La sabiduría de reconocer la propia ignorancia - Parabolas e Historias para Educar en Valores

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Hay una vieja historia de un filósofo de la antigua China, que gozaba del favor del emperador. Era un hombre muy humilde y, cuando le preguntaban algo que él no sabía, respondía enseguida: "No lo sé".
En cierta ocasión, alguien que no podía comprender sus continuas confesiones de ignorancia, le dijo:
-Pero, ¿no te paga el emperador por lo que sabes?
-Sí, por supuesto -respondió el filósofo con paciente humildad-. Si me pagara por lo que no sé, no alcanzarían las riquezas del imperio ni las de todo el mundo.
"Sólo sé que no sé nada", decía Sócrates. El verdadero sabio es muy consciente de su ignorancia, como el verdadero santo es muy consciente de sus defectos y debilidades. El que sabe poco suele ir alardeando de sus conocimientos y necesita exhibir sus diplomas y títulos con los que pretende arroparse y tapar su ignorancia y su inseguridad. La clave de la sabiduría es reconocer la ignorancia y tener siempre deseos de aprender, de enfrentarse a lo desconocido, de buscar, de investigar, de querer saber más... Es genuino educador no aquel que sabe mucho o tiene una serie de títulos y postgrados, sino aquel que es capaz de despertar la curiosidad de sus alumnos y provoca en ellos el hambre de aprender, de descubrir, de crecer, de vivir a plenitud. No les comunica tanto sus conocimientos, sino sus deseos y habilidades para que ellos los adquieran. Vive con sus alumnos la aventura del aprendizaje cotidiano, convierte su salón en un taller, en un laboratorio, en un lugar de búsqueda, de encuentro y convivencia, de construcción de nuevos conocimientos y valores. Todo esto sólo será posible si el educador tiene ganas de aprender, es un enamorado de la vida y de la enseñanza, está comprometido en su continua formación y crecimiento, para de este modo, ayudar al crecimiento de sus alumnos:
No me instruyas, vive junto a mí; tu fracaso es que yo sea idéntico a tí.
¿No te das cuenta
de que has querido combatir
la ignorancia
con la instrucción,
y que la instrucción
es la afirmación
de la ignorancia
porque destruye
la creatividad?
¿Por qué me impones lo que sabes, si quiero yo aprender lo desconocido
y su fuente en mi propio descubrimiento?
El mundo de tu verdad es mi tragedia; tu sabiduría, mi negación; tu conquista, mi ausencia; tu hacer, mi destrucción.
(Humberto Maturana).

* * *

-¿Cuál es su montaña preferida? -le preguntaron a aquel famoso andinista. -La que todavía no he escalado -respondió. -¿Cómo es eso?
-Sí, ella es la que me obliga a mantenerme en forma, a ejercitarme sin descanso, a ilusionarme. Impide que mi vida se vuelva una rutina y un mero recordar viejas glorias.
La verdadera sabiduría es también humilde, reconoce su pequeñez, y sólo así puede acercarse al misterio. Esto es lo que le enseñó un niño que jugaba en la playa al gran sabio San Agustín:

* * *

Una tarde, paseaba San Agustín por las rubias playas de Hipona, agitado por el afán de comprender el misterio de la Santísima Trinidad. "¿Cómo era posible que Dios fuera uno y tres personas al mismo tiempo?" . Su cabeza ardía de ideas y de dudas, y no tenía ojos para ver el mar ni oídos para escuchar las mansas olas que alargaban sus besos hasta la punta de sus sandalias. De pronto, vio que un niño corría con una concha marina llena de agua y la arrojaba en un pocito que había hecho en la arena con sus propias manos. El sabio se paró a observar al niño. Tenía el pelo negro y rizado, chapoteaba feliz en el agua, llenaba su concha y corría entusiasmado a echarla en el pocito, que se iba llenando muy lentamente, porque la arena se chupaba el agua.
San Agustín se acercó al niño cuando estaba arrojando el agua sobre el
pozo.
¿Qué estás haciendo, pequeño?
-Estoy echando toda el agua del mar en este hueco.
-Pero eso es imposible -saltó el sabio Agustín con una sonrisa tierna y condescendiente-. El mar es muy grande, mide kilómetros y kilómetros y es también muy profundo. ¿Cómo piensas que vas a meter una cosa tan grande en un pocito tan chico?
-Eso es cierto -le dijo el niño mirándole con picardía-, pero más pequeña es tu cabeza y quieres meter en ella a Dios que es infinito.
Recuperado del libro:
Para Educar Valores. Nuevas Parábolas
Autor: Antonio Pérez Esclarin