su habitación. Sin embargo, al día siguiente había superado el temor y estaba alimentando a los guacamayos. Incluso la retratamos dándole una galleta a uno de ellos con la boca. Había perdido el miedo.
Una mañana, antes del amanecer, salimos para ver las estrellas. Parecía que podíamos alargar la mano y tocarlas. ¡Era una vista indescriptible! En ese momento, en el Pantanal, casi podíamos “oír” el silencio. Las escenas y los sonidos nos impulsaron a dar gracias al Creador por aquel panorama paradisíaco. Un folleto publicitario decía: “Si alguien le pregunta alguna vez si existe el paraíso, puede responder: ‘Sin lugar a dudas, el Pantanal es parte de él’”.
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Se profana el santuario ecológico

Durante los últimos veinte años, la prensa ha publicado mucho sobre los peligros que amenazan al Pantanal. En su libro Pantanal, Haroldo Palo, hijo, escribe sobre las diferentes maneras como se está contaminando el ecosistema de esta región. A continuación se mencionan brevemente algunas de ellas.
▪ La sedimentación de los ríos. “En los últimos años, el río Taquari se ha encenagado tanto que es imposible navegar cerca de su desembocadura, lo que aísla [...] a quienes viven en la ribera. Lo mismo está ocurriendo en los demás ríos que fluyen hacia la cuenca del Pantanal.”
▪ El ciclo de sequía. “Temo que, si [...] tenemos nuevamente un ciclo de sequía de quince o veinte años, como ocurrió anteriormente, las consecuencias sean catastróficas para la flora y fauna de la región.”
▪ Herbicidas y mercurio. “La agricultura mecanizada que se practica fuera del Pantanal emplea herbicidas que se infiltran en el agua subterránea y terminan envenenando los ríos cercanos, o son llevados por las aguas superficiales junto con el suelo, obstruyendo así los ríos con sedimentos. En el pantanal de Poconé, la extracción de oro representa otra gran amenaza, pues contamina las aguas con mercurio.”
▪ La caza. “Aunque está prohibida por ley, se practica sin control en la mayor parte del Pantanal. Con la excepción de unos cuantos labradores instruidos que protegen sus riquezas naturales y otros que, por intereses económicos, salen en su defensa para la explotación del turismo, la vida animal y el paisaje están a merced de los intereses del momento.”


Regreso a la jungla de asfalto

¡Qué contraste observamos al regresar a São Paulo! En lugar de flores como los ipês amarillos y violetas y las salvias rojas, vimos una jungla de rascacielos; en vez de ríos cristalinos, con abundantes peces, encontramos ríos convertidos en alcantarillas. En lugar de los melodiosos cantos de las aves, oímos el ruido ensordecedor y los bocinazos de miles de camiones y automóviles. En vez de azules cielos despejados, escuchamos anuncios tales como: “El aire hoy está muy contaminado”. En lugar de paz entre el hombre y los animales, había temor a los depredadores humanos.
Estuvimos dos semanas en el Pantanal. Fue muy poco tiempo para conocer las diferentes regiones con sus nombres exóticos, tales como Poconé, Nhecolândia, Abobral, Nabileque y Paiaguás, cada una con sus propias características. Pero fue una experiencia inolvidable. La flora y fauna son como un bálsamo para los ojos, una sinfonía para los oídos y un calmante para el corazón.

Publicado en ¡Despertad!  del 8 de Septiembre de 1999