El niño y el árbol - Educar Valores y el Valor de Educar. Parábolas

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Cuando era niño, su abuelo lo llevaba a pasear a un parque solitario. En medio del parque había un árbol joven y hermoso que iba creciendo con el impulso de los árboles que están junto a los ríos.
El niño miraba con asombro el verde de sus hojas y cómo iba trenzando en sus ramas cunas para los pájaros. El niño se quedaba quieto, la paraulata venía a acariciar sus crías, y les traía comida sobre el nido. Después, el niño se ponía a cantar con la paraulata y a jugar con el árbol.
Eran felices. Jugaban juntos bajo la mirada del abuelo. Y cuando la paraulata decidió decir adiós al parque y volar para siempre, el niño y el árbol se pusieron tristes.
Pero el árbol y el niño tenían un secreto. Eran grandes amigos. Cuando llegaba el frío y al árbol se le iban las hojas con el viento, el niño tenía que ir a la escuela. Los dos grandes amigos, el niño y el árbol, se decían adiós y se citaban para el día en que se iniciase otra vez, allí mismo, el milagro de la vida.
Y volvían a estar juntos, y a jugar y escuchar el canto de los pájaros y a ser felices. El árbol le daba al niño hojas verdes, frutos dulces y el silbido del viento entre sus ramas. El niño le daba al árbol caricias y sonrisas.
Un día, el niño no acudió a la cita. El árbol esperó y esperó. Aquel año sus frutos no fueron tan dulces, ni sus hojas tan verdes. No tenía con quién jugar.
Pasaron muchos años. El árbol se llenó de recuerdos. De tanto esperar se había hecho muy grande. Pero un día el árbol, con una alegría inmensa, vio venir hacia él un hombre que era el niño. Meció sus ramas y silbó de nuevo el viento. Y aquel hombre, que era el niño, le dijo:
-Mira, árbol, no tengo tiempo para jugar ni ser feliz. Sólo quiero dinero.
-Si eso quieres -dijo el árbol-, toma mis frutos, véndelos. Hazte rico y vuelve a jugar conmigo.
El hombre tomó todos los frutos del árbol y se fue para ser rico y no volvió. Tardó mucho tiempo en regresar, muchos años. Y cuando volvió era invierno y el árbol se alegró mucho, muchísimo. Y el niño, que era un hombre, tenía mucho frío y gritó:
-Tengo mucho frío, necesito calentarme.
-Corta mis ramas y haz fuego con ellas. Caliéntate y luego jugaremos juntos.
El hombre cortó las ramas e hizo fuego. Entró el calor en e\ cuerpo del hombre y se alejó del parque dejando al árbol solo.
Volvieron a pasar otros muchos años. El árbol se hizo todavía más grande y se asomaba por su copa más alta para ver si por el horizonte se acercaba el niño. Un día, llegó un hombre pensativo, con tristeza de un niño abandonado y solo. Se acercó al árbol y lo tocó. El árbol despertó, y al reconocer aquellas manos, otra vez la alegría estremeció el corazón del árbol solitario.
-¿Por qué piensas tanto?-le dijo el árbol-, volvamos a ser niños.
-Estoy cansado de esta tierra. Quiero ir lejos, más allá de los horizontes. Quiero perderme en el mar, cruzar los océanos, conocer otros lugares.
-Ven, corta mi tronco, hazte un barco con él. Surca los mares. Sé libre como quieres.
Y el niño, que era el hombre, cortó el tronco, se hizo un barco y se perdió por los mares.
Cuando toda esperanza parecía perdida, por el mismo horizonte de los mares apareció un anciano arrugado y triste. Sus pasos se dirigieron al parque, al muñón del árbol. El anciano, que era el niño, no tenía ya voz, tenía miedo y vergüenza.
Cuando las raíces del árbol sintieron acercarse aquellos pasos conocidos, entendieron su lenguaje de recuerdos. El anciano dijo ya sin fuerzas:
-Ya no quiero vivir. Estoy cansado de todo. Quiero descansar en paz.
Y el muñón, que era el árbol, dijo su última palabra:
-Ven, siéntate aquí sobre mis heridas, descansa y seamos de nuevo felices juntos.
El anciano se sentó sobre el tronco del árbol y descansó mucho tiempo, cerrando los ojos, viviendo toda la vida de recuerdos. Y cuando sus manos quisieron acariciar el muñón del árbol, sintieron un árbol niño, una rama verde que se hacía árbol nuevo y crecía hasta arriba, hacia el cielo.
El anciano miró sus manos y eran manos de niño y vino una paraulata y se puso a cantar, y el viento silbó de nuevo.
Si, el que ama de verdad no sólo está dispuesto a darlo todo, sino que está dispuesto a darse. Ser maestro, educador, es algo más complejo, sublime e importante que enseñar ma­temáticas, biología, inglés o lectoescritura. Educar es alumbrar per­sonas autónomas, libres y solidarias, dar la mano, ofrecer los pro­pios ojos para que los alumnos puedan mirar la realidad sin miedo. El quehacer del educador es misión y no simplemente profesión. Implica no sólo dedicar horas, sino dedicar alma; no sólo dar clases, sino darse. Exige no sólo ocupación, sino vocación de servicio.
El genuino educador se esfuerza por ser verdadero amigo de cada uno de sus alumnos. En la amistad busca sediento todo ser humano la satisfacción del aprecio, confianza y convivencia grata que, con frecuencia hoy los alumnos no encuentran ni en el hogar ni en la calle. La amistad puede ir cicatrizando las heridas de la soledad y el desamor. El amigo espera, comprende, está dispuesto a tender la mano cuando más se necesita. No mira con mirada enjuiciadora, sino comprensiva, cariñosa. Está allí, esperando en silencio, siem­pre dispuesto a ayudar aun a costa de su propia vida.

Recuperado para fines educativos del libro:
Educar Valores y el Valor de Educar. Parábolas
Autor: Antonio Pérez Esclarin