Las manchas de la luna - Parabolas e Historias para Educar en Valores

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En lo profundo del bosque habitaban cuatro animales: un conejo, un mono, un chacal y una nutria. Se querían mucho, se ayudaban en todo lo que podían y, por ello, vivían muy felices. Eran también muy piadosos y, cada vez que había luna llena, los cuatro animales guardaban un día de ayuno pues así lo estipulaban los preceptos de su religión.
-Recuerden que mañana es luna llena -les dijo el conejo- y que no podemos comer nada.
-¿Y si llegara un peregrino y nos pidiera algo de comer? -preguntó intranquila la nutria-. ¿Cómo podríamos cumplir al mismo tiempo el precepto del ayuno y el de la hospitalidad?
Los cuatro animales se pusieron a pensar hasta que el conejo encontró la solución:
-Mañana, antes de que salga el sol, iremos a buscar el alimento diario, pero no lo comeremos, sino que lo guardaremos bien por si llega algún peregrino o caminante.
Así acordaron hacerlo y se fueron a descansar tranquilos. Al amanecer del día siguiente iniciaron su jornada: la nutria se zambulló en el río y al cabo de un rato, había pescado cinco peces que brillaban al sol. Los guardó en un buen sitio e inició su jornada de ayuno y oraciones. El mono se subió a un árbol cargado de fruta y recogió la suficiente para agasajar al posible caminante que pasara por allí. Hecho esto, inició su meditación. También el chacal cumplió bien con su tarea: se acercó sigilosamente a un pescador que estaba en la orilla del río y le arrebató la merienda que su mujer le había preparado.
Sólo el conejo inició sus oraciones sin buscar alimento alguno.
Y sucedió que el dios de los animales quiso comprobar la fe de sus criaturas y, disfrazado de peregrino, se presentó en el claro del bosque que habitaban los cuatro animales.
El primero en notar su presencia fue el mono, a quien el menor ruido solía distraer cuando se encontraba en oración. Salió a su encuentro y le dijo:
-Amigo caminante, hoy es nuestro día de ayuno, pero tengo unas frutas frescas y jugosas que recogí para ti. Te ruego que aceptes mi hospitalidad.
El dios de los animales quedó gratamente sorprendido. Después, fingiendo que iba al río a lavarse las manos, se acercó a la nutria y le dijo:
-Amiga nutria, vengo de muy lejos y llevo casi dos días sin probar bocado. ¿No tendrías algo que ofrecer a este pobre peregrino?
La nutria le ofreció gustosa los cinco peces que había pescado en la mañana. Mientras se acercaba al lugar del chacal, el dios de los animales iba admirando su devoción ya que cumplían a la perfección el precepto del ayuno sin romper para nada el precepto de la hospitalidad. También el chacal le ofreció la merienda que le había arrebatado al pescador y le invitó a comer.
Sólo le faltaba comprobar la devoción del conejo y sin poder imaginar qué le podría brindar, el dios de los animales se acercó a su madriguera. Como estaba absorto en su meditación, el dios de los animales tuvo que gritar para que advirtiera su presencia:
-Hermano conejo, ¿no tendrás algo de comer para este pobre peregrino hambriento?
-Por supuesto que sí -le contestó el conejo-, te daré un buen trozo de carne fresca con la que podrás saciar tu hambre. Enciende una fogata y cuando las brasas estén listas, yo te traeré la carne.
El dios de los animales reunió ramas y palos e hizo lo que le había pedido el conejo. Por mucho que pensaba y pensaba, no podía imaginar de dónde iba a conseguir el conejo la carne.
Cuando la brasa estaba en su punto, apareció el conejo y se arrojó al fuego diciéndole al peregrino:
-La carne que quiero ofrecerte es mi propio cuerpo, pues sé que a los hombres les encanta comer conejo asado. Aliméntate conmigo y sigue reconfortado tu camino.
Fue entonces cuando el dios de los animales, conmovido ante tanta generosidad, retomó su verdadera apariencia y se transformó en un hermoso joven que brillaba como si estuviera hecho de luz. Tomó entonces las cenizas en que se había convertido el conejo y volando por encima de bosques y montañas, llegó hasta la luna y depositó las cenizas en su cara inmensa y pálida.
-Deseo -dijo el dios de los animales- que siempre que haya luna llena, todo el mundo recuerde la historia del conejo y no olvide nunca que la generosidad más sublime no consiste en dar cosas sino en ser capaz de darse para el bien de los demás.
Por ello, desde ese día, siempre que hay luna llena puede verse en sus manchas la imagen de un conejo.
(Leyenda budista)
La prueba sublime del amor no consiste tanto en dar cosas, sino en darse. "Nadie tiene más amor que el que está dispuesto a dar la vida por sus amigos",
nos enseñó y demostró Jesús. Dar la vida en el día a día, en la atención amable más allá del cansancio, en el respeto a pesar de la violencia, en la lucha contra el pesimismo y la desesperanza
Ser educador es gastarse en el servicio a los demás. El quehacer del genuino maestro es misión y no simplemente profesión. Implica no sólo dedicar horas sino dedicar alma. Exige no sólo ocupación, sino vocación; habilidades para dar clases y sobre todo, disposición y habilidades para darse.
Siempre que mires la luna llena y veas en ella la imagen de un conejo, recuerda que Dios la puso allí para recordarte tu misión de educador. El mismo es el perfecto servidor, que nos está sirviendo en todo:
Yo te alabo, Señor, servidor nuestro en todo lo creado.
Orquestas el canto del cosmos y afinas el oído que escucha. Purificas el aire viciado y abres el pulmón que respira. Haces fluida la sangre en el cuerpo y canal la vena que la guía. Avivas el verde en la hoja y alegras el ojo que mira.
Yo te alabo, Señor, servidor nuestro en todo lo creado.
Nos impulsas hacia los demás y desde los demás nos fascinas. Nos alientas a un encuentro sin fin y nuevo cada día te muestras. Nos invitas a servir al pueblo y en el seno del pueblo nos cuidas. Por amor nos das la vida en cada origen y en el amor nos acoges cuando termina.
Yo te alabo, Señor, servidor nuestro en todo lo creado.
(Benjamín González Buelta)

Recuperado del libro:
Para Educar Valores. Nuevas Parábolas
Autor: Antonio Pérez Esclarin