Biografía de Victoria I de Inglaterra | Reina de Inglaterra que ascendió al trono a los dieciocho años
Bajo su largo reinado, que dio nombre a la era victoriana, Gran Bretaña se convirtió en una gran potencia económica y colonial.
La reina Victoria de Inglaterra ascendió
al trono a los dieciocho años y se mantuvo en él más tiempo que ningún
otro soberano de Europa. Durante su reinado, Francia conoció dos
dinastías regias y una república, España tres monarcas e Italia cuatro.
En este dilatado período, que precisamente se conoce como "era
victoriana", Inglaterra se convirtió en un país industrial y en una
potencia de primer orden, orgullosa de su capacidad para crear riqueza y
destacar en un mundo cada vez más dependiente de los avances
científicos y técnicos. En el terreno político, la ausencia de
revoluciones internas, el arraigado parlamentarismo inglés, el
nacimiento y consolidación de una clase media y la expansión colonial
fueron rasgos esenciales del victorianismo; en lo social, sus
fundamentos se asentaron en el equilibrio y el compromiso entre clases,
caracterizados por un marcado conservadurismo, el respeto por la
etiqueta y una rígida moral de corte cristiano. Todo ello protegido y
fomentado por la figura majestuosa e impresionante, al mismo tiempo
maternal y vigorosa, de la reina Victoria, verdadera protagonista e
inspiradora de todo el siglo XIX europeo.
Victoria I de Inglaterra
La que llegaría a ser soberana de Gran
Bretaña e Irlanda y emperatriz de la India nació el 24 de mayo de 1819,
fruto de la unión de Eduardo, duque de Kent, hijo del rey Jorge III, con
la princesa María Luisa de Sajonia-Coburgo, descendiente de una de las
más antiguas y vastas familias europeas. No es de extrañar, por lo
tanto, que muchos años después Victoria no encontrase grandes
diferencias entre sus relaciones personales con los distintos monarcas y
las de Gran Bretaña con las naciones extranjeras, pues desde su
nacimiento estuvo emparentada con las casas reales de Alemania, Rumania,
Suecia, Dinamarca, Noruega y Bélgica, lo que la llevó muchas veces a
considerar las coronas de Europa como simples fincas de familia y las
disputas internacionales como meras desavenencias domésticas.
La niña, cuyo nombre completo era
Alejandrina Victoria, perdió a su padre cuando sólo contaba un año de
edad y fue educada bajo la atenta mirada de su madre, revelando muy
pronto un carácter afectuoso y sensible, a la par que despabilado y poco
proclive a dejarse dominar por cualquiera. El vacío paternal fue
ampliamente suplido por el enérgico temperamento de la madre, cuya
vigilancia sobre la pequeña era tan tiránica que, al alborear la
adolescencia, Victoria todavía no había podido dar un paso en el palacio
ni en los contados actos públicos sin la compañía de ayas e
institutrices o de su misma progenitora. Pero como más tarde haría
patente en sus relaciones con los ministros del reino, Victoria
resultaba indomable si primero no se conquistaba su cariño y se ganaba
su respeto.
Victoria a los cuatro años (cuadro
de Stephen Poyntz Denning)
Muerto su abuelo Jorge III el mismo año que
su padre, no tardó en ser evidente que Victoria estaba destinada a
ocupar el trono de su país, pues ninguno de los restantes hijos varones
del rey tenía descendencia. Cuando se informó a la princesa a este
respecto, mostrándole un árbol genealógico de los soberanos ingleses que
terminaba con su propio nombre, Victoria permaneció callada un buen
rato y después exclamó: "Seré una buena reina". Apenas contaba diez años
y ya mostraba una presencia de ánimo y una resolución que serían
cualidades destacables a lo largo de toda su vida.
Jorge IV y Guillermo IV, tíos de Victoria,
ocuparon el trono entre 1820 y 1837. Horas después del fallecimiento de
éste último, el arzobispo de Canterbury se arrodillaba ante la joven
Victoria para comunicarle oficialmente que ya era reina de Inglaterra.
Ese día, la muchacha escribió en su diario: "Ya que la Providencia ha
querido colocarme en este puesto, haré todo lo posible para cumplir mi
obligación con mi país. Soy muy joven y quizás en muchas cosas me falte
experiencia, aunque no en todas; pero estoy segura de que no hay
demasiadas personas con la buena voluntad y el firme deseo de hacer las
cosas bien que yo tengo". La solemne ceremonia de su coronación tuvo
lugar en la abadía de Westminster el 28 de junio de 1838.
Una reina de dieciocho años
La tirantez de las relaciones de Victoria
con su madre, que aumentaría con su llegada al trono, se puso ya de
manifiesto en su primer acto de gobierno, que sorprendió a los
encopetados miembros del consejo: les preguntó si, como reina, podía
hacer lo que le viniese en real gana. Por considerarla demasiado joven e
inexperta para calibrar los mecanismos constitucionales, le
respondieron que sí. Ella, con un delicioso mohín juvenil, ordenó a su
madre que la dejase sola una hora y se encerró en su habitación. A la
salida volvió a dar otra orden: que desalojaran inmediatamente de su
alcoba el lecho de la absorbente duquesa, pues en adelante quería dormir
sin compartirlo. Las quejas, las maniobras y hasta la velada ruptura de
la madre nada pudieron hacer: su imperio había terminado y su
voluntariosa y autoritaria hija iba a imponer el suyo. Y no sólo en la
intimidad; también daría un sello inconfundible a toda una época, la que
se ha denominado justamente con su nombre.
Victoria recibiendo de Lord Conyngham y del Arzobispo
de Canterbury la noticia de su ascensión al trono
La sangre alemana de la joven reina no
provenía únicamente de la línea materna, con su ascendencia más remota
en un linaje medieval; había entrado con la entronización de la misma
dinastía, los Hannover, que fueron llamados en 1714 desde el principado
homónimo en el norte de Alemania para coronar el edificio constitucional
que había erigido en el siglo XVIII la Revolución inglesa. Sus
soberanos dejaron, en general, un recuerdo borrascoso por sus
comportamientos públicos y privados y los feroces castigos infligidos a
quienes se atrevían a criticarlos, pero presidieron la rápida ascensión
de Gran Bretaña hacia la hegemonía europea.
Una pálida excepción la procuró Jorge III,
de larga y desgraciada vida (su reinado duró casi tanto como el de
Victoria), a causa de sus periódicas crisis de locura. Fue, sin embargo,
respetado por sus súbditos, en razón de esa desgracia y de sus
irreprochables virtudes domésticas. La mayoría de sus seis hijos no
participaron de esta ejemplaridad y el heredero, Jorge IV, dañó
especialmente con sus escándalos el prestigio de la monarquía, que sólo
pudo reparar en parte su sucesor, Guillermo IV.
Al fallecer el rey Guillermo IV el 20 de
junio de 1837 y convertirse en su sucesora al trono, Victoria tenía ante
sí una larga tarea. Los celosos cuidados de la madre habían procurado
sustraerla por completo a las influencias perniciosas de los tíos y del
ambiente disoluto de la corte, regulando su instrucción según austeras
pautas, imbuidas de un severo anglicanismo. Su educación intelectual fue
algo precaria, pues parecía rebuscado pensar que la muerte de otros
herederos directos y la falta de descendencia de Jorge IV y de Guillermo
IV le abrirían el paso a la sucesión. Pero ello no impediría que la
reina desempeñara un papel fundamental en el resurgimiento de un
indiscutible sentimiento monárquico al aproximar la corona al pueblo,
borrando el recuerdo de sus antecesores hasta afianzar sólidamente la
institución en la psicología colectiva de sus súbditos. No fue tarea
fácil. Sus hombres de estado tuvieron que gastar largas horas en
enseñarle a deslindar el ámbito regio en las prácticas constitucionales,
y procuraron recortar la influencia de personajes dudosos de la corte,
como el barón de Stockmar, médico, o la baronesa de Lehzen, una antigua
institutriz. Los mayores roces se producirían con sus injerencias en la
política exterior, y particularmente en las procelosas cuestiones de
Alemania, cuando bajo la égida de Prusia y de Bismarck surgió allí el
gran rival de Gran Bretaña, el imperio germano.
La reina Victoria en 1843
(retrato de Franz Xavier Winterhalter)
En el momento de la coronación, la escena
política inglesa estaba dominada por William Lamb, vizconde de
Melbourne, que ocupaba el cargo de primer ministro desde 1835. Lord
Melbourne era un hombre rico, brillante y dotado de una inteligencia
superior y de un temperamento sensible y afable, cualidades que
fascinaron a la nueva reina. Victoria, joven, feliz y despreocupada
durante los primeros meses de su reinado, empezó a depender
completamente de aquel excelente caballero, en cuyas manos podía dejar
los asuntos de estado con absoluta confianza. Y puesto que lord
Melbourne era jefe del partido whig (liberal), ella se rodeó de damas que compartían las ideas liberales y expresó su deseo de no ver jamás a un tory (conservador), pues los enemigos políticos de su estimado lord habían pasado a ser automáticamente sus enemigos.
Tal era la situación cuando se produjeron en la Cámara de los Comunes diversas votaciones en las que el gabinete whig de lord Melbourne no consiguió alcanzar la mayoría. El primer ministro decidió dimitir y los tories,
encabezados por Robert Peel, se dispusieron a formar gobierno. Fue
entonces cuando Victoria, obsesionada con la terrible idea de separarse
de lord Melbourne y verse obligada a sustituirlo por Robert Peel, cuyos
modales consideraba detestables, sacó a relucir su genio y su
testarudez, disimulados hasta entonces: su negativa a aceptar el relevo
fue tan rotunda que la crisis hubo de resolverse mediante una serie de
negociaciones y pactos que restituyeron en su cargo al primer ministro whig.
Lord Melbourne regresó al lado de la reina y con él volvió la
felicidad, pero pronto iba a ser desplazado por una nueva influencia.
El príncipe Alberto
El 10 de febrero de 1840 la reina Victoria
contrajo matrimonio. Se trataba de una unión prevista desde muchos años
antes y determinada por los intereses políticos de Inglaterra. El
príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, alemán y primo de Victoria,
era uno de los escasísimos hombres jóvenes que la adolescente soberana
había tratado en su vida y sin duda el primero con el que se le permitió
conversar a solas. Cuando se convirtió en su esposo, ni la
predeterminación ni el miedo al cambio que suponía la boda impidieron
que naciese en ella un sentimiento de auténtica veneración hacia aquel
hombre no sólo apuesto, exquisito y atento, sino también dotado de una
fina inteligencia política.
El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha
(retrato de Franz Xavier Winterhalter, 1846)
Alberto tampoco dejó de tener sus
dificultades al principio. Por un lado, tardó en acostumbrarse al puesto
que le había trazado de antemano el parlamento, el de príncipe
consorte, un status que adquirió a partir de él (en Gran Bretaña y en
Europa) sus específicas dimensiones. Por otro lado, tardó aún más en
hacerse perdonar una cierta inadaptación a los modos y maneras de la
aristocracia inglesa, al soslayar su innata timidez con el clásico
recurso del envaramiento oficial y la altivez de trato. Pero con el
tacto y perseverancia del príncipe, y la viveza natural y el sentido
común de Victoria, la real pareja despejó en una misma voluntad todos
los obstáculos y se granjeó un universal respeto con sus iniciativas.
Fue el suyo un amor feliz, plácido y hogareño, del que nacieron cuatro
hijos y cinco hijas; ellos y sus respectivos descendientes coparon la
mayor parte de las cortes reales e imperiales del continente, poniendo
una brillante rúbrica a la hegemonía de Gran Bretaña en el orbe, vigente
hasta la Primera Guerra Mundial. Llegó el día en que Victoria fue
designada «la abuela de Europa».
Alberto fue para Victoria un marido
perfecto y sustituyó a lord Melbourne en el papel de consejero,
protector y factótum en el ámbito de la política. Y ejerció su misión
con tanto acierto que la soberana, aún inexperta y necesitada de ese
apoyo, no experimentó pánico alguno cuando en 1841 el antaño aborrecido
Peel reemplazó por fin a Melbourne al frente del gabinete. A partir de
ese momento, Victoria descubrió que los políticos tories no sólo no eran monstruos terribles, sino que, por su conservadurismo, se hallaban mucho más cerca que los whigs
de su talante y sus creencias. En adelante, tanto ella como su marido
mostraron una acusada predilección por los conservadores, siendo
frecuentes sus polémicas con los gabinetes liberales encabezados por
lord Russell y lord Palmerston.
La reina Victoria y el príncipe en el castillo de Windsor
La habilidad política del príncipe Alberto y
el escrupuloso respeto observado por la reina hacia los mecanismos
parlamentarios, contrariando en muchas ocasiones sus propias
preferencias, contribuyeron en gran medida a restaurar el prestigio de
la corona, gravemente menoscabado desde los últimos años de Jorge III a
causa de la manifiesta incompetencia de los soberanos. Con el
nacimiento, en noviembre de 1841, del príncipe de Gales, que sucedería a
Victoria más de medio siglo después con el nombre de Eduardo VII, la
cuestión sucesoria quedó resuelta. Puede afirmarse, por lo tanto, que en
1851, cuando la reina inauguró en Londres la primera Gran Exposición
Internacional, la gloria y el poder de Inglaterra se encontraban en su
momento culminante. Es de señalar que Alberto era el organizador del
evento; no hay duda de que había pasado a ser el verdadero rey en la
sombra.
El esplendor de la viudez
A lo largo de los años siguientes, Alberto
continuó ocupándose incansablemente de los difíciles asuntos de gobierno
y de las altas cuestiones de Estado. Pero su energía y su salud
comenzaron a resentirse a partir de 1856, un año antes de que la reina
le otorgase el título de príncipe consorte con objeto de que a su marido
le fueran reconocidos plenamente sus derechos como ciudadano inglés,
pues no hay que olvidar su origen extranjero. Fue en 1861 cuando
Victoria atravesó el más trágico período de su vida: en marzo fallecía
su madre, la duquesa de Kent, y el 14 de diciembre expiraba su amado
esposo, el hombre que había sido su guía y soportado con ella el peso de
la corona.
Como en otras ocasiones, y a pesar del
dolor que experimentaba, la soberana reaccionó con una entereza
extraordinaria y decidió que la mejor manera de rendir homenaje al
príncipe desaparecido era hacer suyo el objetivo central que había
animado a su marido: trabajar sin descanso al servicio del país. La
pequeña y gruesa figura de la reina se cubrió en lo sucesivo con una
vestimenta de luto y permaneció eternamente fiel al recuerdo de Alberto,
evocándolo siempre en las conversaciones y episodios diarios más
baladíes, mientras acababa de consumar la indisoluble unión de
monarquía, pueblo y estado.
La familia real británica en 1880
Desde ese instante hasta su muerte,
Victoria nunca dejó de dar muestras de su férrea voluntad y de su enorme
capacidad para dirigir con aparente facilidad los destinos de
Inglaterra. Mientras en la palestra política dos nuevos protagonistas,
el liberal Gladstone y el conservador Disraeli, daban comienzo a un
nuevo acto en la historia del parlamentarismo inglés, la reina alcanzaba
desde su privilegiada posición una notoria celebridad internacional y
un ascendiente sobre su pueblo del que no había gozado ninguno de sus
predecesores. En un supremo éxito, logró también que una aristocracia
proverbialmente licenciosa se fuera impregnando de los valores morales
de la burguesía, a medida que ésta llevaba a su apogeo la revolución
industrial y cercenaba las competencias del último reducto nobiliario,
la Cámara de los Lores. Ella misma extremó las pautas más rígidas de esa
moral y le imprimió ese sello personal algo pacato y estrecho de miras,
que no en balde se ha denominado victoriano.
El único paréntesis en este estado de
viudez permanente lo trajeron los gobiernos de Disraeli, el político que
mejor supo penetrar en el carácter de la reina, alegrarla y halagarla, y
desviarla definitivamente de su antigua predilección por los whigs.
También la convirtió en símbolo de la unidad imperial al coronarla en
1877 emperatriz de la India, después de dominar allí la gran rebelión
nacional y religiosa de los cipayos. La hábil política de Disraeli puso
asimismo el broche a la formidable expansión colonial (el imperio inglés
llegó a comprender hasta el 24 % de todas las tierras emergidas y 450
millones de habitantes, regido por los 37 millones de la metrópoli) con
la adquisición y control del canal de Suez. Londres pasó a ser así,
durante mucho tiempo, el primer centro financiero y de intercambio
mundial. Un sinfín de guerras coloniales llevó la presencia británica
hasta los últimos confines de Asia, África y Oceanía.
La reina Victoria en 1897, durante las ceremonias
que conmemoraron el 60º aniversario de su coronación
Durante las últimas tres décadas de su
reinado, Victoria llegó a ser un mito viviente y la referencia obligada
de toda actividad política en la escena mundial. Su imagen pequeña y
robusta, dotada a pesar de todo de una majestad extraordinaria, fue
objeto de reverencia dentro y fuera de Gran Bretaña. Su apabullante
sentido común, la tranquila seguridad con que acompañaba todas sus
decisiones y su íntima identificación con los deseos y preocupaciones de
la clase media consiguieron que la sombra protectora de la llamada
Viuda de Windsor se proyectase sobre toda una época e impregnase de
victorianismo la segunda mitad del siglo.
Su vida se extinguió lentamente, con la
misma cadencia reposada con que transcurrieron los años de su viudez.
Cuando se hizo pública su muerte, acaecida el 22 de enero de 1901,
pareció como si estuviera a punto de producirse un espantoso cataclismo
de la naturaleza. La inmensa mayoría de sus súbditos no recordaba un día
en que Victoria no hubiese sido su reina.
Cronología de Victoria I de Inglaterra
1819 | Nace en el palacio de Kensington, en Londres, el 24 de mayo. |
1920 | Fallece su padre. |
1837 | Muere el rey Guillermo IV. |
1838 | Es coronada reina en la abadía de Westminster el 28 de junio. |
1838-41 | Apoya al primer ministro lord Melbourne y muestra su inclinación por los liberales. |
1840 | Contrae matrimonio con su primo Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, con el que tendría cuatro hijos y cinco hijas. |
1841 | Nace su hijo Eduardo, que la sucedería en el trono como Eduardo VII. Bajo la influencia de su marido, se inclina por los conservadores, pero manteniendo la debida neutralidad. |
1850 | Se consolida el bipartidismo parlamentario, con alternancia pacífica entre conservadores (tories) y liberales (whigs). |
1851 | Inaugura en Londres la primera Gran Exposición Internacional. |
1856 | Alberto es nombrado príncipe consorte. |
1861 | Fallecen su madre, la duquesa de Kent, y su marido Alberto. |
1867 | Se reforma la ley electoral, ampliando el derecho al voto. |
1877 | Es coronada emperatriz de la India. |
1893 | Se funda el Partido Laborista. |
1901 | Muere el 22 de enero en el castillo de Osborne, en la Isla de Wight. |
Victoria I de Inglaterra y la Era Victoriana
El Reino Unido conoció una época de máximo
esplendor durante la segunda mitad del siglo XIX, período que coincide
con el dilatado reinado de Victoria I (1837-1901), la llamada "era
victoriana". Gran Bretaña se convirtió en la primera potencia mundial
por la prosperidad de su economía y la extensión e importancia de su
imperio colonial, que culminó con la proclamación de la reina Victoria
como emperatriz de la India (1877).
En Inglaterra, el pacto constitucional
traído por la revolución había relegado a un papel puramente subsidiario
el carácter o la valía de los reyes como factor histórico. Gran Bretaña
acababa de vencer a Francia en la gigantesca confrontación que enmarcó
las guerras de la República francesa y de Napoleón. Era dueña de los
mares y, por consiguiente, del comercio, y estaba inmejorablemente
preparada para el despegue industrial y técnico, que había emprendido
con mucha antelación al continente. Los soberanos ingleses reinaban pero
no gobernaban, algo todavía insólito en la época. Pero no por ello
puede, y menos en el caso de Victoria, negarse todo peso e influencia
histórica a su figura.
Las reformas políticas
El constitucionalismo en aquella Inglaterra
de principios del siglo XIX estaba muy lejos de las acepciones que
luego iría revistiendo el término. En realidad, era la correa de
transmisión de una oligarquía de notables, repartida entre las
fracciones más emprendedoras de la nobleza derrotada por la revolución y
las capas superiores de la burguesía, los grandes comerciantes e
industriales. El reparto del poder se efectuaba mediante un régimen
electoral censitario (sólo votaban los poseedores de las rentas más
elevadas), asegurado con mil procedimientos irregulares.
La reina Victoria (retrato de Alexander Melville, 1845)
En 1832, cinco años antes de la coronación
de Victoria, se había procedido a una reforma política trascendental,
bastante imperfecta todavía, pero que amplió sensiblemente el cuerpo de
electores y suprimió los abusos más evidentes. El ininterrumpido aumento
de la población urbana y los cambios operados en el tejido social a
consecuencia de la industrialización hicieron ver a algunos políticos
lúcidos la necesidad de incorporar a la vida política activa los
sectores surgidos de tales transformaciones, particularmente el
proletariado urbano y las clases medias. A pesar de las reservas de
sectores poderosos, las clases medias y bajas tomaron conciencia de sus
derechos ciudadanos con la guerra de Secesión americana: el triunfo
norteño alentó a las clases trabajadoras británicas en la conquista de
sus reivindicaciones en materia de sufragio.
Los dos grandes partidos, el Liberal y el Conservador, representantes en líneas generales de los antiguos whigs y tories,
respectivamente, fueron tomando forma al iniciarse el reinado de
Victoria I, y el sistema parlamentario bipartidista se consolidó
definitivamente en torno a 1850. Los liberales, con Palmerston a la
cabeza, y los conservadores, con Peel como líder, presidieron la
política del primer periodo victoriano. Las dos figuras de la segunda
mitad del siglo fueron el liberal Gladstone y el conservador Disraeli.
El partido liberal tomó como bandera la necesidad de ir reformando las
estructuras del Estado y de ir avanzado hacia el ideal de la plena
democracia. Su lucha política, basada en el liberalismo político, estuvo
contestada por la siempre rigurosa oposición de los conservadores,
convertidos en los defensores de los valores del pasado, en amparadores
de los intereses del medio rural y en valedores del proteccionismo
económico. Disraeli cambió la imagen del partido orientándolo hacia el
reformismo y la defensa del librecambio. Con la amplia política de
reformas llevadas a cabo por ambos partidos, iniciada en torno a los
años treinta, se promovieron nuevas actuaciones de carácter
secularizador y democrático muy adelantadas para su época. Con todo, el
periodo no estuvo exento de dificultades internas y de agitación social.
La senda que había de llevar a una nueva
reforma electoral estaba sembrada de obstáculos. Planeada en un
principio por los círculos más progresistas del partido liberal, la
oposición de las esferas más reaccionarias de éste determinó,
paradójicamente, que fueran los tories los que finalmente
la materializaran. No sin desgarros ni escisiones internas en sus alas
más ultras, Disraeli consiguió que por fin su primer ministro lord Derby
diera luz verde durante su tercer ministerio a la ley de reforma
electoral (15 de agosto de 1867). Con la nueva ley, bastaba la condición
de propietario o de inquilino urbano para acceder al derecho al
sufragio; con ello se dobló el número de ingleses con derecho al voto.
Pero aunque en los distritos rurales se rebajó el censo requerido para
ejercer el derecho al voto, éste permaneció inalcanzable para los
pequeños campesinos.
Benjamin Disraeli
El salto en el vacío que habían
pronosticado los críticos de la reforma electoral nunca llegaría a
producirse; la reforma no deparó más que beneficios de cara a la mayor
integración social del país y para el desarrollo de un régimen de
libertades y de democracia efectivas. La redistribución de escaños en
favor de las grandes circunscripciones urbanas y el consiguiente aumento
del voto obrero en las ciudades no condujeron a la dictadura obrera
parlamentaria vaticinada por las esferas nobiliarias y altoburguesas de
la nación.
Según una paradoja corriente en la vida
política británica, el partido conservador fue desplazado del poder en
las elecciones del año siguiente, que registraron una abrumadora
victoria de los liberales, presididos por una personalidad de excepción:
William Gladstone. Su larga y brillante carrera como parlamentario y
gobernante (en especial, como hacendista del gabinete Palmerston) le
otorgó, sin discusión, la jefatura del partido whig a la
muerte de Palmerston. La primera etapa del gabinete de Gladstone se
caracterizó por traducir a realidades cotidianas el espíritu triunfante
de la reforma electoral de 1867.
No obstante sus firmes convicciones
religiosas, y pese a las recomendaciones de la reina Victoria, el líder
liberal efectuó la separación de la Iglesia y el Estado en la Irlanda
protestante y obtuvo igualmente del parlamento una ley agraria para todo
el territorio de esta isla, con el propósito de proteger a los colonos
contra los desahucios abusivos. La pacificación de Irlanda avanzó con
esas medidas, aunque el verdadero significado de la actuación del
ministerio descansó en que, por fin, todos los sectores interesados en
resolver la cuestión irlandesa comprendieron que en Gladstone existía la
decidida voluntad de entregarse a la tarea pacificadora con toda
energía.
William Gladstone
Su voluntad de reforma se evidenció,
igualmente, en el tratamiento del tema universitario, sobre el que
Gladstone había meditado largamente. En los inicios de los años setenta,
las pruebas religiosas fueron abolidas en Cambridge y Oxford, y los
centros de enseñanza superior abrirían sus puertas en adelante a todos
los alumnos, independientemente de creencias espirituales. Una
trascendental ley de Educación estableció, en 1870, la obligatoriedad de
la asistencia a la escuela de todos los niños menores de 13 años,
creando además los medios necesarios para hacerla efectiva.
En el ámbito de la justicia, se adoptaron
igualmente disposiciones para simplificar y modernizar los procesos. El
establecimiento de un único Tribunal Supremo, así como la promulgación
de una ley Judicial, fueron los instrumentos más importantes de esta
profunda reforma. No menos trascendental fue la operada en el ejército.
Las disfunciones y máculas en su sistema de reclutamiento, en la
dirección, la intendencia y la sanidad habían quedado flagrantemente al
descubierto en la guerra de Crimea. También en este trienio del primer
gabinete de Gladstone, considerado por sus jefes como una insuperable
máquina gobernante, se creó el famoso Civil Service, que
daría a Gran Bretaña la administración que demandaba su posición en el
Mundo y el gigantesco desarrollo de su vida colonial.
El movimiento obrero
Por supuesto, la presión de la clase obrera
tuvo que ver con la implantación de las reformas políticas y sociales.
El desengaño que produjo en la clase trabajadora el conservadurismo de
la Ley de Reforma de 1832, sobre todo en lo que hacía referencia a sus
reivindicaciones en demanda de una mayor participación política, tuvo
como consecuencia la formación de nuevos movimientos obreros.
En 1836 dos dirigentes moderados, Lovett y
Hetherington, fundaron la Asociación Londinense de Trabajadores.
Constituida por artesanos cualificados, obtuvieron un gran éxito de
afiliación. En 1838 dirigieron al parlamento, con la colaboración del
también sindicalista Francis Place, la famosa Carta del Pueblo, en la
que se reivindicaban, entre otros derechos, el sufragio universal
masculino. Sobre su contenido coincidirían otros movimientos radicales y
obreros, pero los cartistas, como se les denominó, fueron conquistando
mayores parcelas de protagonismo gracias al respaldo de la masa obrera, y
radicalizaron sus protestas en contra de los abusos empresariales y del
paro originado por el maquinismo. Poco a poco la represión policial y
los despidos y represalias de los empresarios hicieron mella en buena
parte de la clase obrera. El movimiento cartista empezó a perder apoyos,
sobre todo cuando empezaron las divisiones internas entre sus
dirigentes.
Superados los momentos críticos de los años
centrales del siglo, y ante la prosperidad económica de las siguientes
décadas, representantes sindicales y líderes obreros comprendieron la
inutilidad de mantener continuadas reivindicaciones políticas. Así,
fueron orientando sus actividades a potenciar las Asociaciones de Ayuda
Mutua o Trade Unions. Sus intereses serían asumidos y defendidos en el
parlamento por el partido Liberal, pero las Trade Unions nunca olvidaron
ejercer presión sobre la patronal. En 1875 consiguieron que se aprobara
el derecho de huelga y la implantación de un sistema de sanidad
pública. Estas asociaciones empezaron a cobrar nuevas dimensiones
políticas y sociales con la Primera Reunión Internacional de
Trabajadores que se celebró en Londres en 1864. Allí se elaboró por
primera vez un programa conjunto de actuación basado en principios
socialistas, los mismos que propugnaban pensadores como Marx y Engels.
La política exterior y el imperio colonial
La Gran Bretaña de mediados de siglo
continuó el sendero trazado en política exterior por el vizconde de
Palmerston, cerebro y ejecutor de toda ella desde los inicios de la
década de los treinta. Cuando la Revolución de 1848 puso de manifiesto
el poder y el ascendiente rusos, Gran Bretaña procuró debilitarlos para
impedir, sobre todo, que el imperio de los zares se interpusiera en el
camino de la India y llegara a convertirse en un serio rival en la zona.
La guerra fue un expediente favorable para que Londres desplegara su
estrategia sin descubrir en exceso sus cartas. Desde este conflicto,
Palmerston dominó sin disputa tanto la política interna como la exterior
de su país. En la última vertiente, continuó fiel a su ideario
pronacionalista sin atisbar el peligro que para el equilibrio europeo
implicaba la imparable ascensión alemana. Obsesionado por el recuerdo
napoleónico, Palmerston prestó más atención a las pretensiones francesas
que a las de la Alemania bismarckiana, que, a raíz justamente de la
muerte del famoso político británico (1865), comenzó la marcha
irrefrenable hacia su unidad.
El imperialismo británico adoptó nuevos
métodos políticos. En 1830 surgió un grupo de reformadores que vieron en
la administración racional de las colonias una salida para el rápido
crecimiento de la población del Reino Unido. John Stuart Mill, Charles
Buller, Edward Gibbon y Lord Durham consideraron que era una oportunidad
para la creación de nuevas comunidades basadas en principios de
autogobierno responsable. Con ellas se haría posible un nuevo ideal de
cohesión del imperio británico basado no en el control ni en las medidas
restrictivas, sino en la independencia y en la libertad. En 1865, el
Acta de validez de las leyes coloniales declaró que las leyes aprobadas
por las legislaturas coloniales sólo serían anuladas cuando chocaran
abiertamente con las leyes del parlamento imperial. Esto constituyó una
seguridad general de autogobierno interno para todas las legislaturas
coloniales, consideradas soberanas aunque subordinadas al parlamento
británico. Ello sería el principio de la futura Commonwealth.
La
parte más extensa del imperio, la India, fue reorganizada por estos
reformadores coloniales. Se introdujeron nuevos modelos de competencia y
de rectitud que a su vez influyeron en el mismo sistema administrativo
del Reino Unido. En 1860 entró en vigor el código penal redactado por
Macaulay, el mismo que introdujo las reformas administrativas. En 1876
se proclamó en Delhi a la reina Victoria como emperatriz de la India, un
hecho cuya intención última era la de afianzar de cara a la comunidad
internacional el tráfico de mercancías con la metrópoli.
El imperio colonial británico
Durante
el reinado de Victoria I, los británicos siguieron colonizando nuevas
tierras: Nueva Zelanda en 1840, Hong Kong en 1842 y amplias zonas de
Malasia. A finales del siglo XIX el gobierno de Salisbury anexionó
territorios de Zambeze y Zanzíbar, junto a otras zonas de la región de
los somalíes. También Benjamín Disraeli, durante el último tercio del
siglo, se dedicó a estimular el imperialismo, afianzando la posición de
Gran Bretaña en el Mediterráneo y en China. La filosofía general de este
desarrollo, tanto en la metrópoli como en las colonias, quedaba
compendiada en los sistemas de defensa imperial concebidos en 1870. En
caso de guerra, la armada británica tenía como misión cardinal la de
bloquear los puertos enemigos y mantener abiertas las rutas vitales que
enlazaban las bases navales y comerciales del imperio.
La prosperidad económica
El
reinado de Victoria I coincidió con una segunda fase de la revolución
industrial que conduciría al establecimiento de los postulados del
liberalismo económico y del gran capitalismo. En la base de todo este
proceso se hallaba la exaltación de la libertad. El Reino Unido redujo
en lo que pudo su papel intervensionista, limitándose a promover
actividades económicas de carácter abierto y autónomo.
Desde
mediados de siglo, época dorada de la prosperidad económica, se
adoptaron los fundamentos de la filosofía del librecambio, aboliendo
aranceles y suprimiendo las antiguas Actas de Navegación del siglo XVII.
El mercado empezó a regularse por la libre competencia y por las leyes
de la oferta y la demanda. Se promovieron desde el gobierno tratados
comerciales estratégicos con otros países; el Reino Unido trataba de
importar cereales a buen precio y mantener así los precios del pan,
colocando a cambio en el extranjero sus excedentes textiles y
metalúrgicos.
En todo este proceso se empezó a
vislumbrar la acumulación de capital como un elemento imprescindible
para el impulso de la industrialización. Ello empezó a favorecer el
crecimiento espectacular de algunas empresas que abandonaron su
dimensión local o nacional para convertirse en verdaderas potencias
multinacionales. Las pequeñas sociedades de accionistas de finales del
siglo XVIII se sustituyeron desde 1840 por compañías capitalistas cuyos
socios tenían una responsabilidad limitada: no estaban obligados a
cubrir con su fortuna personal una ocasional quiebra; solamente perdían
sus acciones o veían bajar su valor. La banca inglesa multiplicó
exponencialmente sus actividades y activos, sobre todo gracias a sus
operaciones de empréstito a la industria, que necesitaba importantísimas
sumas a consecuencia de los elevados costos de producción, distribución
e innovación tecnológica. La solidez de la libra esterlina marcó
máximos en las cotizaciones, y fue durante el siglo XIX la divisa
internacional. El Banco de Inglaterra se convirtió en el primer banco
del mundo.
Hubo también quiebras importantes y
algunas crisis cíclicas de ámbito internacional. La crisis de 1873 a
1879 se inició en Viena a consecuencia de la escasa rentabilidad de los
ferrocarriles, que repercutió en las industrias del hierro y de la
extracción de carbón. Se extendió por Alemania y Francia, y llegó al
Reino Unido dañando esencialmente al sector textil, cuya producción cayó
en picado, generando salarios bajos y pérdida de empleos. Estos
descalabros económicos y sociales, probablemente inherentes al sistema
capitalista, se repitieron periódicamente.
Las crisis
provocaron la desaparición de muchas empresas; otras, avaladas por
prósperos negocios internacionales, consiguieron salir airosas y atraer a
un mayor número de accionistas. La acumulación de capital les permitió
encargarse de servicios públicos esenciales: ferrocarriles, puertos o
suministros de agua y gas. Se crearon grandes monopolios administrados a
menudo por poderosas familias capaces de decidir acontecimientos en
varios continentes a la vez. Había nacido una forma de imperio
capitalista, todavía inadvertida por el hombre de a pie y preocupante
para políticos y juristas. El enorme poder económico de determinados
empresarios británicos determinó en gran medida las líneas políticas de
algunos gobiernos.
La sociedad victoriana
La
prosperidad económica experimentada durante la época victoriana
favoreció en líneas generales las condiciones de vida de la sociedad
británica. El afianzamiento de la hegemonía en el ámbito internacional,
junto a la recuperación del prestigio de la monarquía como símbolo de
cohesión nacional, conformaron un modelo social en el que las clases
medias fueron imponiendo conductas basadas en la sobriedad y discreción
de las costumbres. El conformismo de esta clase social (middle class)
hicieron del culto al dinero, de la exaltación al trabajo y del
reconocimiento al esfuerzo individual los elementos fundamentales para
alcanzar la prosperidad económica. El orden y la estabilidad se
concretaron en el ideal doméstico y en la independencia del hogar,
centro de la vida familiar y templo de una estricta observancia
religiosa favorecedora de la templanza y contraria a las inclinaciones
desordenadas.
Pero en realidad, la sociedad
victoriana siguió siendo una sociedad con profundos contrastes y
desigualdades. En los más alto de la sociedad seguía manteniendo un
papel protagonista la nobleza, propietaria de las grandes fincas y
heredera de los viejos valores sociales. Los nobles se emparentaron,
ahora mucho más, con la alta burguesía capitalista dueña de negocios e
industrias que prefirió unirse a las aspiraciones y modos de la llamada upper class
para acceder a sus títulos a través del capital y del matrimonio. La
clase media restante fue creciendo durante el último tercio de siglo:
comerciantes mayoristas, altos funcionarios, profesionales liberales...
Fueron éstos los que en verdad adoptaron los principios puritanos que
caracterizaron a la sociedad victoriana: vida discreta y ordenada,
austeridad económica, metodismo religioso y conservadurismo político.
La reina Victoria en 1894
En las clases bajas (lower classes),
los artesanos especializados, con salarios suficientes y una buena
reputación profesional, formaban un grupo aventajado que supo mantener
su preeminencia gracias al peso de sus asociaciones laborales,
autorizadas incluso antes que los sindicatos. El último peldaño lo
ocupaba el proletariado, muy numeroso como consecuencia de la
industrialización. Se trataba de un colectivo que vivía con grandes
carencias, paliadas en parte a partir de 1850. El paro y las muchas
bocas que alimentar provocó que muchas hijas de estos asalariados
entraran a formar parte del servicio doméstico de la nobleza, de la alta
burguesía y clases medias; así, la servidumbre se duplicó en el último
tercio del siglo XIX. Las mujeres de la clase media tampoco tuvieron
muchas oportunidades laborales; la mayoría de las que querían tener una
carrera profesional se colocaron como institutrices o profesoras. Las
condiciones de vida del proletariado fueron infames. En las afueras de
las ciudades, cerca de las fábricas, se construyeron barrios obreros (slums)
que, a consecuencia del continuo crecimiento de la población,
rápidamente se quedaban pequeños. Las familias se hacinaban en húmedas y
pequeñas viviendas en donde la falta de higiene originó graves
enfermedades y epidemias.
En otros asuntos sociales
como la educación también se incrementaron las intervenciones públicas.
El resultado fue un perceptible avance de la alfabetización y una
reducción del absentismo escolar ocasionado por la necesidad de
trabajar. A otro nivel, como consecuencia de las nueva realidad
económica y social, se fundaron nuevas universidades como la de
Manchester en 1851 y se reformaron con nuevos estatutos las viejas
universidades de Oxford y Cambridge. La sociedad victoriana, o al menos
las clases altas, se transformó gradualmente en una sociedad culta,
aunque sin grandes desvelos intelectuales, que gustaba de la lectura y
de asistir al teatro y los conciertos. La proliferación de colegios para
los hijos de familias aristocráticas permitió la implantación de un
modelo educativo muy selectivo basado en un ideario de corte
conservador.