Biografía de Alejandro Magno | Su vida y logros.
En menos de diez años forjó un imperio que abarcaba desde Grecia y Egipto hasta la India. Era el inicio del mundo helenístico.
Para la historia de la civilización antigua las hazañas de Alejandro Magno supusieron un torbellino de tales proporciones que aún hoy se puede hablar sin paliativos de un antes y un después de su paso por el mundo. Y aunque su legado providencial (la extensión de la cultura helénica hasta los confines más remotos) se vio favorecido por todo un abanico de circunstancias favorables que reseñan puntualmente los historiadores, su biografía es en verdad una auténtica epopeya, la manifestación en el tiempo de las fantásticas visiones homéricas y el vivo ejemplo de cómo algunos hombres descuellan sobre sus contemporáneos para alimentar incesantemente la imaginación de las generaciones venideras.
Hacia la segunda mitad del siglo IV a.C., un pequeño territorio del
norte de Grecia, menospreciado por los altivos atenienses y tachado de
bárbaro, inició su fulgurante expansión bajo la égida de un militar de
genio: Filipo II, rey de Macedonia. La clave de sus éxitos bélicos fue
el perfeccionamiento del "orden de batalla oblicuo", experimentado con
anterioridad por Epaminondas. Consistía en disponer la caballería en el
ala atacante, pero sobre todo en dotar de movilidad, reduciendo el
número de filas, a las falanges de infantería, que hasta entonces sólo
podían maniobrar en una dirección. La célebre falange macedónica estaba formada por hileras de dieciséis hombres en fondo con casco y escudo de hierro, y una lanza llamada sarissa.
Alejandro Magno
Alejandro nació en Pela, capital de la antigua comarca macedónica de
Pelagonia, en octubre del 356 a.C. Ese año proporcionó numerosas
felicidades a la ambiciosa comunidad macedonia: uno de sus más
reputados generales, Parmenión, venció a los ilirios; uno de sus
jinetes resultó vencedor en los Juegos celebrados en Olimpia; y Filipo
tuvo a su hijo Alejandro, que en su imponente trayectoria guerrera
jamás conocería la derrota.
Quiere la leyenda que, el mismo día en que nació Alejandro, un
extravagante pirómano incendiase una de las Siete Maravillas del Mundo,
el templo de Artemisa en Éfeso, aprovechando la ausencia de la diosa,
que había acudido a tutelar el nacimiento del príncipe. Cuando fue
detenido, confesó que lo había hecho para que su nombre pasara a la
historia. Las autoridades lo ejecutaron, ordenaron que desapareciese
hasta el más recóndito testimonio de su paso por el mundo y prohibieron
que nadie pronunciase jamás su nombre. Pero más de dos mil años
después todavía se recuerda la infame tropelía del perturbado
Eróstrato, y los sacerdotes de Éfeso, según la leyenda, vieron en la
catástrofe el símbolo inequívoco de que alguien, en alguna parte del
mundo, acababa de nacer para reinar sobre todo el Oriente. Según otra
descripción, la de Plutarco, su nacimiento ocurrió durante una noche de
vientos huracanados, que los augures interpretaron como el anuncio de
Júpiter de que su existencia sería gloriosa.
Nacido para conquistar
Predestinado por dioses y oráculos a gobernar a la vez dos imperios, la
confirmación de ese destino excepcional parece hoy más atribuible a su
propia y peculiar realidad. Nieto e hijo de reyes en una época en que
la aristocracia estaba integrada por guerreros y conquistadores, fue
preparado para ello desde que vio la luz.
En el momento de nacer, su padre, Filipo II, general del ejército y
flamante rey de Macedonia, a cuyo trono había accedido meses antes, se
encontraba lejos de Pela, en la península Calcídica, celebrando con sus
soldados la rendición de la colonia griega de Potidea. Al recibir la
noticia, lleno de júbilo, envió en seguida a Atenas una carta dirigida a
Aristóteles, en la que le participaba el hecho y agradecía a los
dioses que su hijo hubiera nacido en su época (la del filósofo), y le
transmitía la esperanza de que un día llegase a ser discípulo suyo. La
reina Olimpias de Macedonia, su madre, era la hija de Neoptolomeo, rey
de Molosia, y, como su padre, decidida y violenta. Vigiló de cerca la
educación de sus hijos (pronto nacería Cleopatra, hermana de Alejandro) e
imbuyó en ellos su propia ambición.
El príncipe tuvo primero en Lisímaco y luego en Leónidas dos severos
pedagogos que sometieron su infancia a una rigurosa disciplina. Nada
superfluo. Nada frívolo. Nada que indujese a la sensualidad. De natural
irritable y emocional, esa austeridad convino, al parecer, a su
carácter, y adquirió un perfecto dominio de sí mismo y de sus actos.
Cuando, al cumplir los doce años, el rey, alejado hasta entonces de su
lado debido a sus constantes campañas militares, decidió dedicarse
personalmente a su educación, se maravilló de encontrarse frente a un
niño inteligente y valeroso, lleno de criterio, extraordinariamente
dotado e interesado por cuanto ocurría a su alrededor. Era el momento
justo de encargarle a Aristóteles la educación de su hijo. A partir de
los trece años y hasta pasados los diecisiete, el príncipe prácticamente
convivió con el filósofo. Estudió gramática, geometría, filosofía y,
en especial, ética y política, aunque en este sentido el futuro rey no
seguiría las concepciones de su preceptor. Con los años, confesaría que
Aristóteles le enseñó a «vivir dignamente»; siempre sintió por el
pensador ateniense una sincera gratitud.
Aristóteles y Alejandro
Aristóteles le enseñó a además amar los poemas homéricos, en particular la Ilíada,
que con el tiempo se convertiría en una verdadera obsesión del
Alejandro adulto. El nuevo Aquiles fue en cierta ocasión interrogado por
su maestro respecto a sus planes para con él cuando hubiera alcanzado
el poder. El prudente Alejandro contestó que llegado el momento le
daría respuesta, porque el hombre nunca puede estar seguro del futuro.
Aristóteles, lejos de alimentar suspicacias respecto a esta reticente
réplica, quedó sumamente complacido y le profetizó que sería un gran
rey.
Alejandro fue creciendo mientras los macedonios aumentaban sus dominios
y Filipo su gloria. Desde temprana edad, su aspecto y su valor fueron
parangonados con los de un león, y cuando contaba sólo quince años,
según narra Plutarco, tuvo lugar una anécdota que anticipa su
deslumbrante porvenir. Filipo quería comprar un caballo salvaje de
hermosa estampa, pero ninguno de sus aguerridos jinetes era capaz de
domarlo, de modo que había decidido renunciar a ello. Alejandro,
encaprichado con el animal, quiso tener su oportunidad de montarlo,
aunque su padre no creía que un muchacho triunfara donde los más
veteranos habían fracasado. Ante el asombro de todos, el futuro
conquistador de Persia subió a lomos del que sería su amigo inseparable
durante muchos años, Bucéfalo, y galopó sobre él con inopinada
facilidad.
La doma de Bucéfalo
Sano, robusto y de gran belleza (siempre según Plutarco), Alejandro
encarnaría, a los dieciséis y diecisiete años, el prototipo del mancebo
ideal. En plena vigencia del amor dorio, ya enriquecido por Platón con
su filosofía, y descendiente él mismo de dorios con un maestro que, a
su vez, había sido durante veinte años el discípulo predilecto de
Platón, no es difícil imaginar su despertar sexual. Ya mediante la
recíproca admiración con el propio Aristóteles, ya proporcionándole
éste otros muchachos como método formativo de su espíritu, no habría
sino caracterizado, en la época y en la sociedad guerrera en que vivió,
el papel correspondiente a su edad y condición.
Si, como sostenía Platón, este tipo de amor promovía la heroicidad, en
Alejandro, durante esos años, el despertar del héroe era inminente. A
sus dieciséis años se sentía capacitado para dirigir una guerra, y con
dominio y criterio suficientes para reinar. Pudo muy pronto probar ambas
cosas. Herido su padre en Perinto, fue llamado a sustituirlo. Era la
primera vez que tomaba parte en un combate, y su conducta fue tan
brillante que lo enviaron a Macedonia en calidad de regente. En 338
marchó con su padre hacia el sur para someter a las tribus de Anfisa, al
norte de Delfos.
Desde el año 380 a.C., un griego visionario, Isócrates, había predicado
la necesidad de que se abandonaran las luchas intestinas en la
península y de que se formara una liga panhelénica. Pero décadas
después, el ateniense Demóstenes mostraba su preocupación por las
conquistas de Filipo, que se había apoderado de la costa norte del
Egeo. Demóstenes, enemigo declarado de Filipo, aprovechó el alejamiento
para inducir a los atenienses a que se armasen contra los macedonios.
Al enterarse el rey, partió con su hijo a Queronea y se batió con los
atenienses. Las gloriosas falanges tebanas, invictas desde su formación
por el genial Epaminondas, fueron completamente devastadas. Hasta el
último soldado tebano murió en la batalla de Queronea, donde el joven
Alejandro capitaneaba la caballería macedonia.
Alejandro supo ganarse la admiración de sus soldados en esta guerra y
adquirió tal popularidad que los súbditos comentaban que Filipo seguía
siendo su general, pero que su rey ya era Alejandro. Quinto Curcio
cuenta que después del triunfo en Queronea, en donde el príncipe había
dado muestras, pese a su juventud, de ser no sólo un heroico
combatiente sino también un hábil estratega, su padre lo abrazó y con
lágrimas en los ojos le dijo: «¡Hijo mío, búscate otro reino que sea
digno de ti. Macedonia es demasiado pequeña!».
Terminadas las campañas contra tracios, ilirios y atenienses,
Alejandro, Antípatro y Alcímaco fueron nombrados delegados de Atenas
para gestionar el tratado de paz. Fue entonces cuando vio por vez
primera Grecia en todo su esplendor. La Grecia que había aprendido a
amar a través de Homero. La tierra de la cual Aristóteles le había
transmitido su orgullo y su pasión. En su breve permanencia le fueron
tributados grandes honores. Allí asistió a gimnasios y palestras y se
ejercitó en el deporte del pentatlón, bajo la atenta y admirativa
mirada de los adultos, que transformaban estos centros en verdaderas
«cortes de amor». Allí estuvo en contacto directo con el arte en pleno
apogeo de Praxíteles y con los momentos preliminares de la escuela
ática.
El asesinato de Filipo
Filipo, entretanto, había reunido bajo su autoridad a toda Grecia, con
excepción de Esparta. En el 337, a los cuarenta y cinco años,
arrastraba una pasión desde su paso por las montañas del Adriático, y
no dudó en volver a Iliria en busca de Atala, la princesa de quien se
había enamorado. Después de veinte años de matrimonio (aunque muy pocos
de ellos estuvo cerca de su mujer y las desavenencias fueron cada vez
más crecientes), tampoco dudó en repudiar a Olimpias y celebrar una
nueva boda con Atala.
Alejandro, que amaba a su madre, no soportó aquella ofensa que el rey
infería a su legítima esposa. A pesar de ello, fue obligado a asistir
al banquete nupcial. Durante la ceremonia criticó la actuación de su
padre, y éste, ebrio, llegó a amenazarlo con su espada. Indignado,
herido en su amor propio, el príncipe corrió al lado de su madre y le
rogó que huyese con él. Con algunas pocas personas fieles, madre e hijo
dejaron Pela para refugiarse en el palacio de su tío Alejandro, rey de
Molosia en sucesión de su abuelo materno.
Allí vivieron hasta que Filipo, dando muestras de arrepentimiento,
prometió tributar a la reina los honores que le correspondían. Sin
embargo, aunque Olimpias accedió, es muy posible que ya conspirara con
Pausanias para la perpetración de su venganza contra Filipo y la
cristalización de sus ambiciones de regencia. Pocas semanas después
(era ya la primavera del año 336) regresaron todos a Epiro, incluido
Filipo. Se celebraba la boda de su hija Cleopatra con Alejandro de
Molosia, tío de la novia. Durante la procesión nupcial, Filipo II fue
asesinado por Pausanias.
El asesinato de Filipo
Parece claro que Olimpias participó (acaso fue la mentora) en el
asesinato del rey. Pero Alejandro, ¿fue ajeno? A sus veinte años se
hacía con el reino de Macedonia: casi un designio divino para comenzar
por fin la vida de gloria a la que se sentía destinado. Y en seguida
puso manos a la obra. En primer término (aquí Quinto Curcio Rufo dice
que «dio castigo, por él mismo, a los asesinos de su padre», pero no
parece fiable), hizo eliminar a todos aquellos que pudieran oponérsele.
No había acabado el año 336 cuando en la asamblea popular de Corinto
se hizo designar «Generalísimo de los ejércitos griegos».
Rey de Macedonia
Al comenzar el año 335, el levantamiento de Tracia e Iliria le exigió
una breve campaña durante la cual consiguió la conquista y sumisión de
ambas regiones. No acababa de regresar a su reino cuando la sublevación
de los tebanos, unida a la de los atenienses, tras correr el rumor de
su muerte en Icaria, demandaron una nueva y urgente batalla para
impedir la total coalición.
Pero el sitio de Tebas no fue fácil; Tracia e Iliria habían sido, en
comparación, un juego de niños. Ante la resistencia de la ciudad,
Alejandro decidió tomarla por asalto. Pasó a cuchillo, de uno en uno, a
más de seis mil ciudadanos, redujo a esclavitud a una guarnición
compuesta por treinta mil soldados y ordenó la total demolición de la
ciudad, aunque, en un acto más que elocuente de su respeto por el arte y
la cultura, ordenó salvar del derribo la casa en que había vivido
Píndaro, el poeta griego de Cinocéfalos, que cantó con gran belleza
lírica a los atletas en sus Epinicios (o «cantos de la palestra deportiva») y que se contaba entre sus poetas favoritos. Atenas se sometió sin resistirse.
Alejandro en Tebas
Al regresar a Macedonia, trabajó en la preparación de la guerra contra
el Imperio persa, guerra comenzada por su padre (para quien había sido
el sueño de toda su vida), y que se vio interrumpida tras su muerte. Es
posible que entre los meses finales de 335 hasta la primavera de 334
hubiera realizado distintos viajes a Epiro y Atenas. En Epiro reinaba su
hermana Cleopatra, la reina de Molosia, quien contó con su consejo. En
Atenas Lisipo, el escultor de Sicione y amigo de Alejandro, hizo de él
varios bustos, algunos de los cuales podrían datar de esa época.
La conquista del Imperio persa
Mientras preparaba su partida hacia Persia le comunicaron que la
estatua de Orfeo, el tañedor de lira, sudaba, y Alejandro consultó a un
adivino para averiguar el sentido de esta premonición. El augur le
pronosticó un gran éxito en su empresa, porque la divinidad manifestaba
con este signo que para los poetas del futuro resultaría arduo cantar
sus hazañas. Después de encomendar a su general Antípatro que
conservara Grecia en paz, en la primavera del año 334 a.C. cruzó el
Helesponto con treinta y siete mil hombres dispuestos a vengar las
ofensas infligidas por los persas a su patria en el pasado. No
regresaría jamás. Alejandro ocupó Tesalia y declaró a las autoridades
locales que el pueblo tesalo quedaría para siempre libre de impuestos.
Juró también que, como Aquiles, acompañaría a sus soldados a tantas
batallas como fueran necesarias para engrandecer y glorificar a la
nación.
Cuando llegaron a Corinto, Alejandro sintió deseos de conocer a
Diógenes, el gran filósofo, famoso por su proverbial desprecio por la
riqueza y las convenciones, quien, aunque rondaba los ochenta años,
conservaba sus facultades intelectuales. Sentado bajo un cobertizo,
calentándose al sol, Diógenes miró al rey con total indiferencia. Según
Plutarco, cuando el monarca le dijo: «Soy Alejandro, el rey», Diógenes
le contestó: «Y yo soy Diógenes, el Cínico». «¿Puedo hacer algo por
ti?», le preguntó Alejandro, y el filósofo respondió: «Sí, puedes
hacerme la merced de marcharte, porque con tu sombra me estás quitando
el sol». Más tarde el rey diría a sus amigos: «Si no fuese Alejandro,
quisiera ser Diógenes».
Alejandro y Diógenes
Tiempo después, otra anécdota singular ofrece un nuevo diálogo
legendario, pero esta vez con Diónides, pirata famoso entre los carios,
los tirrenos y los griegos, quien, capturado y conducido a su
presencia, no se arredró ante la amonestación del rey cuando éste le
dijo: «¿Con qué derecho saqueas los mares?» Diónides le respondió: «Con
el mismo con que tú saqueas la tierra»; «Pero yo soy un rey y tú sólo
eres un pirata». «Los dos tenemos el mismo oficio -contestó Diónides-.
Si los dioses hubiesen hecho de mí un rey y de ti un pirata, yo sería
quizá mejor soberano que tú, mientras que tú no serías jamás un pirata
hábil y sin prejuicios como lo soy yo.» Dicen que Alejandro, por toda
respuesta, lo perdonó.
En junio de 334 logró la victoria del Gránico, sobre los sátrapas
persas. En la fragorosa y cruenta batalla Alejandro estuvo a punto de
perecer, y sólo la oportuna ayuda en el último momento de su general
Clito le salvó la vida. Conquistada también Halicarnaso, se dirigió
hacia Frigia, pero antes, a su paso por Éfeso, pudo conocer al célebre
Apeles, quien se convertiría en su pintor particular y exclusivo.
Apeles vivió en la corte hasta la muerte de Alejandro.
A comienzos de 333, Alejandro llegó con su ejército a Gordión, ciudad
que fuera corte del legendario rey Midas e importante puesto comercial
entre Jonia y Persia. Allí los gordianos plantearon al invasor un
dilema en apariencia irresoluble. Un intrincado nudo ataba el yugo al
carro de Gordio, rey de Frigia, y desde antiguo se afirmaba que quien
fuera capaz de deshacerlo dominaría el mundo. Todos habían fracasado
hasta entonces, pero el intrépido Alejandro no pudo sustraerse a la
tentación de desentrañar el acertijo. De un certero y violento golpe
ejecutado con el filo de su espada, cortó la cuerda, y luego comentó
con sorna: "Era así de sencillo." Alejandro afirmó así sus pretensiones
de dominio universal.
Alejandro cortando el nudo gordiano
(óleo de Jean-Simon Berthélemy)
Cruzó el Taurus, franqueó Cilicia y, en otoño del año 333 a.C., tuvo
lugar en la llanura de Issos la gran batalla contra Darío, rey de
Persia. Antes del enfrentamiento arengó a sus tropas, temerosas por la
abultada superioridad numérica del enemigo. Alejandro confiaba en la
victoria porque estaba convencido de que nada podían las muchedumbres
contra la inteligencia, y de que un golpe de audacia vendría a decantar
la balanza del lado de los griegos. Cuando el resultado de la
contienda era todavía incierto, el cobarde Darío huyó, abandonando a
sus hombres a la catástrofe. Las ciudades fueron saqueadas y la mujer y
las hijas del rey fueron apresadas como rehenes, de modo que Darío se
vio obligado a presentar a Alejandro unas condiciones de paz
extraordinariamente ventajosas para el victorioso macedonio. Le
concedía la parte occidental de su imperio y la más hermosa de sus
hijas como esposa. Al noble Parmenión le pareció una oferta
satisfactoria, y aconsejó a su jefe: "Si yo fuera Alejandro,
aceptaría." A lo cual éste replicó: "Y yo también si fuera Parmenión."
Alejandro ambicionaba dominar toda Persia y no podía conformarse con
ese honroso tratado. Para ello debía hacerse con el control del
Mediterráneo oriental. Destruyó la ciudad de Tiro tras siete meses de
asedio, tomó Jerusalén y penetró en Egipto sin hallar resistencia
alguna: precedido de su fama como vencedor de los persas, fue acogido
como un libertador. Alejandro se presentó a sí mismo como protector de
la antigua religión de Amón y, tras visitar el templo del oráculo de
Zeus Amón en el oasis de Siwa, situado en el desierto Líbico, se
proclamó su filiación divina al más puro estilo faraónico.
Aquella visita a un santuario, cuyo dios titular no era puramente
egipcio, tenía una indudable finalidad política. Alejandro Magno, como
buen político, no podía dejar pasar la oportunidad de aumentar su
prestigio y popularidad entre los helenos, muchos de los cuales eran
reacios a su persona. Se cuenta que después de haber solicitado la
consulta del oráculo, el sacerdote le respondió con el saludo reservado
a los faraones tratándole como "hijo de Amón". A continuación (sigue
la leyenda), penetró solo en el interior del edificio y escuchó
atentamente la respuesta "conforme a su deseo", como el propio
Alejandro declararía. Sobre esta visita y sobre el alcance de la
profecía se han vertido ríos de tinta. La mayoría de los historiadores
coinciden en señalar que allí el oráculo habría informado al macedonio
de su origen divino, y predicho la creación de su Imperio Universal. El
hecho es que no se conoce ningún texto que proporcione información
acerca de las palabras del oráculo.
Al regresar por el extremo occidental del delta, fundó, en un admirable
paraje natural, la ciudad de Alejandría, que se convirtió en la más
prestigiosa en tiempos helenísticos. Para determinar su emplazamiento
contó con la inspiración de Homero. Solía decir que el poeta se le había
aparecido en sueños para recordarle unos versos de la Ilíada: "En el undoso y resonante Ponto / hay una isla a Egipto contrapuesta / de Faro con el nombre distinguida."
En la isla de Faro y en la costa próxima planeó la ciudad que habría
de ser la capital del helenismo y el punto de encuentro entre Oriente y
Occidente. Como no pudieron delimitar el perímetro urbano con cal,
Alejandro decidió utilizar harina, pero las aves acudieron a comérsela
destruyendo los límites establecidos. Este acontecimiento fue
interpretado como un augurio de que la influencia de Alejandría se
extendería por toda la Tierra.
Alejandro traza los límites de la futura Alejandría
En la primavera de 331 ya hacía tres años que había dejado Macedonia,
con Antípatro como regente; pero ni entonces ni después parece haber
pensado en regresar. Prosiguió su exploración atravesando el Éufrates y
el Tigris, y en la llanura de Gaugamela se enfrentó al último de los
ejércitos de Darío, llevando a su fin, en la batalla de Arbelas, a la
dinastía aqueménida. Las impresionantes tropas persas contaban en esta
ocasión con una aterradora fuerza de choque: elefantes.
Parmenión era partidario de atacar amparados por la oscuridad, pero
Alejandro no quería ocultar al sol sus victorias. Aquella noche durmió
confiado y tranquilo mientras sus hombres se admiraban de su extraña
serenidad. Había madurado un plan genial para evitar las maniobras del
enemigo. Su mejor arma era la rapidez de la caballería, pero también
contaba con la escasa entereza de su contrincante y planeaba descabezar
el ejército a la primera oportunidad. Efectivamente, Darío volvió a
mostrarse débil y huyó ante la proximidad de Alejandro, sufriendo una
nueva e infamante derrota. Todas las capitales se abrieron ante los
griegos. Mientras entraba en Persépolis, Alejandro mandó ocupar casi de
forma simultánea Susa, Babilonia y Ecbatana. En julio de 330, Darío
moría asesinado. Beso, el sátrapa de Bactriana, había ordenado su
ejecución después de derrocarle.
Alejandro Magno y Roxana (1756), de Pietro Rotari
Alejandro sometió entonces las provincias orientales y prosiguió su
marcha hacia el este. Muchas fueron las anécdotas y leyendas que a
partir de entonces fueron acumulándose alrededor de este semidiós que
parecía invencible. La historia da cuenta de que vistió la estola
persa, ropaje extraño a las costumbres griegas, para simbolizar que era
rey tanto de unos como de otros. Sabemos que, movido por la venganza,
mandó quemar la ciudad de Persépolis; que, iracundo, dio muerte con una
lanza a Clito, aquel que le había salvado la vida en Gránico; que
mandó ajusticiar a Calístenes, el filósofo sobrino de Aristóteles, por
haber compuesto versos alusivos a su crueldad, y que se casó con una
princesa persa, Roxana, contraviniendo las expectativas de los griegos.
Alejandro incluso se internó en la India, donde hubo de combatir
contra el noble rey hindú Poros. Como consecuencia de la trágica
batalla, murió su fiel caballo Bucéfalo, en cuyo honor fundó una ciudad
llamada Bucefalia.
El regreso
Pero su ejército, a medida que se iban fundando nuevas Alejandrías a su
paso, fue perdiendo hombres. Éstos se sentían agotados, debilitados,
hasta que en 326, al llegar a Hifasis (el punto más oriental que
llegaría a alcanzar), tuvo que reemprender el camino de regreso tras el
amotinamiento de sus soldados. Durante el regreso, el ejército se
dividió: mientras el general Nearco buscaba la ruta por mar, Alejandro
conducía el grueso de las tropas por el infernal desierto de Gedrosia.
Miles de hombres murieron en el empeño. La sed fue más devastadora que
las lanzas enemigas. Aunque diezmado, el ejército consiguió llegar a su
destino, y con la celebración de las bodas de ochenta generales y diez
mil soldados se dio por terminada la conquista de Oriente.
Ya en Babilonia, no dudó en mandar ejecutar a los macedonios que se le
oponían. Tenía como proyecto la creación de un nuevo ejército formado
por helenos y bárbaros para abortar así las tradiciones de libertad
macedonias. Quería construir una nación mixta, y asumió el ritual
aqueménida mientras buscaba y obtenía el apoyo de familias orientales.
Creía asegurar de esta forma el éxito de sus planes de dominación
universal. A pesar de que prosiguió sus campañas y continuó proyectando
otras nuevas hasta que, en su lecho de muerte, ya no pudo hablar, hubo
un hecho, sin embargo, que desmoronaría todas sus certezas: la muerte
de Hefestión.
Alejandro se había casado con Roxana durante una campaña en Bactra, de
cuya unión nacería póstumamente Alejandro IV, su único hijo. También se
casó con Estatira, en Susa, cuando, llevado por su afán de integración
racial, hizo celebrar varios matrimonios entre sus soldados macedonios
y mujeres orientales. Estatira era la hija mayor de Darío III;
Dripetis, casada también entonces con Hefestión, la menor. Confiaba en
Tolomeo, pariente suyo (quizá su hermanastro) y oficial de su alto
mando. También tenía en Nearco, uno de sus oficiales, un camarada y
amigo desde la infancia. Pero Hefestión había sido más que todos ellos:
su amigo, tal vez su amante, pero sobre todo un hombre inteligente que
compartía sus ideas de estadista; ambos experimentaban una admiración
recíproca.
Las bodas de Susa: Alejandro se casó
con Estatira; Hefestión, con Dripetis
La muerte de Hefestión en octubre de 324, mientras se hallaban en
Ecbatana, le causó un dolor tan hondo que él mismo fue decayendo hasta
su propia muerte, ocurrida pocos meses después. En 325, al volver de la
India, durante su marcha a lo largo del Indo había recibido una
peligrosa herida en el pecho; su regreso por el desierto de Gedrosia en
condiciones extremas volvió a quebrantar su salud. Casi al final del
verano de 324, decidió descansar una temporada y se instaló en el
palacio estival de Ecbatana, acompañado por Roxana y su amigo Hefestión.
Su esposa quedó embarazada. Su amigo enfermó repentinamente y murió.
Alejandro llevó el cuerpo a Babilonia y organizó el funeral de
Hefestión.
Inició de inmediato una nueva campaña explorando las costas de Arabia.
Mientras navegaba por el Bajo Éufrates contrajo una fiebre palúdica que
sería fatal. Antes de morir, en junio de 323, en un todavía imponente
pero ya derruido zigurat de Bel-Marduk, Alejandro, ya menos imponente,
entregó su anillo real a Pérdicas, su lugarteniente desde la muerte de
Hefestión. Alejandro tenía treinta y tres años. A su lado estaba
Roxana. Estatira permanecía en Susa, en el harén del palacio de su
abuela Sisigambis. Tras las murallas que guardaban la ciudad interior,
seguía fluyendo el Éufrates. Aquel mismo día, libre de fabulosas
esperanzas, sin nada que legar a los hombres excepto su mísero tonel,
con casi noventa años, moría también en Corinto su desabrida
contrafigura, el ceñudo filósofo Diógenes el Cínico.
El extraño fenómeno de la no corrupción del cuerpo de Alejandro, más
notable aún con el calor imperante en Babilonia, habría dado pie, en
tiempos cristianos, al creer que se trataba de un milagro, a
santificarlo. En el siglo IV a.C. no existía una tradición semejante que
atrajera la atención de los hagiógrafos. Tal vez la explicación más
acertada es que su muerte clínica ocurrió mucho después de lo que se
creyó entonces.
Alejandro IV, su hijo, y Roxana, su esposa, fueron asesinados por
Casandro cuando el niño tenía trece años, en el 310 a.C. Casandro era
el hijo mayor de Antípatro, regente al partir Alejandro Magno al Asia, y
después de ese asesinato fue rey de Macedonia. Cleopatra, su hermana,
siguió gobernando Molosia durante muchos años después de que el rey
Alejandro muriese. Olimpias, su madre, disputó la regencia de Macedonia
con Antípatro y en el 319 a.C. se alió con Poliperconte, el nuevo
regente; cuando había conseguido el objetivo perseguido durante toda su
vida, fue ejecutada en el 316 a.C. en Pidnia. Tolomeo, oficial de su
alto mando, sería más tarde rey de Egipto, fundador de la dinastía de
los Tolomeos y autor de una Historia de Alejandro.
Las Conquistas de Alejandro
La conquista del Imperio persa por parte de Alejandro fue mucho más que
un simple episodio bélico entre griegos y persas. Ya fuera por la
magnitud de la empresa, ya por su éxito, el mundo antiguo no volvió a
ser igual después de esos diez años de campañas ininterrumpidas de los
macedonios y sus aliados por Oriente. Las razones de Alejandro para
llevar a cabo una campaña de tal envergadura y dificultad nos son
desconocidas. Él mismo arguyó su deseo de vengar las invasiones persas
de más de un siglo antes, aunque no hay duda de que, en parte, existía
la voluntad de unir las heterogéneas ciudades-estado griegas, antes
enfrentadas a Macedonia y entonces bajo su dominio, en una empresa
común que aunase esfuerzos y evitase disidencias. Se trataría de buscar
un enemigo exterior para evitar que se acabase pensando que el
verdadero enemigo era la monarquía macedonia.
Alejandro Magno
Con un ejército compuesto por unos cuarenta mil hombres y el firme
propósito de liberar las ciudades griegas sometidas por los persas,
Alejandro atravesó el Helesponto en la primavera de 334 a.C., iniciando
su marcha contra el Imperio persa y dejando su reino en manos de
Antípatro. Precisamente la composición de su ejército, unida a su
indiscutible talento como estratega y a la hábil elección de hombres
capacitados y de confianza como generales, constituyó la clave de sus
victorias.
Ya en la configuración de su primer ejército se reunía un conjunto
equilibrado de efectivos con armas diferentes. Este conjunto lo
constituían la infantería pesada, integrada por contingentes griegos
enviados por la Liga de Corinto y por mercenarios; la falange macedonia
de armamento pesado, con la característica sarissa (lanza de
unos cinco metros de longitud); la infantería ligera, compuesta por
macedonios, tracios y peonios dotados de jabalina; el cuerpo de
arqueros cretenses; y, ocupando una posición relevante, la caballería
pesada macedonia, principal cuerpo de choque de su ejército, apoyados
por la caballería ligera de tesalios y tracios.
Falange macedonia
Cuando arribó a tierras asiáticas, Alejandro inauguró una serie de
acciones rebosantes de carga simbólica e ideológica, como su visita a
la tumba del mítico Aquiles en Troya. Casi de inmediato se enfrentó a
las tropas persas, que eran superiores en número, junto al río Gránico,
obteniendo una rotunda victoria y enviando a Atenas trescientas
armaduras de los vencidos como ofrenda a la diosa Atenea.
Esta primera victoria no sólo asestaba un duro golpe al Imperio persa,
sino que validaba el poder y las fuerzas de Alejandro y consolidaba su
posición frente a los griegos. Nada podía detener ya su avance hacia
las ciudades griegas de la costa de Asia Menor, que se concretó en la
toma de Sardes y Éfeso, y en una fácil neutralización de la resistencia
ofrecida por Mileto y Halicarnaso, animada por el rodio Memnón, aliado
de los persas. Ante estas ciudades se presentó como libertador,
instaurando sistemas pretendidamente democráticos, si bien bajo su
control.
En su marcha hacia el interior, por Licia y Panfilia, llegó a Gordión
en Frigia, donde se hallaba el célebre nudo que, según la leyenda,
otorgaría el dominio de Asia a aquel que fuera capaz de deshacerlo.
Alejandro lo resolvió cortándolo con un golpe de espada, incorporando
otro acto repleto de simbolismo a sus acciones de confirmación y alarde
de su poder y de legitimación de sus ambiciones. A través de Capadocia
dirigió su ejército hacia Siria, alcanzando en la región de Cilicia la
ciudad de Tarso, donde se vio retenido por una grave enfermedad. Pero
apenas se hubo restablecido continuó con la conquista de las ciudades
próximas, como Solos y Malos.
Siria, Palestina y Egipto
Encaminándose hacia el norte de Siria, en el otoño del año 333 a.C.
llegó a enfrentarse con el propio rey aqueménida, Darío III, en Issos.
En esta batalla infligió una nueva derrota a las tropas persas,
obligando al gran rey a retirarse más allá del Éufrates y quedando a su
merced el campamento en el que se encontraba la familia real: la
esposa, los hijos y la madre de Darío.
Las conquistas de Alejandro Magno
Comenzó así una nueva etapa en la que consolidó su control en Asia
Menor (en cuyas costas sucumbieron los últimos focos de resistencia
persa), mientras las islas del Egeo eran liberadas por la flota
macedonia, y abrió nuevas posibilidades de conquista en la región
siriopalestina, cerrando las salidas al mar del Imperio persa. Al mismo
tiempo lograba acallar las voces de determinados sectores griegos que
aún se alzaban en su contra.
Las ciudades fenicias de la costa, desde Arados a Sidón, se entregaron
sin presentar oposición alguna ante el irrefrenable avance del
macedonio. Simultáneamente, Alejandro rehusaba las ventajosas
propuestas de Darío III, que le ofrecía los territorios asiáticos al
otro lado del Éufrates, así como una de sus hijas en matrimonio y diez
mil talentos, a cambio de la paz y de la liberación de su familia
(cuyos integrantes sí que restituyó al rey persa). Empeñado en su
campaña de conquista, llegó ante las puertas de la ciudad de Tiro, cuya
larga resistencia se reveló inútil, siendo castigada su población de
forma ejemplar, al igual que la de Gaza. En el invierno del año 332
a.C. había culminado ya la conquista de Palestina y se dirigía hacia
Egipto.
El asedio de Tiro
Ante la población egipcia, Alejandro se convirtió en el auténtico
artífice de su liberación del yugo aqueménida; por ello, al alcanzar el
delta del Nilo, no encontró demasiadas dificultades para vencer al
sátrapa persa, aislado y sin el apoyo del pueblo egipcio. A su llegada a
Menfis fue aclamado como libertador e investido con el poder y la
corona del faraón. Precisamente, una de sus primeras medidas fue la
fundación de una ciudad en el delta del Nilo, a la que dio su propio
nombre, Alejandría. Después se dirigió a través del desierto hasta el
santuario oracular de Amón, en el oasis de Siwa, donde fue proclamado
por los sacerdotes como "hijo de Amón", dios ya identificado con Zeus
por los griegos. Con ello consolidaba su propia ascendencia divina,
como descendiente de la dinastía argéada, que se remontaba a Heracles
y, por ende, al propio Zeus.
Mesopotamia, Persia y Media
Alejandro no se demoró mucho tiempo en Egipto, sino que retrocedió
sobre sus pasos para llegar a las costas fenicias, desde donde partió
hacia Mesopotamia en el verano del año 331 a.C. Habiendo dejado atrás
el río Éufrates y después de atravesar el Tigris, se encontró en
Gaugamela con el ejército de Darío, quien había renovado sin éxito su
propuesta de paz. La victoria en esta batalla resultó decisiva, pues la
retirada desordenada de los persas y la huida del rey dejaron
indefensos muchos de los centros vitales del Imperio persa. Babilonia
fue fácilmente sometida y Alejandro se apoderó del magnífico tesoro
real; en Persia sucumbieron una tras otra las ciudades de Susa,
Persépolis (donde incendió el palacio real) y Pasargada.
La batalla de Gaugamela
(óleo de Jan Brueghel el Viejo)
Los continuos éxitos de Alejandro se vieron transitoriamente
ensombrecidos por la sublevación de Esparta, secundada por otras
ciudades antimacedonias, que fue finalmente reprimida por Antípatro. En
la primavera del año 330 a.C., Alejandro reemprendió la marcha en pos
de Darío hacia Media. Al llegar a Ecbatana, el persa se había
escabullido de nuevo, refugiándose en Bactriana. Antes de reanudar la
persecución, Alejandro decidió reorganizar sus tropas, relevando a los
efectivos griegos (recompensados con magnanimidad) y encomendando al
macedonio Harpalo la custodia de las ingentes riquezas obtenidas en los
botines.
En su enconado acoso al rey persa se adentró en la región del nordeste,
atravesando las Puertas Caspias. Entre tanto, Darío había sido
derrocado por Beso, el sátrapa de Bactriana, quien ante el avance de
Alejandro ordenó dar muerte a Darío, proclamándose soberano él mismo
con el nombre de Artajerjes. Habida cuenta de la inesperada forma en
que se habían precipitado los acontecimientos y se había transformado
la situación en ese verano del año 330 a.C., no resulta extraño que
Alejandro se hiciera cargo de los restos de su difunto enemigo,
ordenando su sepultura en la tumba real de Persépolis. Con este
aparente gesto de benevolencia subrayaba en realidad su condición de
legítimo sucesor de Darío III. Como tal, debía acabar con el usurpador
del trono y conquistar los territorios orientales del Imperio persa.
De Partia a la India
En la región sudoriental del mar Caspio y en el área irania fueron
sometidos diversos pueblos, así como los territorios de Partia. Marchó
entonces Alejandro hacia Oriente, conquistando sucesivamente Aria,
Drangiana y Aracosia, donde se detuvo en la primavera del año 329 a.C.
antes de atravesar el Paropámiso y la cordillera del Hindu Kush. Sin que
las imponentes alturas supusieran un obstáculo, llegó a Bactriana, el
refugio del usurpador, que, sin embargo, se había dado a la fuga.
Siguiéndole con tenaz empeño por el territorio de Sogdiana, Beso fue
finalmente capturado y ejecutado.
Infatigable en su afán de conquista, Alejandro continuó con su ejército
en Sogdiana, tomando la capital, Maracanda (Samarcanda). Una revuelta
surgida en esta ciudad, encabezada por Espitámenes, fue sofocada con
prontitud, con la consiguiente muerte del insurrecto. Se alcanzaba así
el límite del Imperio persa en el río Yaxartes. Sin embargo, la
búsqueda de un confín natural explica su posterior campaña en la India,
en la región del río Indo, concretamente en la conocida como de los
"cinco ríos" (Punjab).
Relieve del sarcófago de Alejandro Magno
En la primavera del año 326 a.C., llegó a las riberas del Indo,
granjeándose pronto el apoyo del rey Taxiles y de otros príncipes de la
región del río Hidaspes, incluso en su enfrentamiento con el rey Poros,
que dominaba la región que quedaba comprendida entre el Hidaspes y el
río Acesines. Finalmente alcanzó el río Hifasis, el más oriental de
todos, obteniendo de esta forma la sumisión de la región. Disuadido,
ante la negativa del ejército, de seguir avanzando hacia el este, y tras
convertir este curso fluvial en el límite oriental del imperio,
emprendió el regreso.
En la región del Hidaspes, donde se detuvo el ejército en el invierno
de 325 a.C. para construir una flota, se produjo el enfrentamiento con
los malios, en el que Alejandro resultó gravemente herido por una
flecha. En el verano del mismo año se emprendió el retorno, dividiendo
el ejército con el fin de seguir un doble itinerario, uno por tierra, a
lo largo de la costa y bajo el mando de Alejandro, y otro por mar, con
la flota construida para la expedición a través del océano Índico y
del golfo Pérsico, dirigido por Nearco.
En el itinerario seguido por Alejandro, destaca su enconado empeño de
atravesar el desierto de Gedrosia (Beluchistán), emulando al propio
Ciro, pero con un elevado coste en vidas entre las filas de su
ejército. En la primavera del año 324 a.C. llegaba a Susa, dirigiéndose
durante el verano a la ciudad de Opis y llegando en el invierno del
mismo año, por fin, a Babilonia, convertida en capital de su efímero
imperio. Desde allí se afanaba en sus planes para preparar una amplia
expedición de conquista a Arabia, que quedó truncada por su prematura
muerte el 13 de junio del año 323 a.C., provocada por la fiebre, acaso
originada por anteriores y crónicas afecciones nunca curadas.
El Imperio de Alejandro
La organización del imperio
Las ininterrumpidas conquistas de Alejandro supusieron la anexión de un
vasto e inmenso ámbito territorial que conformaba un imperio
universal. La organización administrativa de los nuevos territorios fue
asumida por Alejandro desde sus primeras victorias, con una política
plural, divergente y compleja, merced a la propia heterogeneidad de las
condiciones y circunstancias en las que se encontraban los pueblos y
ámbitos incluidos en sus dominios.
Así, otorgó el mando civil y militar de las diferentes regiones de
Anatolia y Siria a jefes militares macedonios, a excepción de Caria,
cuyo gobierno civil confió a Ada, hermana de Mausolo. En cambio, en el
corazón del Imperio persa, en el ámbito mesopotámico e iranio, actuaba
deliberadamente como sucesor del gran rey aqueménida, manteniendo la
circunscripción administrativa de las satrapías y confiando los cargos
de sátrapas tanto a macedonios como a leales súbditos persas.
Alejandro Magno
Paralelamente, en los territorios de la India organizó los pequeños
reinos existentes como reinos vasallos, conservando en el trono a los
príncipes locales que acataron la sumisión a la autoridad suprema del
rey macedonio. En todo caso, la salvaguarda de estos territorios
quedaba garantizada por las guarniciones, siempre bajo el mando de
macedonios, situadas en puntos estratégicos y diseminadas por todo el
imperio.
Esta hábil política permitió la administración del imperio con relativa
facilidad, pues una estructura más homogénea habría tropezado con
enormes dificultades, irresolubles en esas circunstancias y en tan corto
lapso de tiempo. No obstante, sí que introdujo novedades en su
política económica, al establecer una administración financiera y
tributaria ajena a las satrapías, que englobaba amplias regiones bajo
el control de hombres de confianza. En buena medida, consiguió
articular la administración territorial sin hacer coincidir el gobierno
político y el poder económico, evitando de esta forma la excesiva
acumulación de poderes en las mismas manos.
Con respecto a las ciudades griegas, como en sus primeras iniciativas,
adoptó un criterio de continuidad de la política inaugurada por su
padre. Imbuido por la cultura griega de la ciudad, respetó la autonomía
de las polis, si bien limitando su potestad con su propia
hegemonía. Sin duda, Alejandro supo instrumentalizar la idea
panhelénica y el interés común de acabar con la amenaza persa, pero
cuando fueron necesarios otros medios de persuasión para silenciar y
aplacar los movimientos antimacedonios en su contra, no dudó, como en
Tebas, en emplear la fuerza y la represión ejemplar, o bien en cambiar
sistemas y facciones políticas ciudadanas que mostraban resistencia.
Él mismo pretendió propagar el modelo de ciudad griega en el ámbito
oriental, al jalonar el itinerario de sus conquistas con la fundación de
ciudades, a las que solía designar con su propio nombre, proliferando
por doquier las "Alejandrías". Además de la ciudad del delta del Nilo,
fundó, entre otras, la Alejandría de Aria, la de Aracosia, la de
Bactra, la de Alejandría Eschata ("la extrema"), la Alejandría Nikaia
("de la Victoria") y la Alejandría Bucéfala o Bucefalia (en recuerdo de
su caballo, Bucéfalo). Esta política de establecimiento de ciudades y
de colonos greco-macedonios, además de servir como estrategia de
defensa y de control de rutas comerciales, constituyó la avanzadilla de
su proyecto de helenización del imperio, siendo imitada en época
helenística, aunque con una repercusión restringida.
Política interna
No obstante, surgieron algunos problemas que amenazaban con quebrar la
unidad y la estabilidad. A las sublevaciones en los territorios
recientemente conquistados de algunos sátrapas persas de Media, Persia y
Carmania se sumó un problema aún más grave: la oposición surgida en el
seno de los propios macedonios, motivada en parte, al parecer, por la
adopción de Alejandro del ceremonial persa con el que los súbditos
agasajaban a sus soberanos, que incluía la prosternación (la proskynesis).
Los primeros problemas que tuvieron lugar en el entorno de Alejandro
parecieron confirmarse en el año 330 a.C., cuando Filotas, su amigo de
infancia, comandante de la caballería e hijo de Parmenión, fue acusado
de traición y ejecutado, al parecer, por silenciar una conjura contra
Alejandro. La condena alcanzó al propio Parmenión, que había permanecido
con parte del ejército en Ecbatana, ante los recelos del macedonio.
Algo después, en el año 328 a.C., llevado de un ataque de ira, él mismo
asesinó a su amigo Clito, que había manifestado abiertamente su
disconformidad con algunos aspectos del comportamiento de Alejandro.
Otras conjuras y movimientos de oposición fueron acallados con idéntica
violencia y determinación.
Muerte de Clito
De regreso de sus campañas de conquista, este clima cargado de
problemas latentes explica acaso su supuesta política de fusión. Así,
el matrimonio múltiple celebrado en Susa en el año 324 a.C. parecía
propiciar una política de integración basada en las uniones mixtas: él
mismo y unos ochenta generales y oficiales de su ejército contrajeron
matrimonio con princesas y nobles iranias. Alejandro (cultivando la
poligamia, habitual en la dinastía macedonia), después de tomar como
esposa a la princesa bactriana Roxana, se unía ahora con Estatira, hija
de Darío III. Con todo, el pretendido deseo de fusión entre griegos y
orientales y de concordia universal no fue más que un acto simbólico,
que servía a los propios intereses de Alejandro, en su afán por
consolidar su condición de legítimo sucesor de Darío y de asumir rasgos
emblemáticos, al emparentarse con la propia familia aqueménida. Servía
también a sus fines políticos en otra dimensión, al constituir un gesto
simbólico de amistad con las aristocracias iranias.
En la misma línea se explica su decisión de incluir treinta mil jóvenes
nobles persas en su ejército. Con esta medida lograba varios fines:
por un lado, reforzaba los efectivos militares de su ejército; por
otro, al dispensar este honor afianzaba su relación con las élites
persas. Y, sobre todo, lograba mermar el poder de coacción de los
macedonios, al no ser ya indispensable el apoyo de su ejército. Pronto
se pudo comprobar su efectividad en Opis, cuando el rechazo provocado
por su decisión entre los macedonios llevó el ejército al
amotinamiento. La presencia de las tropas persas y, según las fuentes,
la elocuencia de su discurso, acabaron con la sublevación, saldada con
el ajusticiamiento de los líderes de la rebelión y el licenciamiento de
diez mil veteranos, cansados de una década de continuas campañas. Su
viaje de regreso a Macedonia, bajo el mando de Crátero, coincidió con
la muerte de Alejandro, sirviendo para reducir los nuevos focos de
sublevación que había entre los griegos.
En la práctica, la fusión y el mestizaje nunca se produjeron a gran
escala, pues era habitual la coexistencia paralela de las comunidades
greco-macedónicas e indígenas. La política de Alejandro, en este
sentido, si bien provocaba ciertos descontentos y hostilidades entre
los macedonios, le permitía granjearse la amistad y el respaldo de las
poblaciones orientales, especialmente de sus élites, y reforzaba su
poder al neutralizar las disensiones existentes entre los suyos.
El rey universal
Buena parte de sus iniciativas parecían orientarse en la misma
dirección: modelar la idea y la imagen del "rey universal" que extiende
su dominio sobre la ecúmene. Aspiraba así a una nueva forma de poder,
con un marcado carácter autocrático, abandonando incluso el título de
"Rey de los macedonios", que fue sustituido por el de "el Rey
Alejandro", con nuevas connotaciones ideológicas en la imprecisión del
título. Con el mismo fin asumió elementos propios del despotismo
oriental en virtud de su sucesión al trono aqueménida, exhibiendo un
fuerte personalismo no exento de conexiones divinas. Al incorporar
rasgos de la realeza oriental, se convirtió en depositario del derecho
divino de las soberanías egipcia o persa que, sumado a las
elaboraciones de su ascendencia divina, le atribuían una aureola
deífica; todo ello al margen de las especulaciones sobre la exigencia
de Alejandro de recibir honores divinos de las ciudades griegas, que en
determinados casos no le fueron denegados.
El legado de Alejandro
La muerte de Alejandro Magno truncó las grandes expectativas
desplegadas por sus conquistas y su poder. Alejandro legaba un imperio
universal, pero la ausencia de un líder indiscutible generó un vacío en
el que de inmediato se abrieron fisuras; pronto se manifestaron la
discordia y las ambiciones contrapuestas entre sus compañeros y
generales.
La sucesión parecía garantizada por el nacimiento de su hijo varón,
Alejandro IV, fruto de su unión con Roxana, acordándose entonces la
regencia de Arrideo, el hermanastro del propio Alejandro (según las
fuentes, con evidentes indicios de deficiencia mental). Sin embargo, la
rivalidad entre los denominados diádocos (generales de Alejandro) se
agudizó, al dividirse entre ellos los poderes y las áreas de control,
surgiendo los enfrentamientos armados alentados por las ambiciones
personales y dando al traste con la idea de la unión del imperio. El
legítimo heredero, Alejandro IV, fue asesinado en 310 a.C. junto a su
madre, por orden del regente Casandro.
Alejandro en el Templo de Jerusalén, de Santiago Conca
Con todo, y a pesar de la tendencia disgregadora, los vastos
territorios conquistados por Alejandro se conservaron, convertidos en
estados helenísticos. Ello puso de manifiesto otro de los legados del
macedonio: la propia institución de la monarquía, que acabarían
asumiendo los diádocos, lo que implicaba la instauración de dinastías
de origen macedonio dentro de los reinos helenísticos.
Por otra parte, la excepcionalidad de los logros de Alejandro, su
carismática personalidad y su prematura muerte dieron alas al mito de
aquel que en vida se había convertido en un héroe. Divinizado a su
muerte, recibía culto en su tumba de Alejandría, prestándose su imagen
sobrehumana a todo tipo de leyendas que se fueron transmitiendo de
generación en generación.
Convertido en arquetipo, su mito se desarrolló en múltiples relatos
que, a partir de sus hazañas, se veían plagados de anécdotas y
aventuras fantasiosas, tomando forma de epopeyas y fábulas que llegaron
a gozar de una extraordinaria popularidad. Su imagen idealizada
adquirió nuevos matices, en ocasiones contradictorios, enriqueciendo y
alimentando el mito, que llegó a proyectarse con un éxito
extraordinario no sólo durante la Antigüedad, sino también en la Edad
Media y en la posteridad. No en vano algunos pobladores de las montañas
afganas remontan aún hoy su ascendencia a Alejandro.