La sabiduría del Mulá Nasrudin (Nasreddin) | Selección de Cuentos Persas.

El Mundo de Nasrudín. Cuentos Sufíes

"Si miras con atención dentro de cada uno de estos cuentos, verás que han sido escritos para ti. El protagonista de todos estos cuentos eres tú."

Índice de Cuentos


  1. Una barba mejor que la tuya
  2. Una cierta clientela
  3. Un zapatero con alas
  4. Un regalo de Dios
  5. Un regalo de Tamerlán
  6. Una infancia feliz
  7. Un blanco humilde
  8. Un pan para la cabeza
  9. Cuestión de opinión
  10. Cuestión de peso
  11. Una copia perfecta
  12. Un hombre piadoso
  13. Un problema de naturaleza
  14. Cuestión de oportunidad
  15. Una cena de «Oh» y «Ah»
  16. La habilidad con las palabras
  17. Un hombre más débil
  18. Un lobo para imam
  19. Después de tu defunción
  20. Huésped de Alá
  21. La misericordia de Alá
  22. Palabras de Alá
  23. Circunstancias alteradas
  24. Siempre demasiado tarde
  25. Entre extraños
  26. El tesoro de otro hombre
  27. Apetito
  28. Manzanas
  29. Recompensa de albaricoques
  30. ¿Eres yo?
  31. Preguntar al hombre equivocado
  32. Pregunta al vecino
  33. Pregúntales a ellos, no a mí
  34. Pregunta al propietario
  35. Pregúntaselo a tu mujer
  36. Evitar
  37. Insultos bestiales
  38. Ser un experto
  39. La mejor manera de aprender
  40. Mejor ser pecador
  41. Mejor sus fardos
  42. Mejor descalzo
  43. Nacimiento y muerte
  44. Narices mordidas
  45. Huesos y todo
  46. Nombres prestados
  47. Pasteles prestados
  48. Las babuchas prestadas
  49. ¿Chico o chica?
  50. Los ladrones y el rey
  51. Camellos y hombres
  52. Una cabeza imprudente
  53. Trinchar faisán
  54. Las cadenas, mañana
  55. Burlando a las estrellas
  56. Psicología de un niño
  57. Comidas selectas
  58. Médicos de ciudad
  59. Disturbio social
  60. Estupidez absoluta
  61. Mantos
  62. Ciego al color
  63. Llega el Día del Juicio
  64. Comandante de asnos
  65. Compensación
  66. Sentencia desconcertante
  67. Consuelo
  68. Crimen y castigo
  69. Casa atestada
  70. Gafas peligrosas
  71. Los peligros de la lluvia
  72. Los peligros de dormir
  73. Gallina muerta
  74. ¿Vivo o muerto?
  75. Un asno mentiroso
  76. Descendientes
  77. Gallinas tortuosas
  78. Corazones diferentes
  79. Diferentes propietarios, pájaros diferentes
  80. Sendas diferentes
  81. Pecados disueltos
  82. Saltar a por la comida
  83. ¿Persiguen los ángeles a los ladrones?
  84. ¿Perro o buey?
  85. Hacer las cosas al revés
  86. El asno astrólogo
  87. Entierro de un asno
  88. El rey burro
  89. Burros de carga
  90. Burro contra corcel
  91. Haz algo por ti
  92. Cada uno consigue lo que merece
  93. Come y luego bebe
  94. Acomplejado, no ofendido
  95. Igual recompensa
  96. Hasta la ultima prenda
  97. El mal
  98. Exilio
  99. Explicaciones
  100. Cuentas extraordinarias
  101. Una mujer extraordinaria
  102. Holgazanería extrema
  103. Mira a tu asno
  104. Caído del burro
  105. Falso testimonio
  106. Tradición familiar
  107. Mucho más favorecedor
  108. Historias de pescadores
  109. Cinco por el precio de uno
  110. Simples matemáticas
  111. Seguir las instrucciones
  112. Recuerdos cariñosos
  113. Oro de locos
  114. Olvidé tu rostro
  115. Para custodia
  116. Cuatro cazadores
  117. De sermones a sentencias
  118. Amigos en puestos elevados
  119. Invitado al funeral
  120. Defensa de la cabra
  121. La casa de Dios
  122. Ir hambriento
  123. Buenos ingredientes
  124. Buenas intenciones
  125. Juez supremo
  126. Cintas verdes
  127. Causas de divorcio
  128. Aumentando el campo
  129. Crecer alto y fuerte
  130. Ropa usada
  131. A manos llenas
  132. Aguantar un poco más
  133. Tratos difíciles
  134. Una comida pesada
  135. Cielo e infierno
  136. El cielo está lleno
  137. La grey celestial
  138. ¿Cielo o infierno?
  139. Hereditario
  140. Pronto estará aquí
  141. Fuerza oculta
  142. Escondido
  143. Alto y bajo
  144. Su propia prohibición
  145. Pegar al hombre equivocado
  146. Agujero tras agujero
  147. Un asno santo
  148. Hospitalidad
  149. Llamadas de casa
  150. ¿Cómo es que todos lo sabían?
  151. ¿Cuánto viviré?
  152. Cómo ser sabio
  153. Cómo dormirse
  154. Cómo encontrar novia
  155. La naturaleza humana
  156. No puedo ser reconstruido
  157. Identificado por una cabra
  158. Si Alá lo quiere
  159. Yo de ti
  160. Si lo hubiera sabido antes
  161. Si eres lo que dices
  162. Si tu lengua fuera mía
  163. La joven impúdica
  164. Imposible
  165. Palabras improvisadas
  166. Por adelantado
  167. Prisa hambrienta
  168. A cargo de la lista
  169. Pollos incompletos
  170. Desconsiderado
  171. Indecisión
  172. Ronquido infernal
  173. Talento heredado
  174. Cuando me parezca
  175. Necesidad de corrección
  176. ¿De dentro o de fuera?
  177. Interés
  178. Si lo sabré yo
  179. Palmas que pican
  180. Jaliz, el águila
  181. Sólo un humilde pan
  182. Con sólo pedirlo
  183. Por si las moscas
  184. Necesidad de asociarse
  185. Igual que su madre
  186. Justa recompensa
  187. Sólo probarte
  188. Sólo el juez
  189. No perder de vista
  190. Mantenerse despierto
  191. Saber el nombre
  192. Gorriones grandes
  193. Último en entrar, primero en salir
  194. Risas y lágrimas
  195. Caballo zurdo
  196. ¿Izquierda o derecha?
  197. Vida de ermitaño
  198. Animales letrados
  199. Un asno letrado
  200. Una vida larga y próspera
  201. Los días más largos
  202. Mira y ve
  203. ¿Perder la cabeza?
  204. Burro perdido
  205. Por los pelos
  206. Mantenerse quieto
  207. ¿Mago o cerrajero?
  208. Los modales no se pueden disimular
  209. Hay muchas maneras de cazar un tigre
  210. Amo y siervo
  211. Meditación
  212. ¿Melón o montaña?
  213. Alforjas desaparecidas
  214. Equivocación
  215. Dinero para su funeral
  216. Un mono en el tribunal
  217. Preguntas múltiples
  218. Mustafá, soberano del mundo
  219. Beneficio mutuo
  220. Respeto mutuo
  221. Mi carga
  222. Idea de mi asno
  223. Mis enemigos
  224. La importancia de mi amo
  225. Dinero de mi mujer
  226. La verdad desnuda
  227. Nasrudín muere
  228. El loro de Nasrudín
  229. Las babuchas de Nasrudín
  230. La sandalia ingobernable de Nasrudín
  231. Disposición natural
  232. Habilidad natural
  233. La manta de la naturaleza
  234. Nunca nacido
  235. Nunca satisfecho
  236. La próxima vez
  237. Ceguera nocturna
  238. A mí no me toman el pelo
  239. Ninguna consideración
  240. Ninguna oreja, ningún crimen
  241. Malos para la salud
  242. Ninguna necesidad de cerebro
  243. No hay sitio para más
  244. Nada como un almuerzo gratis
  245. No es una cuestión de edad
  246. Nada que ver conmigo
  247. Sin tiempo para vestirse
  248. Sin tiempo para afligirse
  249. No en el almacén
  250. No hasta que yo diga
  251. Ningún testigo
  252. Explicaciones ofensivas
  253. Una vez en tierra firme
  254. Un caballo, dos propietarios
  255. Una palabrita
  256. Uno u otro
  257. A pie
  258. Sólo un profeta
  259. En nombre de mi madre
  260. Muerte sobreviviente
  261. Sueños dolorosos
  262. Palpitaciones
  263. El Paraíso no está lejos
  264. Recuperación parcial
  265. Pasta sin pasteles
  266. Pago en especie
  267. Campesinos y reyes
  268. Con piel y todo
  269. ¿Pluma o eje?
  270. Faisán mensajero
  271. ¿Empanadas o migajas?
  272. Planes de expansión
  273. Condiciones poco favorables
  274. El poder de los profetas
  275. Oraciones
  276. Oraciones de alquiler
  277. Pedir milagros
  278. Precocidad
  279. Presente y correcto
  280. Conservar los peces
  281. El precio de la educación
  282. Honorarios profesionales
  283. Muy posible
  284. Leer en voz alta
  285. Valentía real
  286. Razones para el lamento
  287. Sal imprudente
  288. Transmisión de mensajes
  289. Deuda pagada
  290. Palabras repetidas
  291. Ladrón arrepentido
  292. Rescate, no robo
  293. Respeto
  294. Gastrónomos respetables
  295. Arroz, ratones y niños
  296. Riqueza o arroz
  297. Proporciones ridículas
  298. Manzanas maduras
  299. Soberano del mundo
  300. ¿Gobernante o tirano?
  301. Rumble[i] el ratón
  302. San Nasrudín
  303. Sacos terreros
  304. La sustitución de Satanás
  305. Babuchas salvadas
  306. Semillas secretas
  307. Autodefensa
  308. Sensibilidad
  309. Enviado por Dios
  310. Servidor y amo
  311. Siete días
  312. Costillas duras
  313. Tácticas de choque
  314. Babuchas y asnos
  315. Simple aritmética
  316. Desde que se convirtió en mulá
  317. Pecador por una tarde
  318. Seis y tres, nueve
  319. Poco apetito
  320. Soldados y armas
  321. Afirmación y creencia
  322. Sentencias estrictas
  323. Buena dentadura
  324. Atascado en el barro
  325. Tiranos sucesivos
  326. Monedas de azúcar
  327. Superlativos
  328. Dulce venganza
  329. Pies hinchados
  330. Dolores de simpatía
  331. Hablar por señas
  332. La muerte de Tamerlán
  333. Enseñar mediante el ejemplo
  334. Naturaleza terrible
  335. El puchero enfadado
  336. El mejor maestro
  337. Una invitada hermosa
  338. El rey presumido
  339. El gato del carnicero
  340. Una persona encantadora
  341. El coste de una maldición
  342. La pierna maldecida
  343. Habla el desierto
  344. Consejo del Diablo
  345. Vuelve el ahogado
  346. El novio olvidado
  347. La apuesta del cronista
  348. La importancia del oro
  349. Hay que seguir las instrucciones
  350. El guarda del santuario
  351. El padre del rey
  352. El caballo del rey
  353. Los mensajeros del rey
  354. Los restos del rey
  355. La sombra del rey
  356. La cola del rey
  357. La voz del rey
  358. Digno del rey
  359. La carta
  360. El asno del alcalde
  361. La cueva del avaro
  362. La cola desaparecida
  363. El hombre más tolerante
  364. Una casa nueva
  365. El único remedio
  366. Conocimiento teórico
  367. Los otros cinco
  368. La plaga
  369. El hombre más pobre
  370. El precio de la misericordia
  371. La misma razón
  372. Los pasos del sirviente
  373. El cielo se cae
  374. La tormenta
  375. El juramento más fuerte
  376. El juego del sol
  377. El cubo nadador
  378. Un imam ahorrador
  379. Un emperador feo
  380. El fin del mundo
  381. La moneda gastada
  382. Ladrones y pollos
  383. Tiempo de dormir
  384. Engañar al gato
  385. Irse de la lengua
  386. Tónicos
  387. Demasiado bueno para un ascenso
  388. Una carga demasiado pesada
  389. Demasiado caliente para comer
  390. Demasiado tarde
  391. Demasiados vendedores
  392. Vender con pérdidas
  393. Traducciones
  394. Pie molesto
  395. Justicia verdadera
  396. Visión verdadera
  397. Trompetistas en la corte
  398. Dar vueltas en la sepultura
  399. Dos monedas atrasadas
  400. Dos desastres
  401. Dos alforjas
  402. Dos babuchas más
  403. Dos bromistas
  404. Dos leñadores
  405. Incapaz de ayudar
  406. Infeliz en casa
  407. Medios poco ortodoxos
  408. Piedras útiles
  409. Compañeros ambulantes
  410. Se busca imbécil
  411. Cuentos de guerreros
  412. Qué desperdicio
  413. El precio de un consejo
  414. ¿Cuál es la diferencia?
  415. ¿Qué hacer?
  416. Cuando me veas...
  417. ¿Dónde duele?
  418. Donde no hay gente
  419. ¿Dónde iré?
  420. ¿Quién compró a quién?
  421. A quién respetar
  422. ¿La barba de quién?
  423. ¿Por qué pagar dos veces?
  424. Mirar escaparates
  425. Manto de invierno
  426. Sabia inversión
  427. Con una moneda de oro
  428. El hombre equivocado
  429. Algo digno de robar
  430. Hombres dignos
  431. Digno de nata
  432. Tú lo perdiste, tú lo encuentras
  433. Debes de ser sordo

Una barba mejor que la tuya

—LOS verdaderos devotos llevan barba —decía el imam a su auditorio—. ¡Mostradme una barba espesa y brillante y yo os mostraré a un verdadero creyente!
—Mi cabra tiene una barba más espesa y larga que la tuya —contestó Nasrudín—. ¿Significa eso que es mejor musulmán que tú?

Una cierta clientela

—ACABO de tener un sueño extraordinario —dijo Nasrudín a su mujer una mañana—. Soñé que me encontraba con un comerciante con cuatro cargamentos separados.
—¿Qué llevaba en sus alforjas?
—En la primera tenía persecución, y en la segunda, miedo. En la tercera, intolerancia, y en la cuarta, ceguera.
—¿Y quiénes eran sus clientes?
—Opresores, tiranos, imames y magistrados.

Un zapatero con alas

CUANDO el imam vio a Nasrudín con sus babuchas desgastadas y medio rotas, le dio unas palmaditas amablemente en el brazo:
—No desesperes, mulá. El Corán nos dice que quien está en necesidad en este mundo será recompensado en el Paraíso. Tus zapatos pueden estar ahora gastados y con agujeros, pero llevarás los mejores en el cielo.
—En ese caso —contestó Nasrudín—, sin duda en el cielo seré zapatero.

Un regalo de Dios

—NASRUDÍN había salido a pasear cuando una abeja le picó en la nariz. La picadura empezó a hincharse de forma alarmante y se fue corriendo a ver al médico. Cuando cruzaba el bazar, un guasón le vio y dijo riendo:
—¿Dónde conseguiste esa nariz?, ¿de un burro?
—Sí —contestó el mulá—. Cuando Dios dividió al asno, te dio a ti su inteligencia, y a mí, su nariz.

Un regalo de Tamerlán

CON motivo de su cumpleaños, Tamerlán obsequió a cada uno de sus cortesanos con una enorme caja. Cuando los consejeros y la nobleza abrieron sus regalos, encontraron ropas cosidas con hilo de oro y adornadas con piedras preciosas. Pero cuando Nasrudín, que recientemente había perdido el favor real, desenvolvió su regalo encontró una vieja manta de asno en su interior.
—Compasivo Alá —gritó—, presencia la generosidad de Tamerlán, que ha honrado a su siervo con el manto que se ha quitado de su propia espalda.

Una infancia feliz

EL vecino de Nasrudín salió de viaje a comerciar en lejanos países y pidió al mulá que cuidara su casa de tres pisos. Unos días después, una familia extranjera se instaló en ella, y reclamaba la propiedad como suya. Nasrudín los llevó ante el tribunal.
—¿Cómo puedes estar seguro de que la casa pertenece a tu vecino? —preguntó el juez.
—Señoría, he conocido la casa desde la infancia, cuando era una minúscula cabaña. Pensad en todo el cuidado y atención que le dio mi vecino para que creciera hasta convertirse en esa propiedad.

Un blanco humilde

EN la aldea de Nasrudín vivían varios muchachos delincuentes. Un día, el mulá pasaba por delante de una cuadrilla de tales jóvenes cuando el jefe tiró una piedra a su asno. En vez de castigar al chaval, Nasrudín le llamó y le dio un pastel de carne.
—¿Qué es esto? —dijo con desprecio el joven, arrebatando y devorando el pastel—. ¿Tratas de amansarme con amabilidad?
—Nada de eso —contestó el mulá—. Quiero simplemente compensarte por el hecho de que tomaras a mi humilde asno como blanco. Un revoltoso de tu calibre merece una diana mucho más noble.
Queriendo alardear delante de sus amigos, el chaval buscó un blanco más especial. En ese momento, pasaba el alcalde sobre un elegante corcel. Inmediatamente, el muchacho cogió la mayor piedra que encontró y se la tiró al caballo, que salió despavorido, tirando al suelo a su eminente jinete.
El alcalde, furioso, llamó inmediatamente a su guardia para que se llevaran al joven rufián y le propinaran una buena paliza.

Un pan para la cabeza

UNA noche Nasrudín llegó a casa de su hermano ya muy tarde, e inmediatamente le hicieron pasar a la mejor habitación. Aunque se le había dado la cama más cómoda de la casa, con las sábanas y las mantas más suaves, nadie pensó en preguntarle si había cenado. Dando vueltas a un lado y a otro, Nasrudín luchaba en vano por suprimir los ruidos que el hambre le hacía en las tripas. Finalmente, saltó de la cama y llamó a su anfitrión.
—¿Qué pasa? —preguntó el hermano del mulá, asustado al ver que le despertaban en mitad de la noche.
—Las almohadas son demasiado suaves —replicó Nasrudín—. ¿Podría coger un pan de la cocina y descansar la cabeza en él?

Cuestión de opinión

UN rebaño de cabras del vecino entró en el huerto de Nasrudín y empezó a devorar con avidez cuantos vegetales había a la vista.
—¡Date prisa! —aulló la esposa de Nasrudín—. Ahuyenta a esos animales; son las criaturas más glotonas del mundo y nos dejarán sin nada.
—Espera un minuto —contestó el mulá, viendo que el imam local subía por el camino—. La criatura más glotona no ha llegado todavía.

Cuestión de peso

NASRUDÍN había sido designado juez de la ciudad, y dos hombres llegaron a él con un litigio civil. Unos años antes habían comprado un asno. El más rico de los dos había pagado diez piezas de oro, y el más pobre sólo cinco. Habían montado entonces un negocio que consistía en recoger leña que iban vendiendo de puerta en puerta. El que había invertido diez piezas de oro se llevaba el doble de los beneficios. Cierto día, cuando volvían de una ciudad en la montaña, el animal perdió el equilibrio y cayó por un precipicio.
—Yo pagué el doble por el asno —dijo a Nasrudín el primer propietario—, y por tanto tengo derecho a que se me devuelva algo de mi dinero.
—No le daré ni un centavo —dijo el segundo hombre—. Durante varios años, se ha llevado el doble de beneficio que yo.
—¿Llevaba carga el asno cuando se cayó? —preguntó el juez.
—No, volvíamos de un día de trabajo y habíamos vendido toda la leña.
—Entonces, la cosa está clara —contestó Nasrudín—. La caída del asno está directamente relacionada con su peso. Por tanto, el hombre que poseía la parte más grande del peso de su cuerpo fue el más responsable de su caída.
Y mandó que el primer hombre pagara al segundo cinco piezas de oro.

Una copia perfecta

NASRUDÍN estaba en Turquía visitando a un amigo. Una noche, los dos hombres se sentaron fuera, bajo el cielo estrellado.
En seguida el mulá dejó de hablar y empezó a dar sonoras muestras de aprobación.
—¿Por qué haces «¡ooh!» y «¡aah!»?
—Estaba admirando tu cielo y me asombraba de la maestría de vuestros pintores de cielos. Han hecho una copia perfecta de las estrellas que tenemos en mi tierra natal.

Un hombre piadoso

UN día, el imam mandó reunirse a los habitantes del poblado de Nasrudín y les impartió un sermón sobre las grandes gestas de los profetas. Cuando describía las acciones particularmente nobles de uno de los más eminentes, Nasrudín rompió bruscamente a llorar.
—¡Mirad a este hombre piadoso! —exclamó el imam—. ¡Está tan conmovido que se le saltan las lágrimas!
—Es verdad —sollozó el mulá—. Me provocas el llanto. Mi cabra favorita murió esta mañana y no puedo dejar de pensar en ella. Cuando sacudías la cabeza al hablar, me recordabas tanto a mi cabra que me has hecho llorar.

Un problema de naturaleza

UN día el sha de Irán convocó a los mayores pensadores y filósofos del país para que contestaran a una adivinanza:
—¿Qué fue primero, el río o la barca?
—La barca, Majestad —dijo uno—, pues cuando se inventó, el hombre comprendió que no podía navegar en tierra firme y tuvo que inventar el agua.
Nasrudín, que estaba entonces de visita en la corte del sha, pidió permiso para plantear una segunda pregunta:
—Si el pez nada todo el día, ¿qué hace por la noche?
Trataron de buscar la solución, pero ninguno de los filósofos y sabios pudo encontrar una respuesta convincente, y finalmente Nasrudín dio su explicación:
—Después de pasarse el día nadando, los peces están cansados, así que se suben a los árboles y duermen.
—¡Eso es ridículo! —clamaron los sabios.
—¿Por qué? —preguntó Nasrudín—. ¿Creéis que los peces son como el ganado, que no puede subirse a los árboles?

Cuestión de oportunidad

NASRUDÍN fue convocado por el rey para que le aconsejara sobre cuestiones de salud.
—Dime —preguntó—, ¿a qué hora es más sabio cenar?
Nasrudín reflexionó durante un momento:
—Todo depende de lo que seas —dijo finalmente—. Si eres el rey, cualquier momento es bueno para cenar. Si eres un pobre, comes cuando encuentras qué comer.

Una cena de «Oh» y «Ah»

NASRUDÍN no tenía dinero y se vio obligado a trabajar temporalmente como cocinero.
•Escucha, mulá —le dijo el portero el segundo día—, nuestro amo es conocido porque nunca paga a sus empleados. Ten por seguro que el día que le pidas tu salario, te señalará una tarea imposible y se negará a pagarte por no poder realizarla.
Efectivamente, el tacaño empresario retuvo el salario de Nasrudín durante varias semanas. Finalmente, el cocinero se vio obligado a pedir el dinero a su amo.
—Con mucho gusto te daré tu salario —dijo el avaro cuando Nasrudín se dirigió a él—, pero primero debes cocinarme una comida especial.
—¿Y en qué consiste esa comida?
—De primero debes preparar «Oh», y como plato principal cocinarás «Ah» —contestó el avaro con una sonrisa—. Si no consigues traerme esa comida, no tendré otro remedio que despedirte y mandarte a casa sin una moneda.
Nasrudín se inclinó y se fue directamente a la cocina. Unas horas después, salió para anunciar que la cena estaba servida. Cuando el avaro vio en la mesa un enorme tazón de sopa, quedó encantado. No sólo Nasrudín había cocinado una sabrosa comida, sino que estaba a punto de ahorrarse los salarios de varias semanas. Cogió una gran cucharada y se la tragó.
—¡Oh! —jadeó cuando los chiles le abrasaron la garganta. Farfullando y atragantándose, tendió los brazos al cocinero, que le ofreció un vaso de agua helada.
—¡Ah! —exclamó cuando el frío líquido apagó las llamas de su boca.

La habilidad con las palabras

UNA cuadrilla de ladrones, a la espera de juicio, estaban preocupados por las duras condenas que estaban aplicando los tribunales.
—Necesitamos a un hombre que nos defienda de manera tan elocuente que ningún juez pueda condenarnos —dijo el jefe.
Recordando la habilidad de Nasrudín con las palabras, le contrató como abogado.
El mulá apareció en la audiencia al día siguiente y pronunció una defensa tan convincente que todo el palacio de justicia quedó convencido de que los hombres eran inocentes. Nasrudín había puesto tanta energía en su actuación que empezó a sudar. Segundos antes de que el juez ordenara la liberación de los acusados, su abogado no pudo resistir el calor por más tiempo. Se quitó el manto y pidió a los guardias que lo metieran en una celda.
—¿Por qué quieres encarcelar a tu manto? —preguntó el juez.
—Si estos hombres van a ser liberados —contestó el mulá—, quiero asegurarme de que mi manto esté en un lugar seguro.

Un hombre más débil

CUANDO pasaba por delante de un elegante palacete en el centro de Bagdad, Nasrudín se percató de que en su interior se estaba celebrando una fiesta. Atraído por el olor de la cabra asada, se metió en la casa pasando por entre los guardias y se sentó a la mesa. Después de la comilona, el anfitrión pidió silencio.
—Amigos —dijo—, os he invitado aquí para celebrar mis últimas y grandes victorias. Como sabéis, he sido el campeón de lucha de esta ciudad durante algún tiempo. Pero ahora, tras haber derrotado a mis competidores en otras ciudades, ¡soy campeón de todo el país!
Los comensales aclamaron a su anfitrión. Sólo Nasrudín permaneció en silencio, lo que enfureció al luchador:
—¿No te impresiona que haya pulverizado a mis enemigos y tirado al suelo a los mejores luchadores que esta tierra puede ofrecer? —preguntó.
—Depende —contestó el mulá—. Esos hombres, ¿eran más débiles que tú?
—¡Por supuesto! —se jactó rimbombante el deportista—. Eran tan débiles como moscas... tan insignificantes como las más diminutas hormigas.
—¿Y qué mérito hay en derrotar a un hombre más débil?

Un lobo para imam

LOS tiempos eran difíciles, y Nasrudín decidió buscar un empleo regular. Atraído por el dinero fácil, decidió convertirse en imam. Se enrolló un inmenso turbante alrededor de la cabeza y salió en busca de una mezquita. Visitó numerosas ciudades y lugares de culto, pero no tuvo suerte: incluso las zonas más remotas tenían ya un imam permanente.
Cansado y hambriento, Nasrudín se detuvo en una casa de té en una pequeña ciudad al pie de las montañas. En la plazoleta que estaba enfrente se había reunido una multitud enfurecida. Preguntó, y el mulá se enteró de que el gentío había cogido un lobo.
—El animal atacaba a nuestras cabras y ha causado muchos daños —explicó un campesino—. Persiguiéndolo por la ciudad, finalmente liemos conseguido acorralarlo. Estábamos discutiendo qué hacer ahora con él.
Nasrudín desenredó su turbante, lo colocó sobre la cabeza del animal apresado y lo dejó libre.
—¿Qué has hecho? —gritaron los asombrados espectadores—. ¡Ha llevado días atraparlo!
—Le he condenado al peor de los castigos —contestó el mulá—. Que sufra el tormento de tratar de encontrar trabajo vestido de imam.

Después de tu defunción

EL califa de Bagdad soñó que se le caían los dientes y su cabeza perdía el cabello. Por la mañana, convocó al astrólogo de la corte para que interpretara el sueño.
—¡Ay! —explicó el hombre—, eso significa que tu mujer y tus hijos seguirán viviendo después de tu muerte.
Al oír esto, el enfurecido gobernante mandó que encarcelaran al astrólogo.
—¿Cómo interpretarías tú el sueño? —preguntó al mulá, que estaba visitando la corte.
—El sueño significa, Eminencia, que sobreviviréis a toda vuestra familia —respondió Nasrudín.
Tranquilizado, el califa dio a Nasrudín una bolsa de oro.

Huésped de Alá

UNA noche, cuando Nasrudín y su esposa estaban sentados para cenar,. lguien aporreó la puerta. Al abrir, Nasrudín vio a un derviche con un manto de muchos colores y un turbante inmaculado.
—¡No te quedes ahí! —dijo bruscamente el hombre—. Soy el invitado de Alá, y estás obligado a invitarme y darme tu comida y tu bebida más apetitosas. Luego descansaré la cabeza en tu mejor almohada y dormiré bajo tus mantas más cálidas.
—Un momento —dijo el mulá mientras se ponía su manto—. Te llevaré a un lugar mucho más conveniente para un hombre santo tomo tú. —Pidió al derviche que le siguiera y fue corriendo a la mezquita de la ciudad.
—¡No puedo quedarme aquí! —dijo el sabio indignado—. Hace frío, está oscuro y no hay nada que comer.
—Disculpa —contestó Nasrudín—, pero dijiste que eras el invitado de Alá, y pensé que, como es lógico, estarías más a gusto en casa de Alá.

La misericordia de Alá

NASRUDÍN contrató a un mozo de cuerda para llevar sus compras del mercado hasta su casa. Cuando los dos hombres subían la pedregosa cuesta que conducía a la puerta, el mozo resbaló y cayó rodando entre gritos, por la ladera de la montaña.
—¡Gracias, Alá, por tu misericordia! —gritó Nasrudín extendiendo los brazos al cielo.
—¿Cómo puedes dar gracias a Alá por permitir que un hombre se caiga y se mate? —le preguntó su esposa, que había visto el terrible accidente.
—No le estoy dando gracias por matar al mozo: le doy gracias por no haber pagado todavía al desdichado. Si lo hubiera hecho, mi dinero estaría ahora junto a los comestibles en el fondo del barranco.

Palabras de Alá

EL sha de Irán supo que el santo Nasrudín viajaba por el país. Envió a sus exploradores para que localizaran al santo y lo llevaran a vivir . esplendor de la corte.
Después de varios meses, el sha visitó las lujosas habitaciones de Nasrudín en el palacio.
—Dime, oh santo venerado, ¿qué palabras has escuchado de labios de Alá?
—Sólo las últimas serán de interés para vos, Alteza. Alá acaba de susurrarme algo al oído.
—¿Qué te ha dicho?
—Acaba de decirme que tenga cuidado con lo que digo, para poder quedarme en el Paraíso que Él ha encontrado para mí.

Circunstancias alteradas

NASRUDÍN y un rico comerciante cabalgaban juntos a través del desierto.
—¿No es verdad que Dios recompensa a los ricos con riquezas? —dijo el comerciante al mulá—. Mira mis espléndidas botas de montar, confeccionadas con la mejor piel que el dinero puede comprar, y tus sandalias agujereadas y andrajosas. Mira mi turbante enjoyado, y los harapos que tú llevas enrollados en la cabeza. Mira mi manto de seda con botones de artesanía e hilo de oro, y la capa remendada que cuelga de tus hombros esqueléticos. Aquí estamos los dos: tú con unas pocas posesiones miserables en tus apolilladas alforjas, yo con especias que harán que príncipes y reyes lloren de alegría. Y sin embargo, cabalgamos juntos por el mismo camino, yo en un corcel árabe, tú escarbando en la arena en un asno pequeño y ridículo...
En aquel momento, las reflexiones del comerciante se vieron interrumpidas por la aparición de una banda de ladrones, que le tiraron sobre la arena, le apalearon y le dieron de patadas, y desaparecieron tras apropiarse de todo su cargamento y su montura.
—¡Qué extraordinario es esto! —dijo pensativamente Nasrudín—. Mis circunstancias parecen no haber cambiado, pero las tuyas se han alterado dramáticamente en unos pocos minutos.

Siempre demasiado tarde

NASRUDÍN acababa de volver a casa procedente del mercado, cuando escuchó el ruido de un banquete de bodas que se celebraba en la casa de al lado. Frenéticamente se quitó su ropa de trabajo, se lavó y, poniéndose sus mejores galas, voló a la casa del vecino. Pero en el tiempo que había tardado en cambiarse, el banquete había terminado, la pareja se había retirado para la noche y todos los juerguistas habían dejado la casa.
Volviendo a su hogar, desanimado, Nasrudín empezó a quitarse la ropa.
—Me parece que al primer banquete de boda al que vaya será el mío.

Entre extraños

A la aldea de Nasrudín llegó la noticia de que el juez había muerto mientras juzgaba un caso en el pueblo vecino.
—Qué extraordinario que haya escogido caerse muerto delante de gentes extrañas —dijo pensativamente el mulá—, cuando podía haberlo hecho aquí, entre los suyos.

El tesoro de otro hombre

CAMINABA Nasrudín por la ribera cuando vio una copa flotando en el agua. La sacó, miró en su interior y descubrió que estaba medio llena de agua. En la superficie brillaba la cara de un hombre.
—Lo siento —dijo al reflejo—, no me he dado cuenta de que la copa era suya. —Y sin dudarlo un instante la echó de nuevo al río.

Apetito

UN día, el suegro de Nasrudín —hombre de gran apetito— llegó a casa del mulá.
—Mis viajes me llevan justo por delante de tu casa, así que pensé detenerme unos minutos para hacerte una rápida visita —dijo, ocupando su lugar en la mesa.
Nasrudín sirvió a su huésped té y bizcochos. En unos momentos, el hombre se había bebido hasta la última gota, se había comido la última migaja del tentempié y miraba ya a su alrededor en busca de algo más. Nasrudín sirvió más té y más bizcochos, y de nuevo su suegro se comió hasta el último bocado y se bebió hasta la última gota. Nasrudín dijo a su esposa que preparara un pulao de enorme tamaño, y se fue a toda velocidad a buscar refrescos suficientes para sostener a su huésped hasta la cena. Volvió con una sandía enorme, helado, pasteles y nueces, que el hombre consumió de inmediato.
Cuando el pulao estuvo listo, comió hasta no dejar ni un solo grano de arroz. Luego se bebió seis pucheros más de té y anunció que pasaría la noche allí y continuaría su viaje por la mañana. Cuando se instaló en la cama de la pareja, Nasrudín le preguntó dónde iba el día siguiente.
—Voy de camino a Samarcanda a ver a un famoso médico que ha inventado una pócima para estimular el apetito. Cuando vuelva de regreso, entraré a veros y os contaré mis aventuras.
—¡Es una lástima, pero estaremos fuera! —exclamó Nasrudín—. Mañana salimos para Bagdad a ver a otro médico famoso que ha inventado una pócima para suprimir el apetito.

Manzanas

MULÁ Nasrudín estaba una vez trabajando como recogedor de manzanas. Después de todo un día de trabajo agotador, su jefe —que era un avaro— se negó a pagarle el salario acordado.
—No tengo dinero para darte, pero vuelve mañana a trabajar y puedes comer todas las manzanas que quieras.
El mulá volvió al otro día y siguió cogiendo diligentemente la fruta de los árboles. A la puesta de sol, trepó al árbol más alto y empezó a comer manzanas con tal deleite que el avaro se alarmó.
—¿Por qué no comes de las ramas inferiores? —le gritó desde el suelo.
—Empiezo desde arriba y voy bajando poco a poco —gritó Nasrudín—. Con casi todo un huerto de manzanas para comer, debo ser sistemático.

Recompensa de albaricoques

UN día, una multitud de traviesos escolares vio que Nasrudín compraba un kilo de albaricoques en el mercado. Le siguieron hasta su casa con la esperanza de robarle la fruta, y le vieron ofrecer un albaricoque a un hombre que le saludó en el camino. «¡Esta es la nuestra!», pensaron los traviesos pilludos, y se adelantaron corriendo por un atajo. Uno por uno se acercaron a Nasrudín con saludos y una inclinación profunda. Cada niño recibió una pieza de fruta.
Cuando la bolsa de Nasrudín se quedó vacía, vio que el médico iba hacia él e inmediatamente se escondió detrás de un árbol.
—Mulá, ¿estás bien? —preguntó el médico preocupado al verle agachado detrás del árbol.
—Sí —replicó un embarazado Nasrudín—, ¡pero no me quedan albaricoques!

¿Eres yo?

ANDABA Nasrudín por la concurrida ciudad de Bagdad cuando chocó con otro hombre y ambos cayeron al suelo.
—Perdón —dijo educadamente mientras se levantaba—, ¿tú eres tú o eres yo? Porque si eres yo, entonces yo debo ser tú.
—Seas quien seas, eres un completo lunático-replicó el otro hombre al oír la pregunta del mulá.
—Es que tú y yo somos de una complexión similar y llevamos ropas parecidas. Pensé que podría haberme confundido en la caída

Preguntar al hombre equivocado

NASRUDÍN trataba de asegurar el gallinero antes de que las aves tuvieran oportunidad de escapar, cuando fue interrumpido por un vecino. —¿Cuántos días tiene el año?
—¿Tengo yo aspecto de comerciante de años —dijo con brusquedad Nasrudín—, para que pienses que llevo la cuenta de los días?

Pregunta al vecino

CIERTA noche, Nasrudín soñó que estaba casado con la hermosa y joven esposa de su vecino. Era tan atractiva que no pudo evitar tomarla entre sus brazos y besarla. Pero tan pronto lo hizo, fue despertado por una brusca bofetada.
Restregándose los ojos, vio el rostro enjuto de su propia mujer.
—¿Qué piensas que estás haciendo?
—Creo que sería mejor que se lo preguntaras al vecino

Pregúntales a ellos, no a mí

UN hombre ávido de instrucción fue a ver a Nasrudín.
—He oído que eres un sabio respetado. ¿Qué sucede en el otro mundo?
Señalando al cementerio, Nasrudín contestó:
—Te sugiero que preguntes a alguno de ésos.

Pregunta al propietario

NASRUDÍN iba camino de su casa cuando encontró una cabra perdida y decidió llevarla con él.
—Es una cabra espléndida, mulá. ¿Cuánto costaba? —le preguntó el vecino.
—Una moneda de oro.
—Es una cabra excelente —dijo su esposa—. ¿Cuánto costaba?
—Dos monedas de oro.
—Que cabra tan simpática, padre —le dijo su hijo—. ¿Era cara? —¿Por qué todo el mundo me pregunta a mí? —dijo Nasrudín—. ¿Por qué no le preguntan a su dueño?

Pregúntaselo a tu mujer

DURANTE los meses de verano, Nasrudín dormía en el tejado, porque era más fresco que su dormitorio. Una noche fue despertado por las quejas de su mujer.
—¡Eres un holgazán! —se lamentaba—. ¡Podía haber elegido a cualquier hombre de la ciudad, pero tuve que escoger a un simplón como tú!
Tras varios minutos de insultos, Nasrudín no pudo soportarlo más. Se levantó de la cama, pero olvidó que estaba en el tejado y se cayó al suelo. Al oír el estrépito, su vecino salió precipitadamente a investigar.
—¿Cómo has llegado hasta ahí? —le preguntó viendo al mulá tirado en el suelo.
—Pregúntaselo a tu mujer —replicó Nasrudín.

Evitar

EL vecino de Nasrudín estaba siempre preocupándose y quejándose.
—¿Qué puedo hacer? —chillaba—. Cuando me levanto por la mañana, está tan oscuro que podría darme un golpe con algo y hacerme daño en un pie.
—Levántate una hora más tarde —sugirió el mulá

Insultos bestiales

NASRUDÍN y su esposa estaban discutiendo. Se oyó a un asno rebuznar en la calle y la mujer le dijo:
—Ahí está tu padre llamándote. Ve a ver qué quiere.
Sin decir palabra, Nasrudín salió y regresó unos minutos después. —Me ha dicho que te diera recuerdos de tu madre, el cuervo.

Ser un experto

UN grupo de ciudadanas estaba cotilleando en la plaza del mercado:
—Mi marido siempre cree que lo sabe todo —se quejaba una.
—Sin duda no es más sabiondo que el mío —dijo otra.
—Seguro que ninguno de ellos se considera tan experto como mi marido —dijo la mujer de Nasrudín.
Justo en ese momento, Nasrudín vio a su mujer y fue a unirse a la conversación.
—¿Cuál es el tema de la discusión? —preguntó.
—La cocción en el horno —contestaron las mujeres, no queriendo admitir que se habían estado quejando de sus maridos.
—Ah —hizo saber Nasrudín—, ¡da la casualidad que soy el pastelero más experto de la ciudad!
Su mujer intercambió una mirada con sus compañeras.
—Dinos, marido, ¿qué ingredientes elegirías?
—Bien, puede ser complicado, porque todo depende de los ingredientes que uno tenga. Habitualmente descubro que si hay mantequilla, no hay huevos. Si hay huevos, no hay mantequilla. Si hay huevos y mantequilla, no hay harina o azúcar. Y si todos estos ingredientes están presentes, entonces no estoy yo.

La mejor manera de aprender

DURANTE un período de particular desorden en el país, el rey prohibió que se portaran armas por las calles. Temeroso de ser atacado mientras regresaba una noche a su casa, Nasrudín ocultó un gran garrote bajo su capa. El arma fue descubierta al ser parado y cacheado por la policía, que se lo llevó para que respondiera ante el rey.
—Antes de que te meta en prisión, ¿qué tienes que decir en tu defensa? —preguntó el monarca.
—Soy maestro de la escuela local —contestó Nasrudín—, y necesito el garrote para castigar a mis alumnos.
—¿No eres demasiado severo?
—Puede parecéroslo, Majestad, pero no habéis oído las sandeces que dicen.

Mejor ser pecador

¡SOIS todos unos pecadores despreciables y unos holgazanes inmorales! —vociferaba un predicador ambulante a un grupo de aldeanos—. ¡Ningún hombre de este lugar verá las puertas del Paraíso!
—¿Estás seguro? —preguntó mulá Nasrudín sorprendido.
Furioso porque se pusieran en duda sus palabras, el predicador se volvió contra el mulá.
—¡Haz todas las bromas que quieras, advenedizo! —bramó—, ¡pero tu serás el primero en sentir las llamas del infierno lamiendo tus botas!
—¿Y dónde irás tú después de tu muerte?
—¿No lo sabes? Un creyente virtuoso como yo irá directamente al Paraíso eterno.
—En ese caso —contestó Nasrudín tranquilamente—, pienso que es mejor si acompaño a mis amigos y parientes al infierno. Prefiero contar chistes para entretenerles que tener que vivir con maníacos como tú por toda la eternidad.

Mejor sus fardos

—RÁPIDO —cuchicheó la mujer de Nasrudín una noche—, hay ladrones en casa. Veo los bultos que han dejado en el jardín.
Nasrudín echó a un lado la ropa de la cama e hizo amago de salir por la ventana.
—¿Qué haces? —le preguntó su esposa.
—Mientras registran nuestras miserables posesiones, voy a robarles sus fardos.

Mejor descalzo

NASRUDÍN se compró una par de babuchas nuevas y decidió llevárselas puestas a casa. No había ido muy lejos cuando la babucha izquierda le empezó a rozar. El mulá se sentó, se la quitó, y la babucha cayó rodando por el borde del camino hasta un arroyo. Viéndola flotar, Nasrudín miró la babucha derecha.
A decir verdad, me siento muy aliviado al ver marcharse a tu amiga. Me estaba haciendo una ampolla horrible. Ahora puedo volver a casa descalzo y tú descansar hasta que vuelta tu amiga.

Nacimiento y muerte

UN día, el rey pidió a Nasrudín que contestara a una pregunta:
—Dime, mulá, ¿durante cuánto tiempo seguirán los niños naciendo y la gente muriendo?
—Nacimiento y muerte continuarán hasta que los fuegos del infierno se hayan consumido a sí mismos y el Paraíso esté demasiado lleno para recibir a nadie más.

Narices mordidas

NASRUDÍN oyó a sus dos hijos luchando fuera y fue a separarlos. En el jardín encontró al más joven agarrándose la nariz y gritando.
—¿Por qué gritas?
—¡Me ha mordido la nariz! —lloriqueó el chico señalando a su hermano. —¡Es mentira! —protestó el otro—. Él mismo se la ha mordido.

Huesos y todo

UNA noche, el imam invitó a Nasrudín a que se le uniera a cenar. Mientras los hombres comían el cordero asado, Nasrudín se dio cuenta de que su anfitrión estaba poniendo subrepticiamente los huesos desechados en su plato.
Al final de la comida, el imam se recostó y sonrió:
—¡Mira que eres glotón, mulá! ¡Has roído el doble de huesos que tu anfitrión!
—Si yo soy glotón —contestó Nasrudín—, me pregunto qué palabra habrá que utilizar para el hombre que se come la carne con huesos y todo

Nombres prestados

NASRUDÍN llegó al palacio con un pollo.
—Majestad —anunció con una gran inclinación—, anoche estaba jugando a las cartas y aposté en vuestro nombre para que me diera suerte. Gracias a vos, gané esta ave y vengo a pagar la deuda.
Muy complacido por ello, el rey aceptó el ave. Al día siguiente, el mulá apareció en la corte con una cabra.
—Majestad, de nuevo vuestro nombre me ha traído suerte, y me pistaría ofreceros esta cabra en recompensa.
De nuevo el rey aceptó el presente.
Al tercer día, Nasrudín llegó al salón del trono con dos hombres de aspecto violento.
—Anoche —dijo el mulá—, volví a tomar prestado vuestro nombre, pero, desgraciadamente, esta vez no me trajo suerte y ahora debo cien monedas de oro a estos dos hombres.
El rey aceptó pagar las deudas de Nasrudín, pero le dijo que nunca volviera a tomar prestado su nombre.

Pasteles prestados

HAMBRIENTO, Nasrudín fue al mercado a vender sus últimas posesiones. Un comerciante sin escrúpulos cogió la colección de artículos domésticos y le dijo:
—Vuelve a por tu dinero mañana, pues no tengo nada en este momento.
A pesar de las tímidas súplicas de Nasrudín, se negó a pagar. Tambaleándose, volvió a casa, y al pasar por los puestos del mercado, el mulá se encontró con una panadería. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, cogió tres pasteles y salió corriendo con ellos. Sentándose en un callejón, se comió rápidamente los pasteles.
—Compasivo Alá —dijo cuando terminó con el último—, no soy un ladrón. Simplemente he cogido prestados estos pasteles del panadero. Así pues, por favor, ocúpate de que el dinero del panadero sea descontado del que me debe el comerciante que se quedó con mi batería de cocina. No me gusta estar en deuda con nadie

Las babuchas prestadas

UNA noche, Nasrudín estaba dando un paseo cuando tropezó con un hombre bebido, tumbado en la hierba. Al ponerlo boca arriba, reconoció al borracho, que no era otro que el juez, hombre famoso por pronunciar duras sentencias por las faltas morales. Al ver que estaba inconsciente, Nasrudín le quitó sus elegantes babuchas y el manto y siguió su camino.
Fue sólo cuando el juez volvió a su casa, dando traspiés, al día siguiente, cuando se dio cuenta de que le habían robado. Lívido, dijo a la policía que buscaran en cada casa hasta que encontraran al culpable.
No pasó mucho tiempo antes de que Nasrudín fuera llevado al tribunal.
—¿Dónde conseguiste esas babuchas y ese manto? —preguntó el juez.
—Se los cogí a un borracho que encontré tumbado en la cuneta la noche pasada —contestó el mulá—. Desde entonces estoy tratando de devolvérselos, pero no conozco su identidad. ¿No le conocerá Su Señoría por casualidad?
—¡Por supuesto que no! —replicó el juez, comprendiendo que cualquier otra respuesta habría arruinado su reputación— ¡Caso archivado!

¿Chico o chica?

MIENTRAS Nasrudín estaba en la corte de Tamerlán el Conquistador, le llegó la noticia de que su esposa había dado a luz.
—¿Qué ha tenido tu mujer esta vez? —preguntó el soberano del mundo a Nasrudín.
—A diferencia de vuestra majestad, un hombre humilde como yo será padre de un niño o de una niña —contestó el mulá.
—¿Y qué piensas que tienen los emperadores como mi propio padre? —preguntó Timur con una sonrisa.
—Tiranos, opresores, dictadores, déspotas... Hay mucho donde elegir.

Los ladrones y el rey

UNA noche, los ladrones forzaron la casa de Nasrudín y le robaron lodo lo que poseía. Cuando, a la mañana siguiente, se despertó y descubrió la pérdida, corrió directamente al palacio.
—La noche pasada, los ladrones arramblaron con todas mis pertenencias, y a vos corresponde compensar mi pérdida —le dijo al rey.
—Pero yo no he cogido nada tuyo, mulá —dijo el monarca.
—No directamente —contestó Nasrudín—, pero como gobernante de este país, sois responsable de todo lo que sucede aquí

Camellos y hombres

—NASRUDÍN —le preguntó el vecino—, ¿quién es más inteligente, el camello o el hombre?
—El camello —contestó el mulá—, porque lleva cargas pesadas sin quejarse, pero nunca pide una carga adicional. El hombre, por el contrario, atestado de responsabilidades, siempre quiere aumentar sus cargas.

Una cabeza imprudente

NASRUDÍN se estaba atando el turbante cuando el viento se lo arrebató.
—¡Qué lástima! —se lamentó su amigo—. Era una hermosa tela de muselina india.
—Nunca debí confiárselo a mi imprudente cabeza. Es el tercer turbante que ha perdido esta semana —dijo Nasrudín.

Trinchar faisán

UNA noche, en la mesa del rey, se pidió a Nasrudín que trinchara el faisán. Servicialmente, se levantó y empezó a servir a los demás comensales. Ofreció la cabeza al rey, diciendo:
—Eres nuestro jefe y el cabeza de tu familia.
Al tesorero de la corte le dio las alas con estas palabras:
—Tu malversación se descubrirá y pronto alzarás el vuelo.
Las patas las dio al jefe del ejército:
—Pronto entrarás en combate.
El cuello se lo dio al gran visir, diciendo:
—Tu propio cuello será roto un día por la soga del verdugo.
Puso el resto del animal en su propio plato, y dijo:
—Lo que queda es mío, por haberlo trinchado tan bien.

Las cadenas, mañana

CAMINABA Nasrudín hacia su casa en compañía de un alumno, cuando vio que unos ladrones forzaban una casa. El mulá fue rápidamente a por ellos.
—¿Quiénes eran esos hombres —preguntó el escolar—, para que fueras tan deprisa?
—Presidiarios —contestó Nasrudín.
—Pero no llevaban cadenas.
—Las llevarán mañana.

Burlando a las estrellas

NASRUDÍN se había hecho un nombre como adivino de la ciudad, pues sus predicciones se revelaban, en general, acertadas.
Un día, se acercó a él una anciana y le preguntó:
—¿Dónde está mi hijo mayor, Bedar, y cuál es su suerte?
—Vive en Bagdad —contestó el mulá—, y permanecerá allí con buena salud durante muchos años.
En ese momento, llegó a la ciudad una caravana de comerciantes.
—¿Vive aquí la madre de Bedar? —preguntó uno de los camelleros—. Su nuera me ha pedido que le diga que Bedar ha muerto y que ella vive ahora en la India.
La multitud, enfurecida, se volvió contra Nasrudín.
—¡Eres un estafador! —vociferaron—. ¡Tus predicciones son una farsa!
—Amigos —exclamó Nasrudín—, no soy un estafador, sino un insensato. Las constelaciones indican que Bedar disfruta de buena salud, pero fui un insensato al leer la fortuna de un hombre que se burla de las estrellas.

Psicología de un niño

LA esposa de Nasrudín estaba de parto, pero la comadrona era incapaz de sacar al niño. Finalmente, desesperada, se volvió al mulá.
—Se supone que eres un hombre sabio. ¿No me puedes ayudar?
—¡Si me lo hubieras pedido antes! —exclamó Nasrudín, y se fue a toda velocidad al bazar. Volvió pocos minutos después con una peonza, que empezó a hacer girar en el suelo.
—¿Te has vuelto loco? —graznó la comadrona.
—Ten paciencia —contestó tranquilamente Nasrudín—. Cuando el niño vea el juguete, ¡saldrá de un salto para jugar con él!

Comidas selectas

NASRUDÍN estaba invitado a cenar en casa del hombre más avaro de la ciudad. Pero cuando llegó el momento de comer, el mulá vio consternado que no se le servía más que un tazón de leche.
—¡Come, come, amigo mío! —le dijo el avaro—. Tenemos yogur, nata y queso, tenemos pudding de arroz, natillas y mantequilla...
Cuando el mulá hubo vaciado el tazón, presentó sus excusas y volvió hambriento a su casa.
Al día siguiente, devolvió la invitación al avaro. En cuanto el huésped llegó, le acomodó en la mesa, le puso un cojín a la espalda, cuchillo y tenedor en sus manos, y un tazón ante él. Cuando el avaro miró lo que había en el tazón, no vio más que agua.
—¡Come, come, amigo mío! —exclamó Nasrudín—. Come hasta hartarte de sandía y sopa, come pescado y verduras selectas, arroz y sorbete.

Médicos de ciudad

MIENTRAS estaba en la ciudad, Nasrudín se desplomó en la calle. Afortunadamente, estaba justo delante de la casa de un médico. Cuando el hombre lo examinó, el mulá dijo con voz entrecortada:
—Eminente doctor, he sufrido de esta enfermedad durante mucho tiempo y no espero que un hombre de ciudad como usted encuentre el remedio.
—Es muy simple —dijo el doctor examinando al hombre debilitado—: te desmayas de inanición. Comida es la única medicina que necesitas.
Dicho esto, ordenó que llevaran carne y arroz al viajero. Al punto, Nasrudín sintió que recuperaba las fuerzas.
—Es usted un genio. Ha curado a un moribundo. Toda mi aldea sufre de la misma enfermedad. En cuanto tenga fuerzas, volveré a casa y diré a mis amigos y vecinos que vengan para que les dé un tratamiento similar.

Disturbio social

TAMERLÁN, el soberano del mundo, estaba molesto por los disturbios en un rincón lejano de su imperio. Le llegó la noticia de que en una de las ciudades de esa comarca, los campesinos se habían rebelado y habían asesinado al propietario opresor.
Tamerlán llamó a sus generales para que sofocaran inmediatamente la violencia.
—Llevad toda la infantería que necesitéis. Coged escaleras con las que trepar las murallas de la ciudad; y cañones para reducir el lugar a polvo; y elefantes y camellos para sobrecoger a todo hombre, mujer y niño.
—Has olvidado la única arma que podría calmar los disturbios mejor que el elemento más poderoso de tus fuerzas —musitó Nasrudín al oído del rey.
—¿Cuál es? —preguntó Tamerlán expectante.
—Un hombre sensible que escuche las quejas de los nativos y luego ocupe su puesto como señor.

Estupidez absoluta

UN día, Nasrudín tomó asiento en los baños turcos. El vapor era tan denso que no podía distinguir al hombre que estaba a su derecha.
—¡Qué atrevimiento! —gruñó el rey a través del vapor—. ¡Sentado junto a mí de manera tan familiar! ¡Debes estar próximo a la estupidez absoluta!
—Espera que lo mida —contestó Nasrudín tanteando el espacio que había entre ellos—. Yo diría que aproximadamente a medio pie.

Mantos

UN día de invierno, el juez encontró a Nasrudín en el mercado.
—Extraordinario —dijo pensativamente—: llevo el más cálido de mis mantos forrado de piel y sin embargo estoy helado por el viento. Mientras que tú, vestido con harapos, no pareces sentir el frío. ¿Cómo es posible?
—Un hombre que lleva encima toda su ropa no se puede permitir tener frío —contestó Nasrudín.

Ciego al color

EL sha era un hombre muy presumido. Un día, el barbero de la corte observó que la barba real comenzaba a encanecer, y el desdichado fue inmediatamente decapitado.
El gobernante buscó entonces otro peluquero.
—Dime —preguntó al primer candidato—, ¿ves algún pelo gris en mi barba?
—Uno o dos, Excelencia —admitió el hombre.
—¡Llamad al verdugo! —ordenó el sha, y también él fue quitado de en medio.
El monarca se volvió hacia el siguiente aspirante al empleo y le hizo la misma pregunta. Horrorizado por la suerte de su predecesor, se inclinó profundamente y dijo:
—Majestad, vuestra noble barba es tan negra como el azabache.
—¡Embustero! —bramó el sha, que ordenó decapitar de inmediato al pobre hombre.
Finalmente, se volvió a Nasrudín.
—¡Tú! ¿Cómo describirías el color de mi barba?
—¡Ay! —dijo el mulá—, desgraciadamente soy ciego para el color.

Llega el Día del Juicio

TODA la aldea se había reunido para escuchar las enseñanzas de un renombrado sabio que estaba recorriendo el país. Al final del sermón, los sencillos aldeanos estallaron en un ruidoso aplauso. Levantando una mano llena de anillos, el orador ordenó silencio:
—Buenos hombres y mujeres, el Día del Juicio, id a las orillas del río para que los castos y los puros puedan beber las aguas de la vida eterna y pasar la eternidad en el Paraíso.
—¡Espera un momento! —sollozó Nasrudín, que había escuchado el sermón con piadosas lágrimas corriendo por su rostro—. Si sólo los castos pueden saborear las aguas santas en el Día del Juicio, ¿cómo las podremos beber tú o yo?

Comandante de asnos

NASRUDÍN era impopular entre los demás cortesanos, que le consideraban el favorito del rey.
—Mulá, el rey te ha hecho comandante de sus asnos —bromeó un día el gran visir.
—¡Cuánto honor! —contestó Nasrudín—. ¡Jefe de los asnos debe de ser el puesto más elevado del reino!
—¿Cómo es eso? —preguntó el visir.
—Porque significa que debes estar bajo mis órdenes

Compensación

UN día, Nasrudín fue llamado como testigo de un proceso criminal.
Mientras estaba en la sala del tribunal, unos ladrones escalaron la casa del mulá y robaron todo el mobiliario. Al regresar a su casa y descubrir que faltaban sus posesiones, Nasrudín volvió directamente a la sala del tribunal. Amontonó sillas, mesas y bancos en un carro y se dispuso a marcharse.
—¿Quieres ser encarcelado por el resto de tu miserable vida? —vociferó airado el juez.
—Por supuesto que no, Su Señoría —contestó el mulá—. Simplemente reclamo lo que es legítimamente mío.

Sentencia desconcertante

TODOS los que estaban en la sala del tribunal quedaron en silencio cuando escucharon la sentencia del juez a un joven delincuente, que le condenaba a cincuenta latigazos. El silencio fue roto por Nasrudín, que empezó a soltar alaridos y carcajadas.
—¡Silencio! ¡O te detendré por desacato! —gritó furioso el juez.
—Perdonadme, Señoría, pero vosotros y yo sabemos que el máximo de latigazos que este hombre puede soportar son cinco. Naturalmente, di por supuesto que os habíais hecho un lío con las matemáticas y habíais multiplicado la sentencia por diez.

Consuelo

EL rey apuntó con su flecha a un venado, disparó y falló.
—¡Un disparo desafortunado, Majestad! —dijo con voz quejumbrosa el gran visir.
—¡Un arco defectuoso, Majestad! —dijo con sonrisa afectada el tesorero. —¡Consolaos pensando a cuántos inocentes habéis conseguido matar, Majestad! —sugirió Nasrudín.

Crimen y castigo

EN uno de sus viajes, Nasrudín llegó a un país particularmente devoto. Enseguida le acusaron de ser un infiel. Le ataron de pies y manos y fue arrastrado para ser procesado.
El rey, un fanático religioso, sentenció al descreído a cincuenta latigazos.
—¿Qué tienes que decir en tu defensa antes de que se cumpla el castigo?
—¡No soy un hereje, Excelencia! —gritó Nasrudín—. Has ordenado que yo sea golpeado, pero cuando el Profeta quiso convertir a los árabes al Islam, mandó que fueran golpeados con palos. ¿Cómo es que yo debo recibir un castigo similar por renunciar supuestamente al Islam?

Casa atestada

NASRUDÍN y su mujer hablaban sobre sus padres.
—Mi madre cocina muy bien —dijo el mulá.
—¿Cómo puedes decir eso? —gritó su mujer—. ¡Mi madre es cien veces mejor cocinera que la tuya!
Rojo de ira, Nasrudín agarró a la mujer por el cogote y la sacó al jardín.
—¿Qué haces? —preguntó su vecino.
—Hay poco sitio en la casa para dos —explicó Nasrudín—. Cuatro es sencillamente demasiado.
—¿Cuatro?
—Sí, primero éramos sólo yo y ella, luego se metió en casa mi madre, y, finalmente, también su madre vino para quedarse. La casa estaba tan abarrotada con ellas y sus baterías de cocina, que mi mujer ya no cabía.

Gafas peligrosas

EL vecino de Nasrudín empezó a llevar gafas.
—¿Para qué sirven? —le preguntó el mulá.
—Aumentan el tamaño de las cosas —contestó el hombre.
—¡Entonces, ten cuidado al comer, no sea que la comida crezca demasiado y te atragantes! —le previno Nasrudín.

Los peligros de la lluvia

CUANDO murió su primera mujer, Nasrudín se volvió a casar. Un día, hacía tan mal tiempo que se refugió en la tetería.
—¡Mira cómo llueve! —exclamó el propietario—. No me extrañaría que se llevara toda la superficie de la tierra y saliera lo que está debajo.
—Espero que no —contestó el mulá—, pues entonces mi última esposa saldría de la tumba y ahuyentaría a la que la sustituye.

Los peligros de dormir

UN día, el astrólogo de la corte le dijo al rey que se le había aparecido en sueños. El sha mandó que torturaran al hombre hasta que estuviera dispuesto a describir la apariencia que su señor había asumido en el sueño.
Al escuchar los gritos de dolor, Nasrudín pidió permiso para abandonar el palacio.
—¿Qué provoca de improviso esta decisión de partir? —preguntó el monarca.
—El conocimiento de que no tengo control sobre mi subconsciente cuando duermo —contestó el mulá.

Gallina muerta

NASRUDÍN vendió una gallina en el mercado. Al día siguiente, el comprador corrió a toda velocidad a su puesto.
—¡Eres un estafador! Me vendiste una gallina enferma. Ha muerto esta mañana.
—¡Qué extraordinario! —contestó el mulá—. Nunca se comportó así mientras era mía.

¿Vivo o muerto?

NASRUDÍN se encontró en la calle con un estafador.
—¡Me habían dicho que estabas muerto y enterrado! —exclamó el mulá.
—Como ves, estoy vivo y en perfecto estado —contestó el otro.
—No pienses que voy a caer en esa trampa —dijo Nasrudín—. Si dices que estás vivo, seguro que estás muerto. ¡Todos sabemos lo embustero que eres!

Un asno mentiroso

NASRUDÍN cabalgaba hacia su casa desde el mercado soñando despierto con el pulao que tomaría para cenar. Con sus pensamientos llenos de arroz azafranado, jugosa carne y cebollas fritas, no prestó mucha atención al camino que su burro tomaba de regreso a casa. Su sueño despierto se rompió finalmente cuando el asno, dando bandazos, se paró junto a una casa.
—¡Ven! Tengo todos los ingredientes para tu mejor pulao —llamó Nasrudín a su esposa.
Pero la mujer que apareció ante él cuando finalmente miró era una completa desconocida. Comprendiendo que no sólo se trataba de la esposa equivocada, sino de la casa equivocada e incluso del pueblo equivocado, el mulá miró severamente a su asno.
—Si me hubieras dicho que querías venir aquí, tal vez lo hubiera considerado, ¡pero no aguanto las mentiras!

Descendientes

DURANTE un tiempo, Nasrudín estuvo desterrado de la corte del rey por sus burlas constantes. Al regresar a su pueblo, empezó a plantar un bosque de árboles jóvenes alrededor de su propiedad.
—¡Cómo has perdido el favor real! —se rió entre dientes el imam, regocijado—. Tu barba será blanca como la nieve antes de que esos arbolitos tengan unos palmos de altura. Y sin duda, nunca verás los árboles en su esplendor.
—Muéstrame a un hombre que no piense en sus descendientes —contestó Nasrudín—, y yo te mostraré a alguien que no es nada.

Gallinas tortuosas

NASRUDÍN compró algo de grano en el mercado y empezó a cavar un hoyo en el que almacenarlo. Cavó durante todo el día, pero el hoyo parecía no querer ir hacia abajo y en lugar de ello se desviaba hacia un lado. Finalmente, llegó cavando hasta el gallinero de su vecino.
—¡Rápido! —gritó a su asombrada esposa—. Ven a ver, he encontrado unas malditas gallinas bajo el suelo. Estaban escondidas para robarme el grano.

Corazones diferentes

EN cierta ocasión, Nasrudín estuvo empleado como cocinero. Un día, su amo le mandó al mercado a comprar los ingredientes para un gran banquete que se iba a ofrecer aquella noche a unos invitados importantes.
Llegada la hora de la cena y presentada la comida, los nobles comensales se sintieron disgustados al comprobar que todos los platos estaban hechos con corazón de oveja.
—Te dije que preparases un banquete con los manjares más exquisitos: los productos alimenticios más dulces y agradables para estos honorables invitados.
—Señor —replicó Nasrudín—, ¿qué puede ser más dulce y agradable que el corazón? Ése es el órgano que alberga el amor, la compasión, la generosidad y la misericordia.
Dejando de lado su explicación, el amo le ordenó que volviera a la cocina.
—¡Vuelve con algo menos puro pero más decadente e indulgente!
Pasó una hora, luego dos, y los invitados, hambrientos, empezaron a impacientarse. Finalmente reapareció el cocinero con la comida de repuesto. Pero vieron horrorizados que, de nuevo, en los platos se amontonaban enormes corazones de oveja. El anfitrión y sus ofendidos invitados pidieron una explicación.
—Señor —dijo el cocinero—, esta vez me pedisteis que trajera platos indulgentes y decadentes de naturaleza menos pura. ¿Qué puede haber más indulgente que un corazón que trata de servirse sólo a sí mismo? ¿O más decadente que un corazón que sólo busca placer?

Diferentes propietarios, pájaros diferentes

ESTABA Nasrudín comprando en el mercado cuando vio que se vendía un pavo real por veinte monedas de oro. Marchó corriendo a casa, agarró a su ganso y volvió rápidamente al bazar, donde montó su puesto próximo al del rico comerciante que tenía en venta el pavo real.
Para su asombro, ni una sola persona le ofreció veinte monedas de oro por su ganso, mientras que una interesada multitud se reunía alrededor del comerciante próximo a él, ofreciendo sumas enormes por el ave.
—¿Cómo es que a ti te acosan prácticamente los clientes pretendiendo quedarse con el pavo, mientras mi rellenito ganso no le interesa a nadie?
—Sencillo —contestó el comerciante dándose bombo—. Éste es un pavo real, un ave con un plumaje encantador, que se atilda y pavonea todos los días, con la cabeza bien alta. ¡Es tan noble como el rey!
—¡Pero mi ganso es igual que tú! —replicó Nasrudín—. Se contonea como tú, sisea como tú y es tan mugriento como tú. ¿Acaso piensas que no vales veinte monedas de oro?

Sendas diferentes

—TÚ eres un gran místico —le dijo a Nasrudín uno de sus pupilos—, y sin duda sabrás por qué los hombres siguen sendas diferentes a lo largo de su vida, en vez de seguir todos una única senda.
—Sencillo —contestó su maestro—. Si todo el mundo siguiera la misma senda, todos acabaríamos en el mismo lugar; el mundo, perdido el equilibrio, se inclinaría, y todos nos caeríamos al océano.

Pecados disueltos

NASRUDÍN decidió ganarse la vida absolviendo los pecados de los demás. Encontró una vieja botella que llenó de agua hasta la mitad. Luego puso un puesto en el bazar. Pronto tuvo a su alrededor una muchedumbre de gente que clamaba por ser purificada. Cada uno pagaba una moneda de oro, soplaba en la botella y se le decía que sus pecados estaban olvidados. Acertó a pasar por allí Tamerlán el Conquistador, y, observando la muchedumbre que se apiñaba en torno al puesto de Nasrudín, se detuvo para mirar más de cerca.
—¿Cuántos pecados a la vez puede contener tu botella? —preguntó.
—Solamente uno, y luego tengo que agitarla para disolver el pecado en el agua bendita.
Tamerlán entregó una moneda de oro, sopló en la vasija y luego dio otra moneda. Una vez tras otra, sopló, y una vez tras otra Nasrudín aceptó el dinero y disolvió el pecado en el agua. Después de varias horas, el Conquistador hizo una pausa:
—Estoy sin aliento; ven mañana a mi casa y continuaremos.
Y de este modo, Nasrudín se aseguró unos ingresos regulares durante un tiempo considerable, pues Tamerlán tenía muchos amigos que necesitaban el mismo servicio.

Saltar a por la comida

NASRUDÍN fue invitado a comer en casa de un hombre conocido por sus maneras mezquinas. Cuando le sirvieron la comida, el mulá descubrió que su tazón contenía nada más que una sopa aguada. Sin decir palabra, empezó a desnudarse.
—¡Nasrudín! ¿Qué estás haciendo? —preguntó el avaro sorprendido.
—Me preparo para meterme en la sopa y ver si puedo encontrar un trozo de carne oculto en el fondo.

¿Persiguen los ángeles a los ladrones?

EL imam encontró a Nasrudín sentado en la cocina con su perro.
—¡Maldito infiel! —gritó—. ¿Has olvidado que el patriarca Noé dividió a los animales en dos categorías: puros e impuros?
—¿Y en qué categoría cae mi perro guardián?
—¡En la categoría de impuro, desde luego! ¡Haz salir ese perro asqueroso de tu casa o sufrirás la ira de Dios, que enviará a sus ángeles a tu miserable morada!
—¿Y los ángeles de Dios ahuyentarán a los ladrones y cuidarán de mis cabras?
—¡Lunático! —replicó el imam—. ¿Por qué los santos ángeles deberían preocuparse de tus insignificantes necesidades?
—Entonces, y a riesgo de enfadar a Dios, me temo que voy a conservar mi perro.

¿Perro o buey?

UN día, el emir decidió incordiar un poco a Nasrudín.
—¿Cómo te sientes, mulá? —le preguntó con una sonrisa.
—Tan bien como un buey —contestó el sabio.
—¿Ah sí? Tan bien como un buey, ¿eh? ¿No querrás decir «como un perro»?
—Sí —replicó Nasrudín—. Ahora que lo dices, un perro es una descripción mejor.
—Qué rápido cambias de opinión, mulá.
—Majestad, cuando me preguntasteis al principio, me sentía tan bien como un buey, pero después de unos momentos de conversación, recordé que desde que Vuestra Alteza honró este país con su gobierno, mi vida ha sido similar a la de un perro.

Hacer las cosas al revés

UN día, las ocurrencias de Nasrudín habían molestado al rey hasta el punto de que éste dijo al verdugo que diera al mulá cien latigazos. Al escuchar la sentencia, Nasrudín se quitó la camisa y llamó a voz en grito a la masajista de la corte.
—Es costumbre dar el masaje en la espalda después y no antes de que el verdugo haya hecho su trabajo —dijo la masajista.
—Cierto —contestó Nasrudín—, pero después de haber sufrido el látigo, no estaré en condiciones de apreciar el masaje.

El asno astrólogo

NASRUDÍN estaba cansado de ser astrólogo de la corte. La tensión de saber que cualquier predicción errónea podía costarle la cabeza le convenció de buscar un sucesor. Un día, llevó a su asno hasta el enorme trono cubierto de joyas.
—Majestad, no puedo seguir leyendo las constelaciones, porque he encontrado a un astrólogo mucho más cualificado que yo. —Dicho esto, señaló el asno.
—¿Cómo un burro asqueroso va a estar más cualificado que tú? —preguntó el rey.
—Posee dos cualidades fundamentales que yo no tengo —contestó Nasrudín—: orejas lo suficientemente ridículas para escuchar interminables preguntas estúpidas, y una voz lo bastante absurda para responderlas.

Entierro de un asno

DESPUÉS de muchos años de abnegado servicio, el burro de Nasrudín murió. El mulá quedó tan trastornado por el fallecimiento del animal, que prometió darle un entierro decente. Envolvió el cuerpo en una mortaja, y aquella noche, ya tarde, entró furtivamente en el cementerio y lo enterró. Los aldeanos se enteraron de esto y llevaron a Nasrudín a los tribunales.
—Su Señoría —dijo el mulá—, más que ofender, simplemente he realizado la voluntad indirecta de Dios. Antes de morir, mi burro me hablaba en el lenguaje de los humanos. ¿Cómo podía tener el don del habla si no fuera concedido por Dios?
—¿Y qué decía el burro cuando hablaba? —preguntó el juez.
—Me pidió que lo enterrara en el cementerio y pagara al tribunal veinte monedas de oro.
Los cargos fueron retirados.

El rey burro

CUANDO los recaudadores se llevaron la última de sus posesiones, Nasrudín montó en su asno y fue a ver al rey. Después de cabalgar varios días, llegó a las puertas del palacio, agotado del viaje y hambriento.
—¿Qué buscas aquí? —preguntaron los guardas de palacio.
—¡Soy un gobernante!
Inclinándose profundamente, los guardias fueron corriendo a informar al rey.
—Alteza, ha llegado un gobernante.
—¡Traedle inmediatamente a mi presencia! —dijo el monarca.
Cuando Nasrudín fue llevado al brillante salón del trono, el rey se quedó estupefacto por su andrajosa apariencia.
—¿Eres gobernante?
—Sí, lo soy.
—Como gobernante de este gran reino, gobierno el país hasta donde la mirada puede alcanzar. Discúlpame por hacerte una pregunta tan poco delicada, pero ¿de qué exactamente eres tú gobernante?
—Bien —contestó el mulá—, fui una vez gobernante del Reino del Huerto de Manzanas. Luego, fui gobernante del Bancal de Melones. Más recientemente, fui gobernante de Mi Hogar. Pero, ahora que mis enemigos han arramblado con la mayor parte de mi riqueza y de mi tierra, los tiempos son difíciles. En estos días soy simplemente gobernante de Mi Asno. —El rey sonrió.
—Tú eres el gobernante de Tu Asno, y yo el gobernante de todo este país. Nosotros dos, gobernantes, no debemos separarnos.

Burros de carga

UN día, el rey y el príncipe de la corona dijeron a sus cocheros que los llevaran por el parque real, y a Nasrudín le dijeron que los acompañara a pie. Mientras la carroza corría por los jardines, Nasrudín avanzaba detrás a duras penas, jadeando. Después de una hora, los caballeros redujeron la marcha y el mulá supuso que le iban a llevar en el coche. En lugar de ello, el príncipe de la corona extendió un brazo y dejó caer dos pesadas togas sobre su cabeza.
—¡Lleva eso! —le dijo en mal tono, haciéndole una seña para que continuara su camino.
Pasó otra hora y Nasrudín, casi extenuado, seguía corriendo al lado.
Finalmente, la carroza se detuvo de nuevo. Esta vez el rey sacó la cabeza por la ventana.
—Debes de estar cansado, mulá —dijo—. Nuestras ropas están tan maravillosamente cosidas con oro y pedrería, que llevas la carga de un burro.
—Realmente —jadeó el mulá—, llevo la carga de dos burros.

Burro contra corcel

NASRUDÍN fue empleado por un gobernador local, un anciano que se había casado recientemente con una mujer joven y hermosa. Un día, el gobernador mandó llamar a Nasrudín.
—Esta mañana, mi esposa fue a la ciudad a visitar a sus padres. Es tarde, y quiero que vayas a buscarla.
Nasrudín se puso en camino, pero no volvió con la esposa de su jefe hasta varias horas más tarde.
—¡Qué imbécil fui al enviar a una tortuga en un burro escuchimizado a recoger a mi esposa! —dijo el gobernador—. La próxima vez enviaré a un jinete en un caballo de carreras.
Unos días más tarde, su esposa fue de nuevo a visitar a sus padres y, recordando la tardanza de Nasrudín, el gobernador envió a su jinete más veloz a recogerla.
Pasó un día, luego dos, luego tres, y por fin, una semana después, regresaron el jinete y la esposa del gobernador.
—Te debo una disculpa, Nasrudín —admitió el gobernador—. Tu lento burro ha demostrado ser mucho más rápido que el corcel más veloz de mi establo.
—No es lo que envías, sino a quién envías —replicó el mulá.

Haz algo por ti

NASRUDÍN y su patrón, un joyero, viajaron a Iraq a comprar piedras preciosas. Una noche, los dos hombres se instalaron para dormir bajo las estrellas. Apenas Nasrudín había tenido tiempo de cerrar los ojos cuando el joyero gritó:
—¡De prisa, hombre! Alimenta el fuego, que me parece que está empezando a apagarse.
—Imposible —replicó Nasrudín—. Puse un gran trozo de leña hace un momento.
Un poco después, el comerciante volvió a gritar:
—¡Rápido! ¡Apaga el fuego! Atraerá a los ladrones que robarán todos mis objetos de valor.
—Imposible —contestó Nasrudín—. El fuego se ha extinguido hace varios minutos.
Pasó un minuto y el joyero vociferó:
—Nasrudín, me están picando los mosquitos. Enciende el fuego otra vez.
—Escucha, amo —dijo con brusquedad Nasrudín—. He hecho lo que decías dos veces esta noche; ¡sin duda es el momento de que muevas un dedo!

Cada uno consigue lo que merece

NASRUDÍN estaba sentado en la plaza del mercado una tarde cuando vio que estallaba una pelea entre tres comerciantes. Yendo a investigar, preguntó:
—¿No os da vergüenza pelearos de esta manera?
Los hombres dejaron de pelear, se arreglaron la ropa y explicaron: —Juntamos nuestro dinero y compramos dieciocho cabras. Uno de nosotros pagó la mitad del precio, otro una tercera parte, y el último pagó una novena parte del precio total. Ahora que queremos repartir los animales, nos encontramos con que no podemos decidir cuántos corresponden a cada uno. Y no queremos cortarlos en pedazos.
—Podría resolveros esto —dijo el mulá—, pero tendréis que darme una recompensa.
—¿No pretenderás descuartizar nuestras cabras?
—No será necesario.
—Muy bien —accedieron los comerciantes—, te daremos una recompensa si puedes solucionar el problema.
Alineando a hombres y cabras ante él, Nasrudín empezó:
—Tú —dijo al primer hombre— pagaste la mitad del precio: nueve de las cabras son tuyas. Tú —dijo al segundo hombre— pagaste un tercio del total: coge seis cabras. A ti —dijo al tercer hombre— se te deben dos cabras por tu contribución con una novena parte del total. Lo que deja una cabra para mí.
Y cogiendo su recompensa, se marchó.

Come y luego bebe

UN día Nasrudín estaba en un banquete cuando observó a un hombre ricamente vestido llenando de comida sus bolsillos.
—Es para mi esposa —explicó el ladrón—. No podía venir, así que le dije que le llevaría a casa algo de comida para ella.
Sin decir palabra, Nasrudín abrió el bolsillo del hombre y vertió en él un puchero de té.
—¿Qué estás haciendo? —gritó el avaro.
—Cuando tu mujer se haya comido todo eso —contestó el mulá—, tendrá que beber algo.

Acomplejado, no ofendido

NASRUDÍN padecía una fiebre horrible y el médico, que era un invitado habitual a la mesa del mulá, fue corriendo a atenderle.
—¡Ay! —dijo habiendo examinado a su amigo—. No puedo hacer nada para salvarte de la muerte.
Pasó algún tiempo, y el mulá se restableció totalmente, pero nunca volvió a invitar a cenar al médico. Sorprendido por los modales poco amistosos de Nasrudín, el médico fue a su casa a preguntar si había ofendido al mulá de alguna manera.
—No estoy ofendido —dijo sonrojado Nasrudín cuando vio al médico—, sino más bien acomplejado. Me diste tu consejo profesional, pero mi cuerpo decidió no escucharte.

Igual recompensa

NASRUDÍN y el bufón de la corte fueron los vencedores de una competición de ingenio. El sha concedió a cada uno cien monedas de oro como premio.
—Pero majestad —se quejó el bufón—, no es justo que yo, un cómico famoso en todo el país, reciba una recompensa igual que la de un don nadie.
Pasaron unas semanas y, durante una segunda competición, el rey se sintió ofendido por las observaciones del bufón y de Nasrudín. Ordenó que dieran a cada uno veinte bastonazos.
—Pero majestad —se quejó el mulá—, ¿es justo que yo, un don nadie, reciba una recompensa igual a la de un hombre famoso por su ingenio en todo el país?

Hasta la ultima prenda

LA mujer de Nasrudín estaba harta de la falta de higiene de su marido.
—¿Por qué comes y duermes con la misma ropa asquerosa semana tras semana? —le regañó.
—Soñé una vez que estaba nadando, y mientras estaba en el agua, un ladrón me robó hasta la última prenda. Desde entonces me he jurado no perderlas nunca de vista.

El mal

LA hermana de Nasrudín estaba casada con un hombre violento y lerdo. Un día se estaba quejando de su marido:
—¿Qué he hecho yo para merecer a este marido tan opresor?
—Nada —reconoció Nasrudín—, pero uno no puede escapar siempre al mal.

Exilio

FINALMENTE Tamerlán perdió la paciencia.
—Nasrudín, he intentado acogerte en la corte, ¡pero tú has importunado incesantemente el oído real con tu insolencia! —Dicho esto, llamó al verdugo y ordenó que el desgraciado mulá fuera embadurnado de brea, cubierto de plumas, sentado de espaldas en su burro y expulsado de la ciudad.
—Una sentencia justa —contestó tranquilamente Nasrudín—, pero permite a tu humilde servidor hacer una última petición. Déjame escoger la cabalgadura más apropiada al castigo.
A regañadientes, Tamerlán accedió. El mulá abandonó la corte y regresó unas horas más tarde. El rey y los cortesanos se quedaron boquiabiertos cuando vieron que estaba vestido con ropas magníficas, con un turbante enorme y montando el semental negro favorito del emperador.
—¿Qué significa este desafuero? —farfulló Tamerlán.
—¡Oh Guía de los Condenados! —contestó Nasrudín—. Puesto que primero seleccioné mi montura, tuve que hacer algunas enmiendas al estilo en que proponías que me marchara.

Explicaciones

CABALGANDO ya tarde una noche por un camino de montaña, Nasrudín vio que una banda de asesinos se dirigía hacia él. Se deslizó de la silla y se escondió debajo de su asno. El jefe de la banda se sorprendió al verlo agachado bajo el asno.
—¿Quién está ahí escondido?
—Un asnito —cuchicheó el mulá, temblando de miedo.
—Pero éste es un burro macho.
—Lo sé, pero cuando nací, mi madre quedó tan espantada de mi aspecto que escapó, y desde entonces, mi padre y yo siempre hemos vivido solos.

Cuentas extraordinarias

NASRUDÍN debía algún dinero al zapatero y hacía todo lo que podía para evitarle. Un día, finalmente los dos hombres se encontraron en la calle.
—¡Nasrudín! Empezaba a pensar que habías dejado la ciudad sin pagarme.
—Realmente estaba a punto de saldar las cuentas —replicó el mulá—. Vamos ahora a tu tienda a mirar los libros.
Mientras el zapatero revolvía en sus cuentas, Nasrudín advirtió que también el imam tenía un pago pendiente.
—Quiero decirte que —dijo Nasrudín— veré al imam después. ¿Le digo que te pague también?
Ávidamente, el zapatero asintió.
—Él debe tres monedas de oro.
—¿Y yo debo?
—Cinco.
—Y si restas tres de cinco, eso hace...
—Dos.
—Muy bien, dame las dos monedas de oro y seguiré mi camino.

Una mujer extraordinaria

NASRUDÍN llegó a su casa después de un largo viaje en mitad de la noche. Al entrar en la cocina encontró la estufa fría y las alacenas vacías. Despertó a su mujer y le anunció su regreso.
—Es tarde. ¿Quieres beber algo antes de dormir? —le preguntó su esposa, frotándose los ojos.
—¡Qué tesoro de mujer eres! —exclamó Nasrudín—. La mayoría de las mujeres correría por todas partes preguntándose cómo encontrar los ingredientes para un estofado. Pero tú quieres ofrecerme también té.

Holgazanería extrema

NASRUDÍN fue llamado por su cuñado.
—Nasrudín, has estado evitándome desde que te presté dinero. ¿No te da vergüenza?
Sabiendo que su cuñado era un hombre excepcionalmente holgazán, el mulá contestó:
—He venido a devolver lo que debo. Ven aquí, estrecha mi mano, saca el monedero de mi bolsillo, cuenta lo que te debo, deja de nuevo mi cartera y despídete.
—¿Quieres que me derrumbe de cansancio? —preguntó el cuñado—. ¡Sigue tu camino y no me vuelvas a fastidiar!

Mira a tu asno

NASRUDÍN visitaba una pequeña ciudad en un país extranjero. Encontrándose en un salón de té cuando era la hora de la oración de la tarde, se volvió al propietario:
—Dime, ¿cuál es el camino a la ciudad santa de la Meca?
—¿Me preguntas hacia dónde rezar, no es cierto? —dijo el hombre—. Es evidente que eres nuevo en la ciudad. Hay tantos ladrones por aquí, que te sugiero que reces mirando a tu asno.

Caído del burro

NASRUDÍN entraba montado en la ciudad cuando pasó por un huerto, Incapaz de resistirse a las manzanas maduras, puso a su burro junto al muro y alargó los brazos a uno de los árboles. Cuando la fruta estaba casi a su alcance, un ruido asustó al burro, que salió corriendo, dejando a Nasrudín colgando del árbol. Sucedió que el dueño del huerto pasaba por allí. Viendo al mulá forcejeando en el manzano, vociferó:
—¡Baja de ahí, ladrón, antes de que coja un garrote y te muela a palos!
—Cualquier imbécil puede ver —jadeó Nasrudín—, que no soy un ladrón. Es evidente que simplemente me he caído del burro.

Falso testimonio

EL juez se sintió muy molesto cuando Nasrudín apareció en el tribunal a declarar como testigo. Sabía que el mulá era un gran creyente en la verdad, y no el tipo de testigo que él quería para este caso. Por tanto, trató de excluir a Nasrudín del juicio.
—Todo hombre que testifique en mi tribunal deber saberse el Corán de memoria.
Nasrudín empezó a recitar versículos del Corán en un árabe perfecto.
—Eso no es todo: los testigos deben saber también amortajar un cuerpo para el entierro.
—Ninguno de los cuerpos que he amortajado hasta ahora se ha quejado nunca.
Enfadado por este impedimento a sus planes, el juez intentó un último recurso.
—¿Pero conoces las palabras que se deben cuchichear al oído del cadáver cuando se le baja a tierra?
—Sí —replicó el mulá: «En vida, fuiste en verdad afortunado porque se te ahorró la muy dura prueba de prestar declaración verídica ante nuestro juez».

Tradición familiar

NASRUDÍN estaba plantando un árbol frutal en su huerto.
—Me alegra ver que plantas un huerto —le dijo el prestamista—. Los árboles crecerán y darán fruta que entonces podrás vender para pagar lo que me debes.
—Planto para seguir una tradición familiar —replicó el mulá—. Cuando mi bisabuelo se dio cuenta de que sus días estaban contados, plantó un árbol frutal y mandó a mi abuelo que recogiera la fruta después de su muerte. Cuando finalmente la cosecha estaba lista para el mercado, mi padre, la nueva generación, recogió la fruta y la vendió, El dinero se utilizó para pagar las deudas de mi abuelo. Ahora, yo planto árboles semejantes para que mi hijo todavía no nacido pueda cuidar los árboles y ordenar a su hijo que pague lo que debo.

Mucho más favorecedor

NASRUDÍN era tan cariñoso con su burro que encargó al sastre que le hiciera una brida deslumbrante, decorada con lentejuelas y flores bordadas. Poniendo el hermoso cabezal en su amado asno, se fue al mercado a hacer unas compras. Mientras estaba en el mercado, ató el ronzal del burro a un poste y entró en la carnicería. Al salir unos minutos después, se quedó anonadado al descubrir que la brida había desaparecido. Cuando regresaba a su casa, murmurando sobre la falta de honradez que había en todas partes, vio a una elegante yegua negra con el tocado robado de su burro. Acercándose al caballo, le cuchicheó en la oreja:
—Supongo que se lo robaste a mi pobre asno porque te consideras más guapa que él, ¿eh? Pues yo te aseguro que a él le favorece mucho más que a ti.

Demasiado simple
—¿Alguien ha visto a mi burro? —preguntó Nasrudín a un grupo de jovenzuelos.
—Sí —dijo un chaval descarado—, le han hecho jefe de policía en la ciudad vecina.
—Imposible —contestó el mulá—. Mi burro no es bastante inteligente para eso. Es demasiado simple para amañar pruebas contra la gente y luego aceptar sus sobornos

Historias de pescadores

NASRUDÍN y su amigo el panadero estaban pescando cuando el mulá sacó una gran trucha. La puso en su cesta y volvió a lanzar el anzuelo. Pero el panadero estaba tan celoso de la pesca del mulá que se la quitó del cesto y se la metió en el bolsillo. Pocos minutos después, se desperezaba y decía:
—Estoy demasiado cansado para continuar; creo que volveré a casa.
Nasrudín se despidió de él y probó suerte un rato más. Pero pronto también él decidió volver a casa. Cuando había recogido su caña y su red, abrió el cesto para echar un vistazo a su trucha y vio que había desaparecido. Comprendiendo que su amigo le había quitado el pez, volvió a casa maquinando la forma de recuperarla.
Estaba esa noche bebiendo té con unos amigos cuando vio que el panadero entraba en la tetería.
—Hoy cogí una trucha de tres palmos de largo —anunció Nasrudín. El panadero no dijo nada—. Ahora que me acuerdo, estaba más cerca de los cinco palmos que de los tres —continuó el mulá. El panadero se mordió los labios, no atreviéndose a poner en tela de juicio la exageración de Nasrudín—. ¡Cuando digo cinco, realmente quiero decir diez! —gritó el mulá—. En realidad, ¡era casi tan grande como mi asno de las orejas a la cola!
Incapaz de soportar las mentiras por más tiempo, el panadero abrió su manto y puso la trucha sobre la mesa.
—¡Qué fanfarrón eres, Nasrudín! ¡Que vea todo el mundo que el pez tiene menos de dos palmos de largo!

Cinco por el precio de uno

NASRUDÍN volvió a su casa después de visitar al dentista con una sonrisa satisfecha.
—¿Dónde están tus dientes? —preguntó su espantada mujer al ver sus encías sin dientes.
—Acabo de hacer un trato excelente con el dentista. El muy bribón quería cobrarme una moneda de oro por sacarme un diente malo, pero regateé y me sacó también cuatro sanos. No ha sido un mal trato: cinco dientes por el precio de uno.

Simples matemáticas

—NASRUDÍN —preguntó el imam local—, ¿cómo es que sólo asistes a una de las cinco oraciones diarias?
—Simples matemáticas —replicó el mulá—. Somos cinco de familia; cada uno de nosotros es responsable de una oración al día.

Seguir las instrucciones

NASRUDÍN necesitaba dinero desesperadamente para pagar sus deudas. Un día, cogió unas plumas del gallinero y les dio forma de abanicos, como era verano, no faltaban quienes trataban de mantenerse frescos. Animado por el éxito, Nasrudín ató más plumas esa noche y volvió al bazar al día siguiente. En cuanto instaló su puesto, fue asaltado por los clientes del día anterior.
—No son abanicos, ¡son sólo plumas! —clamaban—. En cuanto intentamos utilizarlos, se desbarataron.
—Por desgracia —replicó Nasrudín—, no os puedo devolver vuestro dinero, porque no habéis seguido las instrucciones.
—¿Y cuáles eran esas instrucciones? —preguntó la airada muchedumbre.
—Coged un abanico, abridlo, y moved la cabeza de un lado a otro.

Recuerdos cariñosos

LA mujer del mulá se disponía a visitar a sus parientes en la India. —Te echaré terriblemente de menos cuando me vaya —gimoteó. —Y yo también, naturalmente —replicó Nasrudín.
—Si al menos tuviera algo tuyo para recordarte... —dijo su esposa. —¿Como qué?
—Si pudiera llevar conmigo tu anillo de esmeraldas, entonces, cada vez que lo mirara pensaría en ti.
—Podrías cogerlo, pero si lo conservo, cada vez que lo siga viendo en mi dedo, te recordaré...

Oro de locos

NASRUDÍN trataba de encontrar un cofre de oro que había escondido en el jardín. Cuando estaba cavando su primer agujero, llegó su vecino corriendo y le dijo que unos bandidos estaban obligando a los aldeanos a entregar sus objetos de valor. Al oír las noticias, el mulá se precipitó por todo el jardín cavando pequeños agujeros.
—No está bien que trates de esconder tu oro —gruñó el jefe de los bandidos al entrar en el jardín de Nasrudín.
—Exactamente —contestó el mulá—. Escondí mi oro hace muchos meses y ahora que trato de encontrarlo para ti, no recuerdo dónde está enterrado.
—¡Piensa! Sin duda debes recordar algo.
—Ah, sí, todo me viene ahora —contestó Nasrudín—. Estaba en el lugar en el que enterré el cofre cuando una abeja me picó en la punta de la nariz.

Olvidé tu rostro

EL cuñado de Nasrudín fue nombrado alcalde, y el mulá fue enseguida a felicitarle. En el palacio de justicia, estaban tomando las medidas al nuevo alcalde para una nueva capa. Mirando con ojos de miope a la nariz del mulá, dijo:
—Perdona, pero no recuerdo tu cara.
—Soy tu cuñado.
—¿Mi cuñado? ¿Y qué diablos haces aquí?
—Bien —contestó Nasrudín—, oí que estabas aquejado de amnesia y vine tan rápidamente como pude para ofrecerte mi ayuda.

Para custodia

UN día de verano, el alcalde estaba agobiado por el calor y se fue a nadar a un riachuelo cercano. Nasrudín, que pasaba por allí, oyó el chapoteo y cogió su turbante y su manto.
Dos días después, el alcalde vio a Nasrudín en la ciudad y reconoció su deslumbrante turbante y su manto.
—¿Cómo te atreves a robarme la ropa? ¡Te haré azotar! —amenazó.
—No robé tu ropa, sino que la cogí para custodiarla. Y justamente ahora iba de camino a tu casa para devolvértela y recoger mi recompensa.

Cuatro cazadores

UN día, cuatro cazadores entraron a caballo en la aldea de Nasrudín. Llamando a la puerta del mulá, pidieron agua. De acuerdo con las leyes de la hospitalidad, Nasrudín les invitó a que entraran y pidió a su esposa que trajera no sólo agua, sino también un plato de estofado y arroz. Cuando los huéspedes habían comido hasta hartarse y se preparaban a partir, su anfitrión colocó un frasco en la mano de cada hombre.
—Llevad este otro refresco con vosotros e id en paz.
Tres de los jinetes le dieron las gracias calurosamente por el agua, pero el cuarto pidió otro frasco.
—¡Oh rey del mundo! —dijo con voz quejumbrosa el mulá—. ¡No tenía la menor idea de que fueses tú!
—Es porque voy disfrazado —contestó el sorprendido gobernante—. Pero dime, ¿cómo es que me has reconocido?
—Tu sed por el agua es tan grande como tu sed de poder —replicó su anfitrión.

De sermones a sentencias

—¿CÓMO es que no te has quejado de la vida en al menos tres días? —le preguntó su esposa a Nasrudín.
—Hace tres días, oí que el imam había solicitado el puesto de juez —contestó su marido.
—¿Y por qué eso te hace feliz?
—No soy feliz —dijo Nasrudín—. Tan sólo estoy disfrutando de la vida hasta que él logre el puesto. Piensa lo dura que será la vida cuando sus sermones se conviertan en sentencias.

Amigos en puestos elevados

NASRUDÍN regresaba a su casa desde el mercado con una carreta cargada de mercancías. La carretera estaba en tal mal estado y los sacos que iban en el carro eran tan pesados que el mulo se cayó de cansancio. El mulá empezó a maldecir al animal y luego a golpearlo con un palo.
—¡Te ordeno que te levantes! ¡Mi cena se está enfriando en casa!
La reina, que estaba mirando por la ventana de palacio, bajó a la calle:
—Deja de pegar a ese asno inmediatamente. ¿No ves que está exhausto?
—¡Discúlpame! —dijo en voz baja Nasrudín, acariciando al animal—. No tenía ni idea de que fueras amigo íntimo de la reina.

Invitado al funeral

CUANDO murió el juez de la ciudad, Nasrudín quedó sorprendido de que se le invitase al funeral.
—¿No recuerdas cómo me odiaba? —preguntó a la mujer del difunto—. Tal vez habría sido mejor no invitarme.
—Eso pertenece al pasado-contestó la viuda—. Ahora está muerto y es el momento de que la vida siga su curso.
—Eso es lo que me da miedo —dijo Nasrudín entre dientes—. Supón que le molesta tanto mi presencia que resucita y se escapa de su caja. Nunca podríamos convencerle de que volviera a su ataúd.

Defensa de la cabra

CUANDO el rey Tamerlán supo que Nasrudín se había reído de algunos de los líderes religiosos más eminentes del país, mandó a sus guardias que arrestaran al sabio.
Felizmente, alguien dijo a Nasrudín que los hombres del rey estaban en su busca, y tuvo tiempo suficiente para buscar refugio. Llevando su cabra como obsequio al patio del alcalde, pidió su protección.
Cuando sus guardias volvieron sin el mulá, el propio Tamerlán visitó la ciudad y estableció un tribunal. Se citó a Nasrudín para que respondiera a los alegatos, pero, para sorpresa de Tamerlán, fue el alcalde quien elocuentemente expuso la causa de Nasrudín.
—¿No tienes nada que añadir? —preguntó el rey al acusado.
—No, Majestad —contestó el mulá—. Es como si la cabra le hubiera dicho al alcalde todo lo que necesitaba saber.

La casa de Dios

EL hijo de Nasrudín le preguntó un día:
—Padre, ¿dónde vive Dios?
—¿Cómo puedo saberlo? —contestó el mulá—. Nunca me ha invitado a visitarle.

Ir hambriento

EL imam invitó a Nasrudín a cenar, pero cuando el mulá llegó, encontró la mesa vacía y al imam deseoso de escuchar su propia voz. Durante varias horas, el jefe espiritual contó cuentos de profetas y de milagros, de reyes y opresores, hasta que Nasrudín estaba prácticamente desfallecido de hambre.
—Discúlpame —dijo finalmente.
—¿Quieres hacer alguna pregunta? —dijo el imam, esperando algún comentario religioso.
—Sólo una —contestó el mulá—. ¿Alguna de esas personas comió alguna vez?

Buenos ingredientes

EL rey no podía entender por qué sus tropas eran siempre rechazadas por pequeñas bandas de hombres violentos del Hindú Kush.
—¿Cómo es posible —preguntó a un grupo de sus generales— que con hombres muy entrenados en la lucha, dotados con las mejores armas y alimentados con las mejores raciones, vayáis de derrota en derrota ante nuestros feroces enemigos?
Cuando ninguno de los jefes pudo dar una explicación, Nasrudín, el cocinero, dijo:
—Es una cuestión de ingredientes, Majestad. Los hombres del Hindú Kush vagan libres, beben el agua pura de las fuentes de la montaña y comen ganado criado en los pastos más frescos. Los ingredientes más fuertes hacen a los hombres más fuertes.

Buenas intenciones

NASRUDÍN prestó algo de dinero a su vecino. Incapaz de pagar la deuda, el hombre le dio una vaca.
Comprendiendo que había salido muy beneficiado con el cambio, Nasrudín decidió dar al otro hombre el primer cuenco de nata.
Al día siguiente, llamó a su puerta.
Al vecino se le hacía tarde para ir al mercado y dijo a Nasrudín que volviera en otro momento. Cuando el mulá trató de darle la nata, se enfadó.
—¿No ves que ya tengo bastantes problemas vendiendo mis propias mercancías para que me pidas que venda también las tuyas? ¡Lárgate, o azuzaré a los perros contra ti!
Aquella misma noche, fue a disculparse por su mal genio de la mañana.
—Si sigues teniendo interés en que venda tu nata, lo haré mañana.
—Esta mañana —dijo Nasrudín—, quise darte la nata como regalo, pero tus perros han ahuyentado de mí las buenas intenciones. Ahora, mi corazón está tan vacío como el cuenco.

Juez supremo

—NASRUDÍN —dijo el gran emperador Tamerlán—, ¡he decidido nombrarte juez supremo!
—Es un honor, Excelencia, pero no soy digno de ello.
—¿Rechazas un mandato real?
—No tengo elección, majestad. Un juez debe ser un hombre puro y justo.
—Cierto.
—Bien, he dicho que no soy digno. Si estoy diciendo la verdad, entonces no debería ser juez, y si estoy mintiendo, entonces, ¿cómo un mentiroso va a convertirse en juez supremo?

Cintas verdes

NASRUDÍN tomó una segunda esposa, pero las mujeres siempre le pedían que escogiera una favorita. Cansado de su constante rivalidad por lograr más atención, fue al bazar y compró dos cintas verdes idénticas. Al volver a casa, llamó a ambas mujeres por separado y le dio una cinta a cada una.
—Lleva esta cinta debajo de la ropa, pero no la muestres ni hables de ella a nadie.
La siguiente vez que las dos mujeres quisieron saber a cuál prefería, él dijo:
—Mi favorita es la que lleva una cinta verde debajo de la ropa.

Causas de divorcio

—NASRUDÍN —dijo el juez—, te he pedido que comparezcas en la corte porque tu esposa ha pedido el divorcio.
—¿Por qué motivo? —preguntó el mulá, muy sorprendido por la noticia.
—Dice que no has hablado con ella durante varios días. Como sabes, la mudez es una causa suficiente.
—¿Y no hay una cláusula que diga que la locuacidad también lo es? Pues la única razón de que ni una palabra haya salido de mis labios es que jamás me permite meter baza.

Aumentando el campo

ALGUIEN observó que Nasrudín estaba cavando en su campo y apilando la tierra en un montículo.
—¿Qué estás haciendo, mulá? —le preguntó.
—Reúno esta tierra para poder desparramarla y hacer mi campo más grande.

Crecer alto y fuerte

NASRUDÍN pasaba por un campo cuando vio a dos campesinos sembrando su semilla.
—¿Qué es lo que hacéis? —preguntó al no haber visto eso nunca con anterioridad.
Uno de los hombres decidió, en plan guasón, tomarle el pelo al mulá.
—Estamos sembrando grano. Por la mañana, serán espigas de dos metros de alto, y a la puesta de sol estará listo para la cosecha.
—¡No te creo! —dijo sonriendo el mulá.
—Pero sin duda sabrás que todas las cosas plantadas en tierra fértil crecen altas y fuertes.
—¡Entonces, plantadme a mí también! —les pidió Nasrudín.
Riendo, los dos hombres cavaron un agujero, metieron en él a Nasrudín y apretaron el suelo a su alrededor. Luego se sentaron bajo un árbol cercano a comer el almuerzo. Al oler el pulao picante, Nasrudín empezó a agitarse.
—¡Hermanos! Todavía no he brotado. Temo que sea porque estoy demasiado lejos del pulao.

Ropa usada

EL día del cumpleaños del rey, la muchedumbre cubría las calles para saludar al monarca y su séquito cuando desfilaban por la ciudad. Avergonzado de sus modestos vestidos, Nasrudín se sentó en un callejón a escuchar el jolgorio.
—Oh Alá, ¿cómo puedo mostrarme en público en este día tan importante sin una camisa limpia?
En aquel momento, el zapatero, sustituyendo su camisa gastada por una nueva comprada para la ocasión, se cambió de ropa y tiró a la calle su camisa vieja, que aterrizó a los pies de Nasrudín. Examinando la ropa —aún más harapienta que la suya— el mulá dijo con un bufido:
—¡Oh Alá! Es una injusticia que Tú me ofrezcas ropa usada. ¡No quiero tu caridad ni tus andrajos! —Y lanzó la camisa a través de la ventana abierta.

A manos llenas

DURANTE la conquista tártara de Asia Occidental, Nasrudín fue movilizado y alistado en el ejército. Un día, se encontró formando parte de una división enviada a reprimir una rebelión en una ciudad de la frontera. Alentados por el resentimiento, los habitantes de la ciudad derrotaron fácilmente a las tropas del emperador. Los pocos que sobrevivieron se vieron obligados a huir.
Cuando finalmente Nasrudín regresó al palacio, cubierto de cortes y contusiones, Tamerlán le increpó.
—¿Cómo has podido dejar que te golpearan? Tenías espada y mosquete.
—Ellos fueron mi perdición —contestó Nasrudín—. Con las armas en una mano, y mi conciencia en la otra, no me quedaba mano libre con que luchar.

Aguantar un poco más

UN paciente llegó a casa de Nasrudín.
—Doctor, llevo toda la noche desvelado por un ardor terrible en las venas, un latido en la cabeza y un zumbido en los oídos.
—Te sugiero que aguantes un poco más.
—¿Mientras tanto encontrarás un remedio?
—No, pero la enfermedad seguirá su curso y tú descansarás en la paz eterna.

Tratos difíciles

NASRUDÍN bajaba por la ladera de la montaña, con su burro cargado de leña. El animal perdió el equilibrio y cayó por el terraplén.
—¡Dios tenga misericordia! Salva a este pobre animal y daré una moneda de oro a la mezquita.
En cuanto las palabras hubieron salido de sus labios, el burro aterrizó en un estrecho saliente.
—¡No sabía que fueras tan mercenario! —gritó Nasrudín mirando al cielo.
Al punto, vio que el saliente empezaba a derrumbarse bajo el peso del asno.
—¡Me entendiste mal, Dios mío! Estaba a punto de ofrecerte una segunda moneda de oro.
Pero el burro fue incapaz de gatear hasta la ladera antes de que el saliente se estrellara en el fondo barranco.
—No tenía la menor idea de que impusieras unas condiciones tan duras —dijo el mulá, sacudiendo tristemente la cabeza, cuando el asno desapareció de su vista.

Una comida pesada

NASRUDÍN había sido invitado a un banquete, pero cuando llegó, vestido con su ropa más presentable, le sentaron con los sirvientes. El anfitrión, un viejo adversario, quería humillar en público a Nasrudín. Viendo que había también un sitio libre a la derecha del invitado de honor, Nasrudín fue a sentarse allí.
Cuando se sirvió la comida, se sorprendió al ver que se servía a los invitados un sencillo arroz, mientras que el anfitrión y su invitado de honor eran obsequiados con platos de pulao humeante. Sin decir palabra, Nasrudín alargó su plato y lo llenó de carne y salsa del plato de su anfitrión.
—Cuidado, mulá —le advirtió el hombre al oído—, puede ser que la comida sea demasiado pesada para tu salud.
Volviéndose al hombre, Nasrudín sonrió dulcemente y le dijo:
—Eso me temo, mi señor, y pensé que mi estómago debía ser sacrificado para que tú pudieras ahorrarte los problemas de una comida pesada.

Cielo e infierno

TAMERLÁN, el soberano del mundo, convocó a Nasrudín para discutir temas filosóficos.
—Dime, sabio —preguntó—, ¿qué es más grande, el cielo o el infierno?
—Eso depende de quién vaya al cielo y quien vaya al infierno —contestó Nasrudín.
—Ya lo sabemos —dijo el emperador—. Los justos van al cielo y los pecadores al infierno.
—Si todos los bandidos, tiranos y opresores bajan y todos los hombres virtuosos suben —dijo Nasrudín—, entonces el cielo debe de ser el lugar más grande.
—¿Y cómo llegas a esa conclusión? —preguntó Tamerlán.
—Los gobernantes como tú son escasos —contestó Nasrudín—, pero cada gobernante tiene muchos súbditos.

El cielo está lleno

—NASRUDÍN —dijo el juez—, tú afirmas saber del otro mundo; así pues, dime, ¿está el cielo superpoblado?
—Señoría —replicó el sabio—, está lleno a rebosar.
—¿Cómo es eso?
—Gracias a magistrados como Su Señoría, los ángeles apenas tienen tiempo de recibir a los recién llegados cuando ya otro hombre está dejando el patíbulo.

La grey celestial

LOS habitantes del pueblo de Nasrudín eran tan mezquinos que, mientras era imam, raramente había donativos suficientes para que pudiera vivir. Un día decidió arreglar el asunto.
—Mirad nuestro humilde lugar de culto —dijo en su sermón—. En el cielo solía haber una mezquita tan hermosa que relucía desde el alba hasta el ocaso. Pero debido a la tacañería de la congregación celestial, el imam murió de hambre y se tuvo que cerrar la mezquita.

¿Cielo o infierno?

UN grupo de comerciantes discutía sobre la muerte del alcalde de la ciudad.
—Nunca hemos tenido un hombre tan corrupto y codicioso —dijo uno—. Si ha ido al Paraíso, me divorciaré de mi joven y hermosa mujer y dejaré la ciudad.
—Dios actúa de forma misteriosa —dijo otro—. El alcalde puede perfectamente haber hecho borrón y cuenta nueva, y haber sido aceptado en el Paraíso.
—Nasrudín —dijo un tercero—, tú pretendes tener todas las respuestas. ¿El alcalde ha ido al cielo o al infierno?
Tras unos breves momentos de reflexión, el mulá contestó:
—Ningún hombre puede saber cómo toma el Todopoderoso esas decisiones. El alcalde puede estar sentado en el Paraíso mientras nosotros hablamos.
Los comerciantes asintieron y miraron con expectación al comerciante que había prometido abandonar la ciudad.
—Pero —continuó Nasrudín—, si Alá es lo bastante magnánimo para perdonar al alcalde por las atrocidades que cometió mientras vivía, sin duda perdonará unas pocas promesas precipitadas hechas aquí por nuestro amigo y le permitirá permanecer con su nueva esposa.

Hereditario

NASRUDÍN estaba en paro y decidió establecerse como médico. Un día, un vecino fue a pedirle consejo profesional:
—Mi hermano y su esposa han estado intentando tener hijos durante muchos años, pero sin éxito. ¿Cuál puede ser la causa de su problema?
—Hay varias causas posibles —contestó Nasrudín—. Por ejemplo, podría ser hereditaria. La madre de tu hermano, ¿pudo tener a. ún hijo?

Pronto estará aquí

NASRUDÍN estaba vigilando su puesto de fruta cuando un ladrón le robó un saco de manzanas. El mulá pidió a un amigo que vigilara sus mercancías y se fue hacia el cementerio.
—¿Qué haces sentado en el cementerio? —preguntó su vecino, que andaba por allí unas horas más tarde.
—Estoy esperando al ladrón que cogió mis manzanas. Inevitablemente, su suerte acabará aquí.

Fuerza oculta

NASRUDÍN probó el alcohol por vez primera, y luego fue a buscar a su burro. Acercándose al animal, cogió las riendas y se llevó al burro detrás de sí.
—¡Qué raro que diga la gente que un hombre no tiene más que mirar la bebida para emborracharse! —dijo riéndose entre dientes, sin sentirse borracho en lo más mínimo—. Debo de tener un metabolismo muy superior a los demás.
—¿Qué opinas? —preguntó al burro por encima de su hombro—. ¿Voy a tomar otro vaso?
—No, padre —contestó su hijo menor en el otro extremo de la correa.

Escondido

UN día, la mujer de Nasrudín entró en la cocina y encendió el horno. Luego fue a sacar agua del pozo. Al volver a la casa creyó oír a su marido, que la llamaba, pero no se le veía por ninguna parte. Al llegar a la cocina, se dio cuenta de que los gritos venían del horno. Abrió la puerta y Nasrudín salió rodando del interior del horno.
—¿Qué diablos estás haciendo ahí? —preguntó la sorprendida mujer.
—Me escondía de la llamada a la oración —dijo refunfuñando el mulá, dando palmaditas en sus ropas para apagar las llamas—. Pero ahora que has abierto la puerta, oigo la voz del muecín y estoy obligado a ir a la mezquita.

Alto y bajo

UN amigo de Nasrudín heredó algún dinero y se mudó a un palacete en el centro de la ciudad.
—Nunca me saludas por la calle estos días —le dijo Nasrudín cuando se encontraron—. ¿Puede ser que te hayas olvidado de tus viejas amistades?
—Muy al contrario —mintió su amigo—, me he acostumbrado tanto a pasear por mi balcón de hierro fundido y a mirar hacia abajo con la esperanza de ver a alguien que conozca, que se me ha vuelto un hábito andar con la cabeza baja. Por eso, no reconozco a los amigos cuando los encuentro en la calle.
Pocos días después, el mulá, con la mirada hacia el cielo, pasó justo por delante del mismo amigo.
—¿Te has vuelto tan arrogante que ya no saludas a un amigo en la calle? —le preguntó el amigo.
—Muy al contrario —replicó Nasrudín—. Simplemente, me he acostumbrado tanto a que mis amigos se eleven sobre mí, que he empezado a caminar mirando hacia arriba, con la esperanza de poder verlos momentáneamente paseando por sus balcones.

Su propia prohibición

DURANTE la conquista tártara de Asia Occidental, Tamerlán envió sus tropas a la batalla una y otra vez. Como consecuencia de estas costosas campañas, se elevaron los impuestos. Los pobres se vieron obligados a entregar lo poco que les quedaba de sus escasas posesiones, mientras rezaban por la paz.
Cuando los espías del déspota le contaron el descontento que se extendía por el imperio, envió a sus pregoneros a anunciar que cualquier hombre, mujer o niño que pronunciara la palabra «paz» sería ejecutado.
No mucho después de este decreto, Nasrudín volvió a la corte, después de muchos meses de ausencia. A Tamerlán le encantó ver de nuevo al sabio, y le saludó afectuosamente:
—¡La paz sea contigo!
En vez de devolver el saludo, Nasrudín llamó de inmediato al verdugo, que apareció enseguida, con la espada en la mano.
—¡De acuerdo con los deseos del monarca absoluto, debes cortarle ahora mismo la cabeza! —dijo Nasrudín al asombrado verdugo—. Ha quebrantado su propia prohibición al pronunciar la palabra «paz». Que reciba su propio castigo.

Pegar al hombre equivocado

UN día, Nasrudín estaba comprando en el mercado cuando un hombre se acercó a él por detrás y le propinó un golpe.
—Debo disculparme —dijo su atacante cuando el mulá se dio la vuelta—. Pensé que eras otra persona.
No satisfecho con la disculpa, Nasrudín llevó al hombre a los tribunales. Pero resultó que era sobrino del juez, y éste era reacio a iniciar el proceso.
Cuando había pasado una hora y el magistrado se seguía negando a comenzar la vista, Nasrudín se acercó a él y le abofeteó.
—Oh, perdonadme, Señoría, pero este extraño me golpeó y me parece que el golpe os estaba originariamente destinado.

Agujero tras agujero

EL vecino de Nasrudín miraba por encima de la cerca y vio al mulá cavando un gran agujero.
—¿Plantando de nuevo?
—No, voy a enterrar los escombros que han quedado tras edificar la casa. Ocupan medio jardín.
—¿Y qué harás con la tierra?
—Cavaré otro agujero para ella.

Un asno santo

—MULÁ —dijo uno de sus discípulos—, tu asno es mejor creyente que tú.
—¿Cómo es eso? —preguntó Nasrudín.
—Bien —continuó el joven—, ofrece a tu animal un cubo de agua y uno de vino, y sin duda optará por el agua.
—Lo que prueba —replicó el mulá— que mi asno es menos inteligente que yo.

Hospitalidad

AUNQUE pobre, Nasrudín valoraba en mucho la hospitalidad. Una noche, el imam local hizo una visita sorpresa. Determinado a recibir a un hombre tan importante como es debido, Nasrudín mató a su última cabra y se la sirvió al invitado. Luego se sentó y contempló cómo el notable —un hombre de un apetito considerable— devoraba el asado entero y hasta el último bocado de comida que había en la casa.
Tan buena estaba la comida que el imam decidió volver a visitarle tan pronto como fuera posible. Llegó la noche siguiente y se sentó a la mesa cantando las alabanzas de su anfitrión:
—Que Alá reparta bendiciones a éste hombre generoso, y le permita servir a su honrado invitado una comida tan sabrosa como la cabra de ayer.
Nasrudín se metió en la cocina y regresó con el esqueleto de la cabra. El imam estaba completamente desconcertado.
—¿Qué broma es ésta? ¿Dónde está la comida?
—Como tu anfitrión, debo hacer lo que dices. Me has pedido que traiga la cabra de ayer, y aquí está. ¿Qué culpa tengo yo si esto es todo lo que queda?

Llamadas de casa

NASRUDÍN estaba recogiendo leña en las montañas. Se estaba maldiciendo por ir tan lejos de su casa sin haber pensado en llevar algo de comer, cuando apareció un extraño y le gritó:
—Mi hermano está muy enfermo. ¿Dónde puedo encontrar un médico?
—Soy médico —contestó Nasrudín, y fue conducido inmediatamente a la casa del enfermo.
Al entrar, se le dio un gran cuenco de pulao y un puchero de té verde. Cuando hubo terminado de comer, dirigió sus atenciones al enfermo.
—Tápale con más mantas y métele los pies en agua helada —dijo a la esposa del paciente antes de dejar la casa.
Apenas había andado unos metros cuando el hombre le alcanzó.
—¡Todo por tus consejos! ¡Mi hermano acaba de morir!
—Es una desgracia —replicó Nasrudín—, pero, míralo por el lado bueno. Si no hubiera comido ese pulao, ¡también yo podría haber muerto!

¿Cómo es que todos lo sabían?

UN día, Nasrudín se dirigió a sus alumnos y dijo:
—Si alguien me dice lo que tengo en el bolsillo, le daré una canica azul con remolinos verdes.
Toda la clase empezó a reír y a gritar:
—¡Canicas azul y verdes! ¡Canicas azul y verdes!
—No estoy seguro de haber dado un rodeo suficiente —dijo Nasrudín, preguntándose cómo diablos todos habían conseguido adivinarlo.

¿Cuánto viviré?

UNA noche, Tamerlán soñó que estaba en su lecho de muerte y era destinado a las llamas ardientes del infierno. Muy preocupado por la pesadilla, llamó a sus astrólogos.
—¿Cuánto tiempo viviré? —les preguntó a todos, uno tras otro.
El primero dijo al emir que viviría veinte años. El segundo que viviría cincuenta años. El tercero que viviría cien años. Y el cuarto dijo al emir que no moriría nunca.
—¡Verdugo! —rugió Tamerlán—, decapita a estos hombres. Tres de ellos me han dado demasiado poco tiempo, y el cuarto trata de salvar su cuello.
Luego, volviéndose a Nasrudín, le dijo:
—Tú me has leído a veces el futuro, ¿qué tienes que decir?
Tranquilamente, el mulá contestó:
—Gran emperador, da la casualidad de que también yo tuve un sueño la noche pasada en el que un ángel me comunicó el día exacto de vuestro fallecimiento.
—¿Y qué dijo? —preguntó Tamerlán con inquietud.
—El ángel me dijo que moriríais el mismo día que yo —replicó Nasrudín.

Cómo ser sabio

—PADRE —preguntó un día el hijo más joven de Nasrudín—, ¿cómo puedo llegar a ser tan sabio como tú?
—Si un hombre erudito habla, escúchale —contestó el mulá—, y si hablas tú, escúchate.

Cómo dormirse

—¿NO duermes todavía, mulá? —le preguntó su invitado.
—¿Qué pasa?
—Me estoy preguntando si podrías prestarme algo de dinero.
—Como verás, ¡estoy profundamente dormido! —exclamó Nasrudín cubriéndose el rostro con las mantas

Cómo encontrar novia

EL hijo mayor de Nasrudín buscaba esposa.
—¿Qué cualidades buscas? —preguntó Nasrudín al joven.
—Inteligencia más que belleza —replicó el joven.
—Si es así —dijo el mulá—, tengo una manera excelente para encontrar la novia perfecta.
Dijo al joven que le siguiera y fueron a la ciudad. Cuando llegaron a la plaza principal, Nasrudín empezó a abofetear a su hijo y a gritar:
—¿Cómo te atreves a hacer exactamente lo que digo? ¡Éste es el castigo para el que obedece!
—¡Déjale! —le recriminó una joven—. ¿Cómo puedes pegarle por ser un hijo modelo?
—Sin duda ésta es la mujer para mí, padre —dijo el hijo de Nasrudín.
—Mejor tener dónde elegir —contestó el mulá, y le propuso ir a la ciudad vecina. Allí representó exactamente la misma escena, pero esta vez, una joven empezó a vitorearle:
—¡Muy bien hecho! ¡Pégale! Sólo un loco obedece ciegamente.
—Hijo —dijo Nasrudín con una sonrisa—, creo que te hemos encontrado una novia inteligente.

La naturaleza humana

NASRUDÍN fue en cierta ocasión alumno de un sabio renombrado por su conocimiento de la naturaleza humana. Un día, uno de los discípulos del hombre llevó a su maestro un plato de repostería como obsequio. Al observar el vivo interés de Nasrudín por los dulces, el sabio le aconsejó que evitara el plato porque la comida estaba rociada con un veneno mortal. Luego dejó la habitación. Nasrudín, seducido por el aroma de miel y almendras, cogió el plato y, sin darse cuenta, lo dejó caer y el exquisito manjar rodó por el suelo. Rápidamente barrió la porcelana rota y se comió frenéticamente los dulces. El sabio volvió y empezó a gritar:
—¿Quién se ha atrevido a llevarse mi plato?
—¡Ay de mí! —suspiró Nasrudín muy turbado, agarrándose el estómago—. ¡Yo rompí tu valioso plato, pero escogí la muerte como castigo y me comí todo el veneno!

No puedo ser reconstruido

NASRUDÍN cabalgaba a través de la comarca cuando se declaró un incendio en el bosque. Mientras las aldeas estaban siendo consumidas por el fuego a diestro y siniestro del camino, Nasrudín seguía cabalgando tranquilamente, repitiendo:
—¡Gracias a Alá! ¡Gracias a Alá!
—¿Cómo puedes dar gracias a Alá cuando todo a tu alrededor, todas nuestras posesiones, casas y campos se están reduciendo a cenizas? —se lamentaba una anciana que huía de las llamas.
—Las posesiones pueden ser sustituidas. Las casas se pueden reconstruir y los campos se pueden volver a plantar. Doy gracias a Alá por mantener tranquilo a mi asno. Si se asustara, podría tirarme al suelo y pisotearme bajo sus patas, y, a diferencia de una casa, yo no puedo ser reconstruido.

Identificado por una cabra

UNA mañana, Nasrudín descubrió que la cabra de alguien había entrado en su corral. Cogiendo al animal, inmediatamente lo mató y se lo dio a su mujer para que lo cocinara. Más tarde, se sintió avergonzado por el robo y se confió a un amigo.
—¿Cómo pudiste robar la cabra de otro? ¿No temes sufrir la ira de Dios? —le preguntó su amigo.
—Le diré a Alá que no sé nada del incidente —contestó el mulá.
—Pero Alá podría llamar a la cabra para que te identificara.
—En ese caso, podré agarrar a la cabra y se la devolveré a su propietario.

Si Alá lo quiere

ES costumbre de los musulmanes decir: «Si Alá lo quiere» antes de emprender cualquier negocio, sea grande o pequeño.
Un día, Nasrudín dijo a su mujer:
—Si mañana hace bueno, iré al mercado a comprar un asno nuevo.
—Olvidaste añadir: «Si Alá lo quiere» —contestó su esposa.
Pero Nasrudín, exasperado por una racha de desgracias, puso mala cara.
—Nunca Alá parece querer nada, y estoy cansado de decir esas palabras cuando no tienen ninguna utilidad —dijo malhumorado.
El día siguiente era un día soleado y el mulá se fue a la subasta de asnos, donde compró uno por un precio muy razonable. Montado en su nuevo asno, emprendió el regreso a casa.
—¿Quién necesita los buenos deseos de Dios? —se dijo feliz a sí mismo—. He encontrado una verdadera ganga sin su aprobación.
Justo entonces una culebra se deslizó por el camino. El asustado asno corcoveó y Nasrudín voló por el aire aterrizando en un matorral de espino. Cuando luchaba por liberarse del matorral, las raíces del arbusto se desprendieron y el mulá fue arrojado cuesta abajo.
Después de mucho rodar y darse golpes, el arbusto llegó al pie de la ladera y Nasrudín se las arregló como pudo para liberarse de las espinas. Magullado y sangrando, con las ropas desgarradas y hechas jirones, se fue cojeando todo el camino hasta su casa.
Estaba tan lejos de la aldea que no llegó hasta que la noche había caído y su esposa había cerrado la puerta con llave.
Llamó, haciendo acopio de sus últimas fuerzas.
—¿Quién es? —dijo su esposa desde dentro.
—Abre, mujer —replicó Nasrudín a punto de desfallecer—. Soy yo, si Alá lo quiere.

Yo de ti

UN invierno, Nasrudín cabalgó hasta muy arriba por las montañas en busca de leña. Tras un día de trabajo agotador, reunió finalmente suficientes ramas y las colocó sobre su asno para volver a casa. Pero el frío empezó a ser terrible y Nasrudín no podía soportarlo. Dando gracias a Dios porque al menos tenía leña para hacer un fuego, encendió un manojo de leña en el lomo del asno. Con un rebuzno de alarma, el animal salió galopando a toda velocidad.
¡Yo de ti me tiraría al río más próximo! —gritó Nasrudín al animal.

Si lo hubiera sabido antes

EL imam atravesaba una crisis espiritual.
—Satanás me ha tentado y me ha confundido en mi creencia —gimió tirándose de la barba—. Nasrudín, tú que eres un sabio que entiende de religión. ¿Qué debo hacer?
—Si me hubieras pedido consejo antes... —contestó el mulá—. Hace un tiempo, el Diablo se me acercó con quejas semejantes sobre ti. Dijo que tú le habías hecho replantearse su postura. Si hubiera sabido que tú sentías lo mismo, le habría puesto en contacto directamente contigo.

Si eres lo que dices

NASRUDÍN estaba sentado discutiendo cuestiones de naturaleza filosófica con otros hombres sabios. Pero su conversación era interrumpida constantemente con observaciones irreflexivas por un hombre que estaba fuera del círculo.
—¡Eres un completo inútil! —le regañó el mulá, cansado de las interrupciones del hombre.
—¿Cómo te atreves a sugerir que soy un don nadie? —replicó el otro—. ¡Soy zapatero!
Al oír esto, Nasrudín se quitó las sandalias y las rompió. Dándoselas al zapatero, dijo:
—Si eres lo que dices, podrás remendarlas. Tráelas como si fueran nuevas dentro de una hora y te creeré. —Sin esperar a que se lo pidiera dos veces, el hombre se fue corriendo a remendar las sandalias.

Si tu lengua fuera mía

UNA noche, el poeta de la ciudad estaba recitando su última obra. Uno tras otro, los que lo escuchaban se cansaron de los versos y se escabulleron. Muy pronto, sólo Nasrudín permanecía con el bardo.
—Al menos hay una persona que aprecia mi trabajo —dijo el artista—. Dime, mulá, ¿te gustaría hacer algún comentario?
Nasrudín permaneció en silencio.
—¿Acaso mis espléndidas palabras te han hecho perder la lengua?
—Si tu lengua fuera mía —replicó el mulá—, me la habría arrancado hace mucho tiempo.

La joven impúdica

DURANTE mucho tiempo, Nasrudín había tenido la intención de pedir la mano de cierta joven. Pero antes de que hubiera ahorrado el dinero de la dote, su amigo le dijo que iba a casarse con la bella muchacha. El mulá se quedó trastornado y, pensando un momento, dijo:
—Te felicito, ella es en efecto un premio. En realidad, hoy mismo hablaba con otro hombre que admitía que estaba deslumbrado por sus encantos.
—¿Estás diciendo que ha aparecido sin velo en público? —preguntó su amigo.
—Simplemente repito lo que he oído —contestó Nasrudín.
Muy agitado, el otro hombre fue corriendo a la casa de su futuro suegro y rompió el compromiso.
Unos meses después, cuando finalmente Nasrudín había conseguido el dinero de la dote, se comprometió con la muchacha. Cuando su amigo oyó la noticia, se enfadó mucho.
—¡Si no hubieras dado a entender que la chica era impúdica, me habría casado con ella!
—Estás confundido —dijo Nasrudín tranquilamente—. Yo nunca insinué en lo mas mínimo que fuera impúdica.
—Pero dijiste que habías hablado con otro hombre que estaba deslumbrado por su belleza.
—¿No mencioné que el otro hombre era su padre? —preguntó Nasrudín.

Imposible

—NASRUDÍN —le dijo su vecino—, ¿te has enterado de que el juez ha perdido la razón?
—Imposible —replicó el mulá—. ¿Cómo puede haber perdido lo que nunca tuvo?

Palabras improvisadas

AL pasar por el ayuntamiento, Nasrudín vio un trozo de papel sujeto en lo alto del tablón de anuncios. Por más que lo intentó, no pudo descifrar las palabras, así que se subió a una vieja caja para verlo más de cerca. Al punto, una muchedumbre se reunió expectante:
—El mulá va a pronunciar un discurso.
Al volver el rostro hacia el gentío, Nasrudín se sintió obligado a decir unas palabras.
—¡Amigos! —gritó—. Como sabéis, no suelo andar escaso de un discurso o dos, pero debo admitir que esta vez me habéis cogido desprevenido y no tengo ni una sola idea en la cabeza.
Su esposa habló desde algún lugar en medio del gentío:
—¿Ni siquiera la idea de bajar y venir a casa a cenar?

Por adelantado

DURANTE varios años, Nasrudín trabajó para un banquero. Cuando le llegó el momento de dejar el empleo, fue a cobrar sus salarios, pero se le dijo que tendría que esperar hasta que estuvieran disponibles los fondos necesarios.
—Pero he trabajado durante diez años sin haber recibido nunca ni un céntimo —se quejó el mulá.
—Entonces, toma este céntimo como adelanto y te llamaré cuando tenga el resto —contestó el hombre, mostrando la puerta a Nasrudín.
Sin el dinero que se le debía, Nasrudín no podía viajar a Samarcanda como había planeado, y en vez de eso aceptó el empleo de sepulturero. Un día, cavó un gran hoyo en el cementerio.
—¿Para quién es el hoyo? —le preguntó un transeúnte.
—Para el banquero.
—Pero no ha muerto. Le vi hace unos minutos.
—La próxima vez que le veas, dile que le he preparado su sepultura por adelantado.

Prisa hambrienta

NASRUDÍN estaba en una ciudad extranjera cuando oyó música y risas procedentes de una enorme mansión. Suponiendo que se estaba celebrando un banquete, se acercó a la puerta, mientras maquinaba la manera de entrar a la fiesta.
—Tengo un importante mensaje del rey —dijo a los guardas, e inmediatamente fue introducido en la casa.
El anfitrión, encantado de que se le viera recibiendo al enviado del rey, pidió que pusieran en la mesa los platos más selectos para Nasrudín.
Cuando el servidor del rey hubo comido hasta hartarse, el anfitrión le preguntó qué noticias traía de palacio.
—Tenía tanta prisa por llegar antes de que el pulao se acabara, que salí antes de que el rey me diera el mensaje —contestó Nasrudín.

A cargo de la lista

NASRUDÍN no era un imam popular y continuamente era degradado, hasta que se encontró en una aldea remota llena de campesinos no conocidos por su generosidad. La mayor parte de sus donativos a la mezquita consistía en zanahorias y manzanas, dieta contra la que pronto se rebeló su jefe espiritual.
Un día, en una alocución después de las oraciones matinales, Nasrudín hizo un anuncio importante:
—Se me ha pedido que os informe que a partir de ahora debo redactar una lista con aquellos de vosotros destinados al cielo y aquellos destinados al infierno.
A partir de ese día, el imam no careció nunca de carne fresca, manteca, nata y pulao.

Pollos incompletos

NASRUDÍN llevaba un pollo asado como regalo a su suegro. Era un largo viaje, y pronto tuvo un hambre canina. Incapaz de resistirse a la deliciosa carne, le quitó un ala y se la comió. Pero una cantidad tan pequeña ni siquiera podía empezar a satisfacer su retumbante estómago, así que, un poco más adelante, se comió una pata del pollo. Cuando llegó a casa de su suegro, su anfitrión se ofendió por el mutilado regalo.
—¡Después de tantos años, sigues sin mostrarme el respeto que merezco! —se lamentó.
—Pero todos los pollos del país salieron este año incompletos del cascarón —contestó Nasrudín.
Inmediatamente, su suegro mató a dos de sus pollos y se los llevó.
—Mira —dijo balanceando las aves delante de su yerno—, ¡estas aves están completas!
—Si un cocinero te apuntara con un arma —dijo Nasrudín—, ¿no emplearías todo el cuerpo para escapar?

Desconsiderado

NASRUDÍN había sido invitado a una boda. Inmaculadamente vestido, fue a recoger a su asno del corral, que estaba detrás de su casa. Viendo al animal revolcándose sobre el lomo, lo levantó precipitadamente y lo agarró por el cuello.
—¡Qué desconsiderado eres! Ni por un momento te has parado a mirar mi intachable indumentaria, ¡y pensar que yo quería que también tú hicieras un esfuerzo con tu aspecto! En cambio, te revuelcas en el barro.
El asno, resentido por el firme apretón del mulá sobre su cuello, rebuznó ruidosamente.
—¡Discúlpate como quieras —dijo Nasrudín rechinando los dientes—, pero el daño ya está hecho!

Indecisión

UN día, el sha estaba alabando al cocinero jefe por el apetitoso pulao que había preparado.
—¡No hay nada más apropiado para un rey que un buen pulao!
—Efectivamente —coincidió Nasrudín, que estaba invitado a la mesa real.
El rey siguió comiendo glotonamente. Después de haberse servido por cuarta vez, empezó a sentir pesadez en el estómago.
—Realmente, el pulao llena demasiado. Tiene mucha grasa; esta comida es demasiado fuerte.
—Efectivamente —coincidió el mulá.
El monarca se volvió malhumoradamente hacia Nasrudín.
—Cuando alababa la comida, estabas de acuerdo, y ahora que la critico, también estás de acuerdo. ¿Eres incapaz de formarte una opinión propia?
—Mi soberano —contestó el mulá—, si un gran gobernante como tú es incapaz de decidirse, ¿cómo se puede esperar que lo haga un hombre inferior como yo?

Ronquido infernal

UN amigo de Nasrudín le invitó a ir de vacaciones con otros hombres del pueblo. Cada día, cazaban, luchaban, apostaban y celebraban la ausencia de sus esposas. Pero al tercer día, Nasrudín empezó a observar las frías miradas que sus compañeros le dirigían.
—¿Por qué me miráis con esa antipatía? —preguntó finalmente.
—Porque pasamos toda la noche en vela por tus ronquidos infernales.
Cuando el mulá oyó esto, empezó inmediatamente a empaquetar sus cosas.
—No es necesario que te marches a casa, Nasrudín —dijeron sus amigos.
—Sí lo es —contestó el mulá—. Llevo casado quince años y he dormido con mi esposa todo ese tiempo. Ni una vez se ha quejado la desdichada mujer.

Talento heredado

NASRUDÍN detestaba tanto los versos del poeta de la ciudad que se disculpaba de cualquier reunión social en la que el hombre estuviera presente. Un día, se encontró frente a frente con el bardo y no tuvo más opción que saludarle.
¿Y quién es éste? —preguntó el mulá señalando al niño pequeño que estaba junto al poeta.
—Es mi hijo. Le estoy enseñando mi arte. Espero que algún día sea un poeta tan excelente como su padre.
—Ni siquiera en mis peores pesadillas —dijo Nasrudín— había contado con una segunda generación.

Cuando me parezca

EL Ángel de la Muerte llegó un día a casa de Nasrudín y anunció:
—¡Tu momento ha llegado, mulá! Prepárate para ser llevado al otro mundo.
Estremecido y temblando de miedo, con el rostro tan blanco como la nieve, Nasrudín consiguió decir unas palabras de forma entrecortada:
—Mi esposa ha blasfemado y se ha reído de la religión siempre que ha podido. Pero yo soy un musulmán, y me gustaría tener una última oportunidad de demostrar que me arrepiento profundamente de mi mala conducta pasada.
—¿Qué oportunidad quieres? —preguntó el ángel.
—Si pudiera disponer de tiempo para realizar las cinco oraciones antes de mi muerte —suspiró Nasrudín—, estoy seguro de que seguiría mi camino en paz.
—Muy bien —contestó el ángel—. Volveré mañana a esta hora, cuando hayas realizado tus cinco oraciones. —Y desapareció.
Al día siguiente llegó a la hora fijada.
—Has tenido un día extra de vida, Nasrudín. Ahora debes venir conmigo.
—¿No me prometiste que me permitirías realizar mis cinco oraciones antes de morir?
—Así es.
—Bien, he realizado sólo dos.
—¿Y cuándo dirás las demás?
—Cuando me parezca.

Necesidad de corrección

NASRUDÍN se mudó a una casa nueva y, según los requisitos legales de la época, debía tener los papeles de propiedad firmados por el juez. Sabiendo que el magistrado era un hombre codicioso, acostumbrado a dejarse sobornar, llevó consigo una bandeja de pasteles.
En cuanto el juez vio la deslumbrante colección de dulces, firmó y selló los papeles necesarios. Más tarde, después de la comida nocturna, indicó que le trajeran los dulces y se metió varios en la boca, pero resultó que todo el surtido estaba hecho de cera.
Al día siguiente, Nasrudín estaba sentado con algunos amigos en el bazar cuando llegó un funcionario del tribunal.
—Dice el juez que hay un problema con el papeleo de ayer y te ordena que vuelvas para corregir algunos errores.
—No es un problema con los documentos, sino un problema con el juez —contestó Nasrudín—. Dile que es su conciencia la que necesita corrección, y que sólo Dios puede ocuparse de eso.

¿De dentro o de fuera?

LOS guardias del rey estaban construyendo un elevado muro alrededor de la sala del tesoro.
—¿Para qué hacéis eso? —preguntó Nasrudín.
—Para impedir que los ladrones puedan pasar por encima —replicó uno de los hombres.
—¿Los de dentro o los de fuera? —preguntó el mulá.

Interés

—NASRUDÍN —dijo un vecino empobrecido—, ¿podrías prestarme algún dinero? Te pagaré el interés que me pidas.
—Amigo mío —contestó el mulá—, nunca me aprovecharía de tu desgracia cobrándote interés. Pero, desgraciadamente, no tengo dinero para prestarte.

Si lo sabré yo

UNA noche, ya tarde, un ladrón entró en la casa de Nasrudín. Protegido por la oscuridad, empezó a coger las posesiones del mulá y a meterlas en un saco.
—Hermano —dijo el mulá—, me veo obligado a advertirte que las cosas que estás cogiendo pueden parecer valiosas de noche, pero a la luz del día no tienen ningún valor. Si lo sabré yo...

Palmas que pican

NASRUDÍN fue nombrado en cierta ocasión jefe de policía, pero fue destituido del cargo casi inmediatamente. Unos días después de su destitución, su esposa observó que había empezado a rascarse la palma de su mano derecha.
—Nunca te había visto antes esa costumbre, Nasrudín.
—Es porque la mano derecha sólo me empezó a picar cuando me convertí en jefe de policía.

Jaliz, el águila

UN día, Nasrudín fue invitado a unirse a una reunión de jefes religiosos. Los reverendos se complacieron mucho haciendo alarde de su conocimiento del Islam. Uno especulaba sobre el color del caballo del Profeta, otro sobre la comida favorita de los ángeles. Un tercero dio una información sumamente prolija de la creación del mundo, y un cuarto una descripción detallada del cielo. Finalmente, Nasrudín no pudo aguantar más la presunción de aquellos hombres.
—¡Jaliz! —tronó, para gran asombro de los jefes espirituales.
—¿Es eso un nombre, mulá? —preguntó uno.
—¡Por supuesto! —exclamó el mulá—. Me sorprende que lo tengas que preguntar. Ése era el nombre del águila que se abalanzó sobre Moisés, llevándoselo.
—Pero no hay ningún documento que diga que Moisés fue llevado por un águila —clamaron los reunidos.
—Entonces Jaliz es el nombre del águila que se abalanzó sobre Moisés y no se lo llevó —dijo Nasrudín con mirada altanera.

Sólo un humilde pan

AL oír que todos los hombres sanos de la aldea estaban siendo reunidos y enrolados en el ejército, Nasrudín entró corriendo en la cocina y se escondió en el horno.
—Diles que me he ido a la India —dijo a su esposa.
Pero, rechazando sus excusas, los hombres del sargento registraron la casa y encontraron al mulá en el horno.
—Como varón adulto, por la presente quedas reclutado para las fuerzas de Su Majestad —dijo el oficial.
—Pero si sólo soy un humilde pan —contestó Nasrudín.
—¡Tonterías! —bramó el sargento—. ¡Sal de ahí inmediatamente!
—Muy bien —replicó el mulá—, pero no hasta que esté totalmente cocido.

Con sólo pedirlo

NASRUDÍN fue sorprendido trepando al gallinero de su vecino.
—Me asombra que tú, mulá, un hombre de tu edad, te deslices en mi gallinero como un joven ladrón en la noche. Si hubieras venido a verme como un vecino y me hubieras pedido una gallina, te la habría dado.
—Tienes mucha razón. Un hombre tan entrado en años como yo podría resbalar y torcerse un tobillo, o cortarse los dedos con la cerca. Por tanto, estaría encantado de aceptar tu amistosa oferta de una gallina.

Por si las moscas

ESCAPANDO de una banda de feroces bandoleros, Nasrudín buscó refugio en las montañas cercanas. Allí encontró a un hombre demacrado vestido con un manto hecho jirones.
—No hay tiempo que perder —gritó el mulá—. Tienes que esconderte; unos asesinos me vienen pisando los talones.
—Soy un derviche —replicó el hombre—. Paso todo el tiempo en reflexión y en oración. Alá no permitirá que nada malo le suceda a su siervo.
—Sin duda —asintió Nasrudín—, pero yo de ti, tomaría alguna precaución adicional, por si las moscas.

Necesidad de asociarse

UN día, Nasrudín perdió todo el dinero a los dados. Al volver a casa, dijo a su mujer:
—Me encontré en la plaza con un vecino que acababa de perder todo su dinero en el juego.
—¡Gracias a Dios que no eres tú ese insensato! —rugió su esposa.
—Pero soy un buen vecino —contestó Nasrudín—, y por eso tuve que asociarme al pobre hombre.

Igual que su madre

NASRUDÍN iba corriendo al bazar una tarde cuando un hombre mayor le paró para preguntarle:
—¿Estoy equivocado o eres el hijo de Jamal, el molinero?
—No te equivocas —contestó apresuradamente el mulá—. Soy el hijo de Jamal. Por desgracia, estoy algo ocupado en este momento.
—¡Chiquillo! —exclamó el hombre abrazando a Nasrudín—. No te he visto desde que eras un bebé. Eras el más dulce de los niños. Acostumbraba a jugar contigo durante horas sin fin y a contarte cuentos hasta que te dormías en mis rodillas. ¿Cuánto tiempo hace de eso? Deben haber pasado al menos cuarenta años. Pero te habría reconocido en cualquier parte. Tus ojos, tu cabello, tu barbilla... Es cierto lo que dicen: algunos hombres crecen para ser el vivo retrato de su padre.
—¡Y otros crecen para gorjear como su madre! —le interrumpió el mulá con malhumor.

Justa recompensa

NASRUDÍN había hecho quedar mal al imam tantas veces delante de todos, que el hombre finalmente alquiló a un grupo de matones para que le dieran una lección y aprendiera a respetarle. Una noche, los rufianes arrinconaron a Nasrudín en un oscuro callejón y estaban a punto de cumplir sus órdenes cuando el mulá se escurrió por entre ellos y escapó. Corriendo por la ciudad se topó con el imam.
—¿Qué ocurre para que estés sin aliento, Nasrudín? Huyes como si una manada de leones hambrientos te persiguiera de cerca.
—Ya me gustaría que fueran sólo leones... —dijo jadeando el mulá—. En realidad, el pueblo entero me persigue porque quieren hacerme alcalde.
El imam había soñado con llegar a ser alcalde durante mucho tiempo.
—Si me encontrara en tu lugar, aceptaría el cargo enseguida.
—Coge toda mi ropa y el puesto será tuyo —dijo Nasrudín, intercambiando su ropa con él—. Mis partidarios llegarán de inmediato; no digas nada cuando se acerquen a ti; cuando descubran el error, será demasiado tarde.
El imam ocultó su rostro en la capa de Nasrudín y esperó silenciosamente al tropel. Confundiéndole con el mulá, el grupo de rufianes le propinó una buena tunda.

Sólo probarte

EL imam estaba hablando a una reunión en la plaza de la ciudad.
—Sólo las figuras más impresionantes de la historia —los grandes profetas— pudieron realizar milagros —exclamaba.
—¿Podían resucitar a los muertos? —preguntó Nasrudín.
—Desde luego —replicó el imam—. El Corán describe muchos casos.
—Entonces —dijo el mulá—, estoy dispuesto a probar que cualquier hombre puede realizar milagros similares a los de los profetas.
—¿Te atreves a sugerir que también tú puedes resucitar a los muertos? —dijo con voz entrecortada el imam.
—Traedme una espada y lo demostraré —contestó Nasrudín.
Se trajo una espada y la multitud estiró el cuello para ver el milagro.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó el imam cuando Nasrudín apuntaba la hoja hacia él.
—Voy a cortarte la cabeza para que todos podamos tener unos momentos de paz, y luego te la volveré a poner y tú te sentirás como nuevo.
—No hay necesidad de demostración —replicó nervioso el imam—. Sólo quería probarte. Naturalmente, sé perfectamente que puedes realizar milagros.

Sólo el juez

EL juez, un hombre engreído e insensato, estaba preocupado por la falta de respeto que los habitantes de la ciudad le habían mostrado. Encargó al carpintero que construyera una plataforma elevada, desde la que pudiera escuchar las declaraciones y dictar sentencia. Cuando la estructura estuvo terminada, invitó a Nasrudín —uno de los habitantes menos respetuosos de la ciudad— a que fuera a echar un vistazo.
—¡Todopoderoso Alá —salmodió el mulá tirándose al suelo en la base de la tribuna—, ha llegado tu humilde servidor!
—¿Estás loco? —farfulló el juez—, yo no soy Dios.
—¡Perdóname, gran profeta! —se lamentó Nasrudín.
—Tampoco soy un profeta —vociferó el juez.
—Entonces, seguramente debes de ser un ángel —replicó Nasrudín.
Perdiendo la paciencia, el juez llamó a sus guardias.
—¡Llevaos a este hombre y encarceladlo hasta que recupere el juicio!
—Ah —dijo Nasrudín—, con un trono tan alto, no pude distinguirte al principio. Pero, viendo tu comportamiento, adivino que eres sólo el juez de la ciudad.

No perder de vista

NASRUDÍN iba al mercado a vender su última oveja. De camino, un amigo le pidió al mulá que fuera con él a tomar un té. Aceptando inmediatamente la invitación, el mulá sentó a la oveja a la mesa y él se puso justo enfrente.
—Amigo mío —dijo el asombrado anfitrión—, te he invitado a un té; nunca he dicho que pudieras invitar a tu oveja. ¿Pretendes ofenderme?
—Por supuesto que no —replicó Nasrudín—. Pero un hombre al que sólo le queda una oveja en el mundo no debe perderla de vista.

Mantenerse despierto

EN cierta ocasión, Nasrudín fue vigilante de un juez cruel e impopular. Su jefe, que era insomne, tenía la costumbre de pasear por sus jardines en plena noche, inquieto por sus enemigos. En una de esas ocasiones, encontró a Nasrudín roncando sonoramente bajo una manta.
—¡Despierta inmediatamente! Tus ronquidos podrían costarme la vida.
—Pero si no estoy dormido —replicó Nasrudín—; ronco para impedirme echar una cabezada.

Saber el nombre

NASRUDÍN estaba tan harto de las quejas continuas de su esposa que decidió divorciarse.
—¿Cuál es el nombre de tu esposa? —preguntó el juez.
—No tengo ni idea —contestó Nasrudín.
—¿Has estado casado durante veinte años y no sabes el nombre de tu mujer?
—¿Por qué debo saber el nombre de una mujer de la que me quiero divorciar? —replicó Nasrudín.

Gorriones grandes

NASRUDÍN volvió de sus viajes con un huevo de avestruz que dio a su hijo para que lo cuidara. Poco después, el cascarón se abrió, y el chico crió el ave hasta que adquirió un tamaño enorme. Un día, cuando padre e hijo estaban alimentando al animal, el juez pasó por allí. No habiendo visto un ave igual, preguntó:
—¿Qué es esa asombrosa criatura?
—En una ocasión fue un humilde gorrión —contestó Nasrudín—, pero, gracias al generoso Alá, ha triplicado su tamaño cada día.
—¿Podría yo lograr tal cosa de algún modo?
—No hay ninguna razón para que no sea así —contestó Nasrudín—, si das limosnas a los pobres y rezas oraciones a Dios.
El juez se fue corriendo al bazar, donde compró tres docenas de gorriones y distribuyó dos bolsas de oro entre los pobres. De vuelta a casa, puso a los gorriones en una jaula enorme y dio instrucciones a sus sirvientes para que los alimentaran con la mejor comida que se pudiera comprar con dinero. Luego se encerró en su habitación y empezó a rezar.
Después de varios días de súplicas, el juez quedó consternado al ir a inspeccionar su bandada de pájaros y comprobar que todos seguían del mismo tamaño. Fue entonces a ver a Nasrudín.
—Eres un impostor. Los gorriones no han crecido.
—Perdóname —dijo el mulá—, pero ¿distribuiste limosnas a los pobres? —Sí.
—¿Y suplicaste a Alá que te ayudara?
—Sí, he pasado las dos últimas semanas en oración.
Nasrudín pensó un momento:
—Supongo que no habrás restringido el movimiento de los pájaros. —Los tengo en una jaula.
—Ahí es donde te equivocaste. El confinamiento ha limitado su espacio para crecer.
Cuando el juez volvió a su casa, abrió la puerta de la jaula y los gorriones, encantados de verse libres, salieron volando.

Último en entrar, primero en salir

—SOY un artista de considerable talento —se jactaba el poeta de la ciudad, un hombre necio y presumido—. Mis obras elevan los espíritus incluso de los campesinos más ignorantes. No puedo dejar de maravillarme de mi brillo y mis éxitos.
—Realmente —dijo Nasrudín—, yo supero habitualmente a todas las personas de esta ciudad, incluido tú.
El bardo acarició su barba inmaculada y se rió.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Siempre que presentas una de tus poesías en público, permanezco en la parte de atrás de la sala, cerca de la puerta. Soy el último en llegar y el primero en escapar.

Risas y lágrimas

NASRUDÍN odiaba el olor de las cebollas, pero a su esposa le gustaban tanto que podía comerlas hasta que las lágrimas le bañaban la cara. Cada vez que incluía cebollas en su guiso, ella y Nasrudín se peleaban. Finalmente sus discusiones se hicieron tan violentas que sus vecinos los llevaron al tribunal por alterar la paz. Tras escuchar a las dos partes, el juez dijo a la mujer que firmara una declaración de que dejaría de servir cebollas a su marido o éste tendría derecho a un divorcio instantáneo.
Durante varias semanas las cebollas no volvieron a aparecer en las comidas. Pero, con el marido fuera de casa todo el día, la mujer empezó a sucumbir gradualmente a su ansia de cebollas.
Un día, estaba comiendo con gran apetito un gran plato de cebollas crudas cuando Nasrudín llegó inesperadamente a casa. Ella apenas tuvo tiempo suficiente de esconder el plato antes de que él entrara en la cocina. Al oler el picante aroma de las cebollas y viendo los ojos llorosos de su mujer, supo exactamente lo que había estado comiendo, pero estaba divertido por la situación.
—¿Por qué lloras, querida? —preguntó adoptando un tono comprensivo.
—Lloro de alegría porque estás en casa —contestó la mujer.
Nasrudín estaba tan encantado con el juego que echó a reír.
—¿Por qué te ríes? —preguntó su esposa sorprendida.
—Me río porque pronto seré libre-replicó Nasrudín—, pero dentro de un momento estaré gritando también, porque tengo la terrible sensación de haber perdido la declaración que firmaste ante el tribunal.

Caballo zurdo

NASRUDÍN recibió una invitación de un noble para un día de caza. No acostumbrado a esos grandes acontecimientos, el mulá estaba preocupado porque se pudiera ver su falta de experiencia a la hora de montar a caballo. Con esta idea en la cabeza, sobornó al escudero del noble para que le prestara el caballo que debía montar el gran día. En secreto, practicó montando y desmontando hasta que dominó la maniobra.
El día de la caza el mulá se paseó orgulloso por los establos muy confiado, pero quedó consternado al descubrir que el caballo con el que se había ejercitado estaba cojo y un animal desconocido había sido ensillado en su lugar. Nerviosamente, el mulá se subió al lomo del caballo. Aliviado al descubrir que había ejecutado la maniobra sin aparente dificultad, se preparó para salir. Pero al intentar coger las riendas, se dio cuenta de que estaba mirando la cola del animal.
—¿Por qué no se me ha informado de que éste caballo era zurdo? —preguntó con enojo al trabajador del establo.

¿Izquierda o derecha?

—MULÁ —le dijo su anciano vecino—, me han dicho que sabes un montón de cosas útiles. Así que dime, durante un funeral, ¿debe uno colocarse a la derecha o a la izquierda del ataúd?
—Es indiferente-contestó Nasrudín—. Pero mantente a distancia del centro.

Vida de ermitaño

CUANDO Nasrudín estuvo en el exilio, vivió durante un tiempo como ermitaño. Un día Tamerlán, que se había separado de su partida de caza, fue a dar a un claro y descubrió la cabaña desvencijada del mulá. Inmediatamente Nasrudín ofreció al gobernante su cena, que consistía en culebra asada y agua sucia. Tamerlán, hambriento, aceptó la comida con gratitud. Cuando hubo comido hasta hartarse, se limpió la barba y se dirigió a su anfitrión.
—¿Cómo puedes soportar haber caído tan bajo para tener que reemplazar las ricas ropas de cortesano por harapos como éstos, y los espléndidos banquetes por culebra y un agua que apenas se puede beber?
—Porque —explicó el mulá— aquí todo lo que veo es mío. No hay opresores como tú y no veo a ninguno de tus servidores, como el verdugo, el torturador y el recaudador de impuestos.

Animales letrados

EL alcalde fue a visitar a Nasrudín y, mientras su anfitrión preparaba algo de comer, examinó a fondo las cartas y papeles privados del mulá. Mirando a hurtadillas por entre las cortinas que separaban la cocina y la sala de recibir, Nasrudín vio lo que hacía el alcalde, pero no dijo nada.
Al día siguiente, el alcalde estaba sentado en la congregación en que Nasrudín pronunciaba su sermón:
—Verdaderamente, Dios actúa de maneras misteriosas. Ahora, ha dado a los animales mudos la capacidad mental de leer.
—¿Qué? —rugió el alcalde—. ¿Estás diciendo que todos los animales son letrados?
—No todos —contestó el mulá—, sólo el que ayer examinó mi correspondencia.

Un asno letrado

EL rey estaba cansado de la costumbre de Nasrudín de llevar a su burro con él a la corte.
—De hoy en adelante —decretó—, ningún iletrado podrá mostrar mi rostro en mi presencia. A menos que enseñes a tu burro a leer, mulá, te ordeno que lo dejes fuera del palacio.
Durante tres semanas Nasrudín apareció ante el rey sin su animal, pero pasado ese tiempo, llevó un día al animal al trono real.
—¿Tan débil es tu mente que ya has olvidado mi decreto? —bramó el rey.
—Con vuestro permiso, Excelencia, os demostraré que el burro sabe leer.
Necesitado de entretenimiento, el monarca dio su consentimiento, después de lo cual, Nasrudín sacó el Corán y lo puso en el suelo, delante del burro. Efectivamente, el animal pasó varias páginas con su lengua y, al llegar al final del Libro Santo, la criatura empezó a rebuznar sonoramente.
—Confío en que vuestra majestad estará satisfecho —dijo el mulá.
—No hasta que me digas cómo has realizado este acto milagroso —exigió el soberano.
—Fue fácil —dijo Nasrudín—, entrené al animal cubriendo cada página con avena. Cada vez que le presentaba el libro, se comía la avena y volvía la página en busca de más. Después de tres semanas, llegó a asociar el Corán con la comida. Ahora rebuzna porque, con todo su lamer y buscar, no encuentra su comida.
—¡Este ejercicio no demuestra nada! —replicó el rey.
—Perdonadme, majestad, pero debo disentir: prueba que se puede enseñar a leer a cualquier animal mudo.

Una vida larga y próspera

CUANDO Tamerlán comprobó que su tesorero era culpable de malversación, lo ejecutó y contrató a Nasrudín como sustituto. Pero no pasó mucho tiempo antes de que un ayudante de palacio informara al rey de que el nuevo tesorero estaba distribuyendo dinero entre los pobres. Muy enfurecido, el gobernante le mandó llamar.
—¿Quieres acabar colgando del cadalso como tu predecesor?
—Sin duda no colgarías a un hombre que simplemente trata de alargar tu estancia en la tierra —replicó Nasrudín.
—¿Cómo es que esquilmar mis cofres me podrá suponer una vida más larga? —preguntó Tamerlán.
—Cuando doy dinero a los pobres y necesitados, les pido que recen para que nuestro apreciado monarca tenga una vida larga y próspera. Si no pagara las oraciones de esta manera, ¿quién conseguiría la ayuda de Alá para mantenerte con vida un día más?

Los días más largos

CUANDO Nasrudín era colegial, su maestro estaba muy interesado por la vida en la tierra. A menudo hablaba a la clase sobre la naturaleza, detallando el cambio de las estaciones, el paso del tiempo, y describiendo cómo el día se convierte en noche. En una de sus exposiciones, dijo:
—Ahora es primavera, y los días se alargan, mientras que las noches se hacen más cortas. Dentro de un mes, cuando sea verano, el día se habrá hecho una hora más largo.
No se dijo nada más, pero un mes más tarde, en la clase se volvió a tratar una vez más el tema del tiempo.
—Dinos, Nasrudín —dijo el maestro—, ¿cuántas horas tiene el día?
—Es fácil —contestó el alumno sin vacilación—. Ahora que es verano, el día tiene veinticinco horas. Pero durante el resto del año vuelve a tener sólo veinticuatro

Mira y ve

—DIME, Nasrudín —dijo un rey brutal e ignorante que había oído hablar de los poderes del mulá—. Dicen que estás asociado con el Diablo. ¿Cómo es él?
—Miraos aquí, Majestad —dijo Nasrudín, entregando un espejo al gobernante.

¿Perder la cabeza?

NASRUDÍN y su amigo estaban paseando cuando vieron un lobo. El animal cruzó veloz por delante de ellos y luego desapareció en un agujero.
El amigo de Nasrudín decidió tratar de sacar el animal. Metió la cabeza en el agujero e intentó andar a cuatro patas tras el lobo. Pero el agujero era demasiado pequeño y pronto se quedó encajado en la abertura. Nasrudín observaba a su amigo menearse y retorcerse, evidentemente en gran apuro. Después de considerables tirones por parte del mulá, éste consiguió liberar a su amigo. Sin embargo, cuando le miró más de cerca se dio cuenta de que la cabeza del hombre había desaparecido. Echándoselo a la espalda, Nasrudín lo llevó a su casa y dijo a su esposa:
—¿Te has fijado por casualidad si tu marido llevaba la cabeza puesta cuando salió de casa esta mañana?

Burro perdido

NASRUDÍN entró corriendo en la ciudad asustado.
—¿Alguien ha visto a mi burro? ¡Si el juez lo encuentra antes que yo, soy un hombre arruinado!
—Cálmate —dijeron los mirones—. Si el juez encuentra al burro, al menos sabrás que está sano y salvo, y se te devolverá.
—¡A salvo! —vociferó el mulá—. Si el juez lo encuentra, esperará una recompensa, luego me pondrá una multa por haberlo dejado escapar, otra por entrar ilegalmente en su propiedad, y otra por cualquier otro daño. Cuando el animal regrese, todo lo que le quedará será la cola y las orejas.

Por los pelos

NASRUDÍN tenía tanto calor cuando cortaba leña que se quitó el turbante y lo puso en un muro que dominaba el valle. Segundos más tarde, un águila descendió en picado y se llevó la tela.
—¡Me he salvado por los pelos! —dijo el mulá tartamudeando—. Unos segundos antes, y también yo habría salido por los aires.

Mantenerse quieto

UN día, Nasrudín llevó algunas herramientas al herrero para su reparación. Sin embargo, cuando fue a recogerlas el hombre le dijo que habían desaparecido. Con las herramientas perdidas y sin dinero para comprar otras nuevas, Nasrudín no tuvo más remedio que pedírselas prestadas a su vecino.
—¿Dónde están tus herramientas? —le preguntó el hombre.
—El herrero las estaba arreglando, pero le han desaparecido.
—Entonces, sin duda él te las ha robado. Ve a decirle que te las devuelva de inmediato.
—No puedo. Le estoy evitando.
—¿Por qué?
—Porque todavía no le he pagado el arreglo.

¿Mago o cerrajero?

—NASRUDÍN —dijo el rey—, se dice que eres un gran mago. Te ordeno que abras este inapreciable joyero con tu magia, pues es demasiado valioso para romperlo y tiene demasiadas piedras preciosas para desecharlo.
—Majestad —contestó Nasrudín—, os han engañado. Yo puedo ser mago, pero ciertamente no soy cerrajero.

Los modales no se pueden disimular

NASRUDÍN visitaba Samarcanda durante el reinado de Tamerlán, el soberano del mundo. Recién llegado a la ciudad, se perdió en sus callejuelas y pronto se encontró en un sector mal iluminado, lleno de escombros y propiedades vacías.
—Alá, protégeme de los ladrones y asesinos que sin duda gobiernan estas calles —rezó conduciendo a su asno por los sórdidos callejones.
Por casualidad, pasó por delante del conquistador Tamerlán, que, temeroso de los disturbios civiles, se había disfrazado de vagabundo y se movía de un lado para otro por las zonas más deprimidas de la ciudad en busca de agitadores rebeldes.
Viendo al harapiento mulá, inmediatamente le cortó el paso.
—¡Cómo se atreve un paleto como tú a atravesar esta ciudad como si fuera suya! —Y por añadidura, dio a Nasrudín un golpe con su látigo—. Desmonta enseguida o tu burro será confiscado y tú serás decapitado.
—Gran Tamerlán —dijo balbuceando Nasrudín—, ten misericordia, este animal es la última de mis posesiones mundanas.
—¡Por el Profeta! —gritó Tamerlán—. ¿Es tan pobre mi disfraz que incluso un viajero como tú puede identificarme?
—No fue tu traje, sino tus modales lo que te descubrió —replicó el mulá—. Un hombre que ordena a un extranjero que desmonte bajo pena de muerte no podía ser otro que el conquistador responsable de la matanza de inocentes.

Hay muchas maneras de cazar un tigre

EN la India, Nasrudín se encontró frente a frente con un tigre gigantesco. Aterrado, trepó a un árbol para ocultarse, pero el animal saltó tras él hasta las ramas. Temblando de miedo, el mulá siguió trepando cada vez más arriba. El tigre le siguió con facilidad. Cuando Nasrudín había llegado a las ramas más altas, se volvió hacia el predador y se preparó para morir. En ese momento, el tigre vio a un gran pájaro posado a un lado y saltó, pero la rama en que el pájaro se encontraba era demasiado fina para soportar el gran peso del animal. Se partió y el tigre cayó al suelo.
Varias horas después, Nasrudín reunió el valor suficiente para bajar del árbol y descubrió que el tigre se había matado en la caída. Quitándole la rayada piel, se la puso alrededor de los hombros y siguió su camino. A partir de ese día, Nasrudín fue conocido como un gran cazador.

Amo y siervo

EL sol estaba declinando y era la hora de la oración de la tarde. Nasrudín, que corría hacia su casa para la fiesta del primer cumpleaños de su hijo, entró precipitadamente a rezar en la mezquita. Divisando al apresurado adorador, el imam se acercó sigilosamente y golpeó con fuerza a Nasrudín en la cabeza.
—¿Cómo te atreves a ofrecer esas oraciones de forma tan chapucera? Empieza de nuevo, y esta vez hazlo de manera diferente.
El mulá no tenía más opción que ejecutar las oraciones de nuevo.
Cuando finalmente hubo terminado, el imam dijo:
—Eso está mejor. Estoy seguro de que Dios aprecia este despliegue de fe mucho más que las oraciones apresuradas que le ofreciste al principio.
—Lo dudo mucho —replicó Nasrudín—. Apresuradas como eran, las primeras oraciones se ofrecían por temor a la ira de Dios. El segundo lote, por miedo a la ira de un siervo de Dios.

Meditación

EN cierta ocasión, Nasrudín fue discípulo de un maestro sufí. Una tarde de verano, el maestro instruía a sus discípulos para que repitieran una serie de cantos destinados a inducir un trance meditativo. El ritmo de las palabras y el cálido sol pronto hicieron que Nasrudín se durmiera.
—¿Cómo consigues entrar en un estado meditativo tan profundo? —le preguntaron los discípulos que estaban cenca de él cuando el ejercicio terminó.
—El secreto —contestó Nasrudín— está en aprender a dormir con los ojos abiertos.

¿Melón o montaña?

DE joven, Nasrudín estaba siempre haciendo tonterías. Un día, divisó al alcalde de la ciudad con un turbante tan grande como un canto rodado. Nasrudín agarró rápidamente una piedra y la lanzó al tocado del dignatario. La piedra golpeó de lleno al alcalde entre los ojos. Encolerizado, llevó al travieso muchacho a su casa.
—¡Explícate! —exigió su padre.
—Perdón —contestó Nasrudín—. Vi el turbante de nuestro venerable alcalde y pensé que un hombre de su talla sin duda tendría una cabeza tan sólida como una montaña. ¿Cómo iba a saber que en realidad es tan blanda como un melón?
Nasrudín llegó a irritarse tanto por el mal genio de su ganso que lo llevó al mercado para venderlo.
—Venderé ese excelente ganso por ti —dijo un corredor ansiosamente.
—Realmente —contestó Nasrudín—, el ganso está muy lejos de ser excelente. Silba y bate las alas de manera amenazadora. He llegado a tenerle una enorme antipatía.
Rogando al mulá que se abstuviera de decir nada más, por si acaso desanimaba a los eventuales compradores, el corredor lo llevó a una casa de té cercana.
—Espérame aquí; cuando haya realizado la venta, te traeré tu parte.
Cuando el mulá estaba sentado bebiendo té escuchó al corredor, que exclamaba:
—¿Quién me dará un precio justo por este ganso hermoso y rellenito? Os aseguro que nunca he visto un ave con un temperamento tan dulce.
Sin reflexionar, Nasrudín volvió a la subasta y detuvo la venta. Metiéndose al ganso bajo el brazo, se dirigió a él disculpándose:
—¡Qué mal te he juzgado! Vamos a casa.

Alforjas desaparecidas

MIENTRAS Nasrudín viajaba con una caravana, se dio cuenta de que había confundido sus alforjas con las de otro comerciante. Cabalgando hasta el jefe del convoy, le cuchicheó algo al oído. Inmediatamente se dio la señal de que se detuviera la caravana.
—¡Ha llegado a mi conocimiento que los ladrones se han llevado nuestras posesiones durante la noche! —anunció el guía.
Los preocupados comerciantes abrieron inmediatamente sus bultos para ver si faltaba algo. Con el contenido de cada alforja extendido en el suelo, Nasrudín pudo fácilmente identificar sus bolsas perdidas.

Equivocación

NASRUDÍN quería comprar un puchero nuevo. Fue a la ferretería, pero el ferretero pedía demasiado por sus artículos.
—Pensé que esto era una ferretería, pero debo de haberme equivocado —dijo Nasrudín. Molesto, el vendedor decidió seguirle la historia a Nasrudín.
—Sí, te has equivocado. La ferretería está en la puerta de al lado. Yo vendo ganado.
—¿De verdad? —replicó el mulá—. El negocio debe de ser próspero.
Esta vez, fue el ferretero el sorprendido.
—¿Por qué lo dices?
—Si vendes ganado, el sitio debería estar lleno de todo tipo de animales, pero parece que todo lo que queda es una asquerosa cabra vieja.

Dinero para su funeral

CUANDO el amo avariento para el que trabajaba Nasrudín se negó a pagarle su salario, éste se sentó a esperar ante la puerta de la casa. Pasaron varios días, y finalmente el avaro advirtió al mulá.
—¿Qué esperas?
—Espero ser pagado.
—Te morirás de hambre antes de que te pague.
—Por eso estoy aquí esperando. Ojalá muera pronto, y toda la ciudad verá que es tu mezquindad lo que me ha matado.
—Ah, pero entonces te haré un funeral exorbitante y la gente se maravillará de mi generosidad.
—Un funeral lujoso suena bien. Dame el dinero e iré a arreglarlo ahora.
El avaro le dio el dinero y Nasrudín se fue corriendo con una cantidad mucho mayor del salario que se le debía.

Un mono en el tribunal

NASRUDÍN y algunos de los aldeanos estaban reunidos en torno a un fuego de campamento escuchando las historias que contaba un conductor de camellos.
—He viajado durante muchos años a los países más remotos. En uno, encontré monos que eran tan humanos que resultaba fácil confundirlos con hombres. La única diferencia era que no tenían capacidad de lógica ni razón.
—¡Igual que el juez! —exclamó Nasrudín—. Comprendí hace mucho tiempo que no era humano, pero no podía resolver cómo conseguía ponerse un disfraz tan convincente.

Preguntas múltiples

AL enterarse de que a Nasrudín le habían robado las alforjas, sus amigos y vecinos fueron a expresarle sus condolencias. De acuerdo con las tradiciones de hospitalidad, el mulá los invitó a cenar. Ofreció pulao a tantas personas que el coste de la comida excedía con mucho el de las bolsas perdidas. Después de varios días de recibir a los invitados con sus condolencias, Nasrudín se cansó de sus interminables preguntas.
—Dime, mulá —decía uno—, ¿había un ladrón o varios?
—¿Forzaron la casa o tenían llave? —preguntó un segundo.
—¿A qué hora de la noche vinieron? —preguntó un tercero.
—Respondería a vuestras preguntas si pudiera —contestó el exasperado mulá—, pero por desgracia yo no formaba parte de la banda.

Mustafá, soberano del mundo

CUANDO Nasrudín era astrólogo de la corte, la esposa del gran visir fue a preguntarle por su hijo no nacido.
—Tendrás un hijo —anunció Nasrudín mirando a las estrellas—. ¡Se llamará Mustafá y llegará a ser el próximo gran soberano de Asia Occidental!
Muy complacida, la mujer fue corriendo a contárselo a su marido. Pasaron unos meses y efectivamente la mujer dio a luz a un hijo, al que inmediatamente llamó Mustafá. Pero tres días después el niño murió. Cuando la mujer, enloquecida, informó al rey, éste ordenó que Nasrudín compareciera ante él.
—¡Has engañado a la esposa del gran visir y serás desterrado de la corte para siempre!
—Majestad —replicó el astrólogo—, ¡tened misericordia! Todo lo que dije era la verdad. ¿Cómo puedo yo ser responsable del momento que el Ángel de la Muerte escoge para llevarse a los mortales al otro mundo?

Beneficio mutuo

NASRUDÍN fue empleado por un comerciante para transportar una caja que contenía mil monedas de oro de una ciudad a otra. Por el camino, fue atacado por una banda de feroces bandidos que le robaron el dinero y se fueron a caballo a las montañas. Molido a palos y sangrando, Nasrudín fue al palacio a quejarse:
—¡Majestad! Gracias a la escasa vigilancia de las montañas, he sido golpeado y robado, y sin duda seré golpeado de nuevo cuando mi amo se entere de que he perdido su oro. ¡Quiero que se me devuelva el dinero enseguida!
Encolerizado al sentirse increpado de tal modo por un campesino, el rey dijo a sus guardas que arrojaran a Nasrudín fuera del palacio. Desesperado, el mulá se dirigió a la mezquita:
—Todopoderoso Alá, el rey no escucha mis súplicas, y por eso debo abandonarme a la merced de uno mucho más grande que él. Me han robado mil monedas de oro y me han golpeado dos veces. Sin el dinero, ¡sin duda seré golpeado por tercera vez!
Cuando dejaba la mezquita, un comerciante le dio un golpecito en el brazo:
—Acabo de regresar de un viaje de negocios que me llevó a través del Hindú Kush. En la cumbre de un pico majestuoso, mi poni tropezó y caí ladera abajo. Cuando caía, pedí ayuda a Dios, y prometí que, si vivía, daría mil monedas de oro al primer hombre necesitado que encontrara. Justo entonces, mi capa se enganchó en un arbusto y pude encontrar un punto de apoyo para el pie y seguir el camino sano y salvo. No he podido evitar escuchar tu oración, hace un instante, y te pido que aceptes un regalo de mil monedas de oro.
Nasrudín estaba asombrado:
—Primero Alá tenía ladrones que me privan de mil monedas de oro; luego arroja a un hombre inocente a un acantilado para poder pedirle que dé a un extraño mil monedas de oro. Y finalmente concibe las cosas de manera que nosotros dos nos pudiéramos encontrar para beneficio mutuo.
—No tenía la menor idea de que se tomara nuestras oraciones tan en serio.

Respeto mutuo

—¡EH, Nasrudín! —le llamó su esposa—. Debemos darnos prisa o llegaremos tarde al funeral del alcalde.
—¿Por qué debo molestarme en asistir a su funeral? —contestó su esposo—. Ciertamente, él no se molestaría en venir al mío.
Mi espalda me dijo
Un día el rey supo que un juez local había perdonado a tres pequeños delincuentes. Inmediatamente llamó al desdichado funcionario y dijo a sus guardias que le pegaran con su propio cinturón. Después de varios feroces latigazos, el pobre hombre murió por sus heridas.
Nasrudín fue designado sustituto. Desde ese día en adelante, aparecía en la audiencia con un cinturón de plumas. Cuando se le preguntó por qué había escogido ese accesorio tan poco habitual, sonrió.
—Fue una idea de mi espalda. Me dijo que prefiere las cosquillas a la flagelación.

Mi carga

NASRUDÍN pasaba por la subasta de caballos cuando el subastador se abalanzó y agarró a su burro, al que luego trató de llevar a la tribuna. El asno se negó a moverse. Un segundo corredor trató de inspeccionar los dientes del burro y fue mordido en la mano. Un tercero llegó para examinar sus pezuñas, y el burro le dio una coz en el estómago.
—¡Cómo piensas encontrar un comprador para un animal de tan mal carácter!
—¡No estoy aquí para venderlo! —contestó Nasrudín—. Lo he traído para enseñar a todo el mundo lo difícil que es apañárselas con él.

Idea de mi asno

NASRUDÍN llamó a la puerta del imam.
—¡Has venido a visitarme! —gruñó el imam.
—Realmente, fue idea de mi asno —contestó Nasrudín—. Pensó que ya era hora de que visitáramos a uno de sus amigos para variar.

Mis enemigos

UN día, Nasrudín estaba escuchando a un general cuando se preparaba para la batalla.
—¡Arrancaré el corazón a mis enemigos! ¡Les arrancaré la lengua! ¡Les cortaré la cabeza y las pondré sobre picas para que todos las vean!
—¿Por qué no practicas primero con tu lengua? —dijo el mulá—. ¡Y así no tendremos que escuchar más tus jactancias!

La importancia de mi amo

EL juez contrató a Nasrudín como cochero. Un día, llevaba a su amo cuando otro carruaje le bloqueó el camino.
—¡Sal del camino! —gritó el mulá al conductor del otro vehículo. —¿Cómo te atreves a darme órdenes? —replicó el otro cochero—. ¡Soy el sirviente del hombre más importante de la ciudad!
—¿Y de quién piensas que yo soy el sirviente? —gritó Nasrudín—, ¿de una cabra?

Dinero de mi mujer

EL alguacil había vaciado la casa de Nasrudín, pero éste todavía debía al Estado quinientas monedas de oro. El rey ordenó que se le avisara para que fuera al palacio y pagara la deuda.
—No me queda nada más que dar, Majestad. El único dinero que queda son quinientas monedas de oro, pero pertenecen a mi mujer.
—Según la ley, las posesiones de tu esposa son tuyas. Ve a casa a recoger el oro.
—No puedo hacerlo, Majestad —contestó el mulá—, porque ese dinero es su dote, y todavía no la he pagado.

La verdad desnuda

CUANDO Nasrudín era joven, nada le gustaba más que sentarse alrededor de un fuego de campamento a escuchar historias de países lejanos. Un día, llegó a su ciudad una caravana de mercaderes. Cuando comieron la comida de la tarde contaron sus aventuras en regiones extranjeras: historias de bandidos y grandes proezas, de hostilidad y hospitalidad, de visiones extrañas y maravillosas.
—Hemos estado en unos países extraordinarios —dijo un comerciante de sedas—. En un viaje a un país situado a muchos meses de aquí, nos encontramos en un país tan cálido que la gente andaba completamente desnuda.
Ante esta revelación, un profundo silencio se hizo entre los oyentes. Nasrudín rompió el silencio.
—¡Eso no puede ser! Sin vestidos debe de haber sido imposible distinguir a las mujeres de los hombres.

Nasrudín muere

UNA vez, Nasrudín cayó enfermo y su esposa llamó al médico. Haciendo al mulá un rápido examen, el médico anunció:
—Amigo mío, no puedo hacer nada por ti. Prepárate para que el Ángel de la Muerte te saque de este mundo. —Con esto, pidió cincuenta monedas de oro como honorarios y dejó la casa.
Pasaron varias semanas y Nasrudín empezó a recuperar su fuerza. Algún tiempo más tarde, ojeroso y cansado por su reciente enfermedad, caminaba por el bazar cuando se encontró con el médico.
—¡Has vuelto de entre los muertos! —gritó el hombre alarmado—. Dime, ¿cómo es aquello?
—Muy cansado —contestó Nasrudín—. El Ángel de la Muerte y sus ayudantes se pasan todo el tiempo decidiendo quién será el siguiente.
—¿Cuándo llegará mi hora? —preguntó el médico aterrorizado.
—Interesante que me lo preguntes —contestó Nasrudín—. Precisamente el otro día estaban diciendo que todos los médicos irían al infierno porque curan a la gente e impiden que los ángeles hagan su trabajo. ¡Pero no te preocupes! Les dije que tú eras incapaz de curar a nadie y, así, no les estorbarías.

El loro de Nasrudín

NASRUDÍN soñó que poseía un pájaro extraño. Cuando despertó, dijo a su esposa:
—En mis sueños, tenía un espléndido loro que era la envidia de toda la ciudad.
—¡Qué pena que no sea así! —contestó su mujer—, pues si realmente lo tuvieras, le enseñarías a hablar y pronto sería la envidia de todo el reino.
—¡Y el rey oiría hablar de ello y nos ofrecería mil monedas de oro por él! —se lamentó el mulá.
—Y entonces tú podrías idear un sustituto y seríamos incluso más ricos. ¡Hasta que, finalmente, serías rey y yo sería reina!
—¿Pero y si el pájaro aprendiera palabras groseras y en vez de recompensarnos el rey ordenara nuestra muerte? —preguntó Nasrudín.
—Si hiciera eso, ¡cogería un hacha y le cortaría la cabeza!
Nasrudín estaba ofendido:
—¿Matarías a un pájaro que podría hacer nuestra fortuna? —dijo con un bufido, abofeteando a su esposa.
Al oír los gritos de la pobre mujer, llegaron los vecinos.
—¡Cómo te atreves a pegar a una mujer desamparada! —exclamó la esposa del vecino.
—¿Desamparada? —vociferó el mulá—. ¡Hace un momento, era bastante fuerte para matar a nuestro loro!

Las babuchas de Nasrudín

UN día, Tamerlán se cansó de sus diversiones e inventó un juego nuevo. Nasrudín fue obligado a permanecer delante de los arqueros del emperador y actuar como blanco humano.
Temblando sobre sus babuchas, Nasrudín permaneció inmóvil cuando cada soldado apuntaba y disparaba. Flecha tras flecha atravesaron el turbante del mulá y las mangas de su manto. Pero los arqueros del rey eran tan diestros que ni una sola flecha hirió al sabio.
Cuando terminó la competición, Tamerlán ordenó a sus servidores que sustituyeran el manto y el turbante agujereados del blanco por vestimentas de su propio guardarropa.
—Por favor, pídeles que traigan también un par de tus babuchas —dijo Nasrudín—, pues las mías se han quedado hechas polvo.

La sandalia ingobernable de Nasrudín

NASRUDÍN se puso una sandalia después de dejar la mezquita y justo se iba a poner la segunda cuando un adolescente se la arrebató. Cuando el mulá intentó recuperarla, el jovenzuelo se rió y se la tiró a un amigo. Cada vez que el mulá se dirigía hacia la sandalia, ésta volaba sobre su cabeza y caía en las manos del otro chico. Ni engatusamientos, ni amenazas, ni sobornos les persuadieron de que devolvieran la sandalia a su propietario. Finalmente, Nasrudín se cansó del juego y emprendió el camino a casa cojeando. En el trayecto de regreso se encontró con su vecino.
—Mulá, ¿por qué llevas solamente una sandalia?
—Porque la otra decidió quedarse en la ciudad a jugar con sus jóvenes amigos.

Disposición natural

—PADRE —preguntó el hijo menor de Nasrudín—, ¿por qué hablas tan poco y escuchas tanto?
—Porque tengo dos oídos y sólo una boca.

Habilidad natural

EL bebé de Nasrudín despertaba rutinariamente a sus padres con sus lloros. La tercera noche seguida sin dormir, la esposa del mulá se volvió a su marido:
—¿No puedes hacer nada?
—He probado todos los trucos que conozco. Temo que el único hombre con destreza suficiente para hacer dormir al niño es el imam.
—Pero él ni siquiera tiene un hijo. ¿Qué va a saber que no sepamos nosotros?
—No es cuestión de conocimiento, sino de habilidad natural. He visto a toda una congregación empezar a roncar en el momento en que él abre la boca.

La manta de la naturaleza

UN día y otro, Nasrudín se mantenía despierto por las lamentaciones de su mujer sobre su pereza.
—Oh, qué holgazán tengo por marido —lloriqueaba una noche.
—Desde que nos casamos he sido pobre, y gracias a ti moriré también pobre. Ni siquiera nos podemos permitir una manta decente con tus miserables ingresos.
Nasrudín se levantó de un salto y entró corriendo en el jardín. Dos minutos después, volvió con una manta llena de tierra.
—¿Se puede saber qué estás haciendo, metiendo barro en la casa en mitad de la noche? —dijo a gritos su esposa.
—La tierra, que es suficientemente buena para cubrir a nuestros antepasados, es buena también para cubrirte a ti —replicó Nasrudín—. No les he oído quejarse del frío desde que se echaron debajo de ella.

Nunca nacido

MIENTRAS estaba en la India, Nasrudín visitó un cementerio enorme. Deteniéndose delante de una elaborada tumba, leyó:
—«Aquí yace el mayor gobernante que este país conoció nunca. Condujo a sus ejércitos a la batalla contra las fuerzas enemigas. Construyó escuelas y alojamientos para los pobres. Su valor y caridad le convirtieron en leyenda ya durante su vida. Este noble gobernante murió a los cinco años de edad.» ¿Cómo pudo un gobernador lograr tanto en tan poco tiempo? —preguntó Nasrudín al encargado de la tumba.
—El sultán llegó al trono a los veinte años de edad y gobernó durante sesenta años. En su lecho de muerte, a los ochenta años, declaró: «He pasado siete años estudiando, ocho en la guerra y sesenta preocupado por los asuntos de Estado. En total, he vivido cinco años de mi vida. Ésta es la edad que quiero que se recuerde en mi lápida mortuoria».
—Si es así como aquí se considera la edad —dijo Nasrudín—, por favor, mira que en mi epitafio aparezcan estas palabras: «Aquí yace Nasrudín, ¡un hombre que nunca nació!».

Nunca satisfecho

NASRUDÍN salió a cabalgar cuando su asno vio estiércol y se detuvo a inspeccionarlo. Refunfuñando, el mulá desmontó, recogió el estiércol en un morral, montó de nuevo el asno y siguió su camino a casa. Cuando llegaron, Nasrudín ató el morral sobre la cabeza del asno y entró en la casa. Pronto el animal comenzó a piafar, a dar coces y a mover la cabeza.
Al oír el alboroto, Nasrudín salió corriendo.
—¿Nunca estás satisfecho? Querías ese estiércol, ¡y ahora que lo tienes para olerlo a tu gusto decides que ya no lo quieres!

La próxima vez

UNA noche, un ladrón escaló la casa de Nasrudín y robó la manta de su cama.
—¿A qué esperas? —le preguntó su mujer—. Persigue al sinvergüenza y recupera la manta.
—Le agarraré cuando vuelva a por la cama —dijo Nasrudín.

Ceguera nocturna

NASRUDÍN llamó al médico y se quejó de que todo lo veía con manchas negras. Cuando el médico hubo examinado al enfermo y extendió la prescripción, había caído la noche y pidió que le dejaran un farol. Unos días más tarde, encontró a Nasrudín y le preguntó por su vista.
—Por desgracia —dijo Nasrudín moviendo la cabeza—, ahora sufro una ceguera nocturna total. Quizá sea porque todavía tienes mi lámpara.

A mí no me toman el pelo

A Nasrudín le tomaban continuamente el pelo sus compañeros de clase, que pensaban que era algo bobalicón. Un día, uno de ellos cogió de la calle una bota vieja y preguntó a Nasrudín qué era.
—¿No lo ves? —contestó—. Obviamente, es la funda de una guadaña con forma de bota.

Ninguna consideración

NASRUDÍN corrió una noche a su casa y llamó a su esposa.
—¡He invitado al juez y a su esposa a cenar y llegarán en cualquier momento! Vete a preparar unas empanadas.
—No me tienes ninguna consideración —dijo refunfuñando su mujer—. Me he pasado todo el día limpiando y estoy agotada. Y, en cualquier caso, nos queda poquísima harina.
—Entonces, haz empanadas muy pequeñas —contestó Nasrudín.

Ninguna oreja, ningún crimen

UN día, el juez pidió a Nasrudín que le ayudara a resolver un problema legal.
—¿Cómo me sugerirías que castigue al difamador?
—Córtales las orejas a todos los que escuchen sus mentiras —replicó el mulá.

Malos para la salud

EL imam, un hombre mayor que ya esperaba con ansia un retiro cómodo, decidió aumentar sus ahorros. Una noche, después de las oraciones, dijo a los devotos que le siguieran al cementerio.
—Cada uno de vosotros debe elegir la parcela de tierra en la que queréis que os entierren —les ordenó—. Dadme cincuenta monedas de oro y anotaré vuestras preferencias en este libro.
Después de mucho debate e inspección, todos los presentes habían elegido un lugar de descanso, salvo el mulá Nasrudín.
—Si no te decides pronto —advirtió el imam—, no quedará ningún lugar para tu sepultura.
—¡Gracias a Dios por ello! —contestó el mulá—. Los cementerios no son buenos para mi salud. Siempre me hacen pensar en la muerte.

Ninguna necesidad de cerebro

UN día, el rey cayó enfermo y se llamó a los mejores cirujanos del país. Uno de ellos, procedente de la sofisticada ciudad de Bagdad, examinó al gobernante, le abrió el cráneo, sacó el cerebro y extirpó un gran tumor. Pero fue solamente cuando había vuelto a poner en su lugar la parte de arriba de la cabeza del monarca cuando se dio cuenta de que había olvidado incluir los restos del cerebro.
—Yo no lo sentiría demasiado —dijo Nasrudín, que estaba entre los médicos que habían sido convocados—. Sólo tiene que sentarse con pompa como hacía antes. Su política no cambiará, pero tendremos que encontrar un turbante más grande.

No hay sitio para más

NASRUDÍN y su hermano pusieron en común todo el dinero que les quedaba para comprar carne y arroz en el mercado. Hicieron un pulao y se sentaron a comer. Después de que cada uno había dado algunos mordiscos, el hermano de Nasrudín se quejó:
—¿Por qué cuando alargas la mano a la comida coges siempre dos trozos de carne?
—Mira —contestó Nasrudín—, es porque sólo puedo coger con la mano dos trozos al mismo tiempo.

Nada como un almuerzo gratis

NASRUDÍN regresaba de un viaje a Bombay cuando vio al juez de la aldea dándose una comilona al lado del camino.
Acercándose al notable, se sentó junto a la cesta y esperó que le invitaran a unirse al festín. El juez mascó en silencio durante unos momentos y luego preguntó a Nasrudín por sus viajes. Con la esperanza de que una buena noticia indujera al juez a compartir su comida, Nasrudín comenzó:
—Mientras estaba en la India, me encontré con tu hijo, que me pidió que te enviara sus recuerdos y la noticia de que tus rebaños de cabras están florecientes.
—Espléndido, me encanta escuchar que tanto el chico como las cabras están bien. Dime, ¿qué está haciendo mi hijo?
—Está enseñando a trotar a tu yegua blanca.
—Así que también el caballo tiene buena salud.
—Sí, tu esposa parece pensarlo.
—¿Viste también a mi esposa?
—Se ofreció a presentarme a su tío, que actualmente está buscando socios nuevos para sus negocios.
—Siempre es un placer escuchar buenas noticias sobre la familia —dijo el juez quitándose la servilleta del cuello y empezando a recoger los restos de la comida.
—Permíteme recompensarte por tus alentadoras palabras. Coge estos restos y come hasta hartarte. —Y pasó al mulá unos pocos mendrugos de pan y unos huesos de pollo.
Echando humo por la falta de generosidad del hombre, Nasrudín siseó:
—¡Ni siquiera tus cabras, si hubieran sobrevivido a la sequía, se habrían comido esto!
—Pensé que decías que el ganado estaba bien.
—Estaba estupendamente hasta que tu hijo se fue en la yegua y dejó que su esposa atendiera al rebaño.
—¿Pero por qué ella las dejó morir?
—También ella estaba debilitada por el calor. Siguió luchando valerosamente durante varias semanas, pero finalmente encontró el mismo destino que las cabras.
—¿Y por qué su tío no se puso en contacto conmigo?
—Al parecer, desfalcó dinero de su compañía para pagar el funeral de tu esposa. Se descubrió el robo y lo metieron en la cárcel.
Muy conmocionado, el juez saltó a su caballo de pura raza y se marchó, dejando el cesto y su apetitoso contenido junto al camino.

No es una cuestión de edad

NASRUDÍN estaba invitado a ir de caza con unos amigos. Como no tenía caballo de caza propio, le prestaron una gran montura para ese día. La espalda del animal estaba tan alta que, por mucho que lo intentó, no pudo subir a la silla.
—¡Me estoy haciendo viejo! —se rió para disimular su embarazo. Luego, viendo que los otros jinetes se habían ido sin él, añadió—: Aunque tampoco fui nunca muy flexible cuando era joven.

Nada que ver conmigo

NASRUDÍN se unió a una caravana que avanzaba a través del desierto. La primera noche del viaje, el convoy se detuvo a las afueras de una pequeña ciudad. El mulá se dirigió al camellero que estaba a su lado y le dijo:
—Toma este dinero y compra algo para cenar. Debo encender el fuego de campamento.
—Eso no tiene nada que ver conmigo —contestó el perezoso guía.
Nasrudín encendió la hoguera, luego se fue a la ciudad, compró algunas provisiones y volvió al campamento. En su ausencia, el otro hombre había dejado que el fuego se apagara.
—¡Enciende el fuego! —le dijo—. Tengo que desollar esta cabra.
—Eso no tiene nada que ver conmigo —contestó el otro envolviéndose en una manta.
Nasrudín encendió el fuego y fue a preparar la cabra. Cuando la carne estaba lista para ser cocinada, se volvió de nuevo al camellero:
—Da la vuelta al asador mientras trato algunos asuntos con los otros comerciantes.
—Eso no tiene nada que ver conmigo —replicó el hombre de nuevo.
Nasrudín puso la cabra sobre el fuego y la cocinó. Luego se fue corriendo a decir a los comerciantes que se unieran a él para cenar, de manera que pudieran concluir sus negocios.
Cuando los invitados se habían sentado alrededor del fuego y tomado su parte de carne, llegó a cenar el perezoso camellero.
—¡Oye! —se quejó—. ¡No ha quedado nada de la cabra!
—Eso no tiene nada que ver conmigo —dijo Nasrudín.

Sin tiempo para vestirse

NASRUDÍN estaba sentado en los baños turcos en Estambul cuando oyó que un hombre de su pueblo estaba a punto de hacer el largo viaje de regreso a su hogar. Levantándose apresuradamente de un brinco, salió desnudo a la calle y se subió a la parte trasera del carro. Varias semanas más tarde, los viajeros llegaban finalmente a su destino.
Todo el pueblo se había enterado de su vuelta, y las gentes se habían reunido en la plaza principal para saludarlos. Cuando Nasrudín saltó del carro, su familia se quedó horrorizada al ver que estaba completamente desnudo.
—¿Dónde están tus ropas? —preguntaron desolados.
—Estaba tan seguro de que os complacería mi regreso que, cuando oí que el carro se marchaba, no perdí tiempo en vestirme.

Sin tiempo para afligirse

CUANDO el asno de Nasrudín cayó enfermo, el mulá rompió en lágrimas.
—¿Por qué lloras? —le preguntó su vecino—. El pobre animal todavía está vivo.
—Pero si muere, tendré que enterrarlo, luego deberé ahorrar para un nuevo asno, después habrá que ir a la subasta de burros, y luego domar al sustituto. No tendré tiempo para afligirme

No en el almacén

UN hombre llegó a la tienda de ultramarinos de Nasrudín y le preguntó el precio de las nueces.
—Dos monedas de oro la libra.
—¡Es un precio escandaloso! —rugió el cliente—. ¿No tienes una pizca de conciencia?
—Lo siento —contestó Nasrudín—, pero ese artículo no lo tengo en el almacén.

No hasta que yo diga

FINALMENTE los aldeanos se cansaron de su imam.
—Nasrudín —le suplicaron—, no podemos soportar ya oír su voz chirriante un día más. Tu voz es mucho más melodiosa; por favor, ven y sé el nuevo imam.
—¡Imbécil! —le dijo su esposa cuando él le habló de su nuevo puesto—. ¿No sabes que el último imam no tenía un céntimo para vivir porque ninguno de los fieles hizo nunca una sola donación?
El día siguiente, antes de las oraciones, Nasrudín hizo un anuncio: —Me he enterado de que algunos de vosotros dicen precipitadamente sus oraciones de una manera que resulta inaceptable. De ahora en adelante, cualquiera que levante la cabeza antes de que yo lo haga incurrirá en la ira de Dios, su ganado morirá de enfermedad, su negocio se arruinará y su casa se la tragará la tierra.
Luego empezó a dirigir la oración de la congregación. Cuando llegó el momento, se inclinó y apoyó la frente en el suelo. Los fieles le imitaron. Varias horas más tarde, el imam no se había movido y, temiendo la ira de Alá, ningún miembro de la congregación se atrevía a levantar la cabeza antes de recibir indicación de que lo hicieran.
Cuando cayó la noche, un hombre no pudo soportar la incomodidad por más tiempo:
—Respetado imam —dijo—, nuestro cuello está a punto de romperse y tenemos la frente magullada. ¿No podrías levantar la cabeza?
—Sólo si dais un donativo —contestó el mulá—. Si no, Alá espera que me postre durante varios años.
Uno tras otro, los hombres metieron la mano en el bolsillo y pagaron su cuota.
—Ahora —dijo Nasrudín—, todo el que desee levantar la cabeza podrá hacerlo cuando haya pagado por adelantado los tres próximos años.
Los feligreses no tuvieron más opción que entregar el dinero. Cuando todo el mundo hubo pagado, Nasrudín se enderezó.
—De ahora en adelante —declaró—, podéis inclinar y levantar la cabeza siempre que queráis.

Ningún testigo

UN vagabundo se abría paso por la orilla del río cuando descubrió un cofre de hierro enterrado en el fango de la orilla. Al recogerlo y abrirlo descubrió que contenía una cantidad considerable de oro. Rápidamente se sentó y empezó a contar el dinero.
Mientras estaba contando, un rico propietario pasó por allí. Al ver el oro, se detuvo.
—¿Dónde conseguiste eso? —preguntó.
—Lo encontré en la orilla del río.
—Bien, ten cuidado, esta zona está infestada de ladrones. Te cortarán la cabeza para robarte tu oro. Tal vez pudiera regresar contigo y meter el cofre en mi caja fuerte, ¿quieres? —Muy aliviado, el vagabundo aceptó el ofrecimiento.
Cuando el oro estuvo depositado a salvo en la caja fuerte, el propietario dijo al vagabundo que volviera durante el día y le entregaría la caja. Pero cuando llegó el día siguiente, el rico negó cualquier conocimiento de la fortuna.
Comprendiendo que no iba a conseguir lo que era legítimamente suyo, el vagabundo arrastró al ladrón al tribunal, donde Nasrudín actuaba entonces como juez.
—¿Dónde están los testigos? —preguntó al vagabundo.
—¡Ay de mí, no hay ninguno! —contestó el hombre—. Lo encontré junto al río cuando no había nadie alrededor.
—Entonces ve al río y dile que comparezca en el tribunal. —El hombre estaba totalmente sorprendido, pero sin embargo fue a hablar al río.
Unas horas después, todavía no había regresado.
—¿Piensas que tardará mucho? —preguntó el juez.
—Podría llevarle mucho tiempo —replicó el propietario—. Ese tramo del río está muy lejos.
Finalmente volvió el vagabundo, acalorado y enfadado:
—Le pedí al río que viniera hasta que me cansé de repetirlo, pero no se movió.
—Sí lo hizo —dijo Nasrudín señalando al terrateniente—. Entró un momento mientras tú estabas de camino y me dijo que este hombre es en efecto un ladrón.

Explicaciones ofensivas

EL rey decidió probar el ingenio de Nasrudín.
—He pensado un complicado problema para ti, mulá. Ve si puedes ofenderme de manera que tu explicación sea cien veces peor que la metedura de pata original.
Nasrudín aceptó. Varios días después, los dos hombres salieron a caminar cuando Nasrudín agarró al rey por la barba y le besó en la boca.
—¿Qué diablos estás haciendo? —balbuceó el monarca, horrorizado.
—Perdonadme, Majestad —contestó el mulá—. Por un momento os confundí con vuestra esposa.

Una vez en tierra firme

NASRUDÍN y su hijo salieron a pescar cuando un torbellino apareció en el horizonte.
—¡Quiera Dios —imploró el mulá— salvar nuestra frágil barca y yo recompensaré a un hombre necesitado con un camello del tamaño de una casa!
—Padre, ¿cómo encontrarás un camello tan grande?
—Me preocuparé de eso una vez estemos en tierra firme.

Un caballo, dos propietarios

COMO caballerizo del califa de Bagdad, a Nasrudín le dieron una bolsa de oro con la que comprar un semental nuevo para los establos.
Incapaz de encontrar una montura conveniente en la subasta de caballos, iba camino de casa cuando una brillante comitiva desfiló delante de él. A su cabeza cabalgaba una figura enjoyada sobre un pura sangre blanco como la nieve. Nasrudín reconoció al jinete: era el soberano del reino vecino, un hombre famoso por su buena voluntad hacia las gentes comunes.
—Majestad —llamó el mulá—, ¿puede un campesino humilde como yo atreverse a pedir que me montéis en vuestro caballo?
—Ciertamente —replicó el monarca—. Salta tras de mí.
Cuando el rey y su séquito llegaron a las cercanías de la ciudad, Nasrudín suspiró.
—¿No estás cómodo? —preguntó el gobernante.
—Mucho, Majestad, pero estaba pensando qué orgulloso estaría mi hijo si viera a su padre entrar en la ciudad conduciendo un corcel como éste.
Inmediatamente el rey hizo ademán al convoy de que se detuviera de manera que Nasrudín pudiera ocupar su lugar. Así montado, el mulá atravesó las puertas de la ciudad. Cuando el califa vio a su caballerizo llegando en tan atractiva montura quedó encantado.
—¡Qué buena elección! —gritó acariciando la lustrosa crin—. Desmonta y déjame probar la silla.
Cuando el monarca visitante se negó, el califa se sintió profundamente disgustado.
—¡Baja de mi pura sangre! Sin duda tú tendrás un corcel propio. En seguida estalló una lucha entre los guardias de los dos gobernantes y en la confusión, Nasrudín y la bolsa de oro desaparecieron.

Una palabrita

LA esposa de Nasrudín era llamada «hurí» por las hermosas doncellas que los musulmanes creen que viven con los santos en el Paraíso.
Cuando la guerra llegó al país, todos los hombres fueron llamados a unirse al ejército:
—¡Alistaos ahora! —dijo un general de reclutamiento—, y seguid a los hombres del rey a la batalla. Si salís victoriosos, podréis coger lo que queráis del botín de guerra... Si morís en el campo de batalla, obtendréis un lugar eterno en el Paraíso, donde estaréis rodeados de las huríes celestiales.
—Yo ya tengo una hurí en casa —gritó Nasrudín entre la multitud—. Puede que no sea una hurí celestial, pero al menos no tengo que sufrir los horrores de la guerra, ni una muerte dolorosa, sólo por una palabrita.

Uno u otro

NASRUDÍN llevó un loro al rey como regalo. Sintiéndose generoso, el monarca le dio a cambio una moneda de oro. El tesorero se preocupó por tal extravagancia:
—Majestad, si sigues comportándote de manera tan generosa, ¡pronto los cofres estarán vacíos!
El rey estuvo de acuerdo, pero no encontraba la manera de pedirle a Nasrudín que le devolviera el dinero sin parecer tacaño.
—Déjamelo a mí, Majestad —dijo el tesorero—. Le preguntaré a Nasrudín si el pájaro es macho o hembra. Si dice que es macho, puedo decirle que tú quieres un pájaro hembra, y si es hembra, le diré que quieres un macho.
Nasrudín fue llamado de nuevo a la corte.
—Mulá —preguntó el tesorero—, ¿el pájaro que le diste al rey es macho o hembra?
Adivinando que la pregunta era una estratagema, Nasrudín respondió inmediatamente:
—Es un pájaro andrógino.

A pie

CUANDO finalmente el asno de Nasrudín murió debido a su avanzada edad, su dueño estuvo inconsolable durante varios días. Su esposa se asustó tanto por su negativa a comer y beber que pidió al imam que hablara con él.
—Mulá —empezó el hombre amablemente—, todas las criaturas de Dios morirán finalmente. Recuerda el semental favorito del alcalde: no vivió sino tres años. Y Antar, la mula gris del recaudador, pasó a mejor vida después de muchos años de valioso servicio. Incluso mi propio y fiel corcel sucumbió a la muerte hace unos pocos meses. Y su sustituto morirá también un día.
—¡Ésa es la cuestión! —dijo Nasrudín—. Todos los hombres a los que te refieres están en condiciones de comprar otra montura. Cuando yo muera, tendré que ir al cielo, a unirme con mi asno, a pie.

Sólo un profeta

UN día, Tamerlán se dirigió a uno de sus invitados y le preguntó:
—¿Quién es tu mentor?
—¡Tú, oh Cima del Globo! —replicó el hombre.
—Si yo soy tu mentor, entonces, ¿quién es tu profeta?
Antes de que el invitado tuviera tiempo de contestar, intervino Nasrudín: —Si tú eres verdaderamente su mentor, él sólo puede tener un profeta, ¡ningún otro que el mismísimo ogro de Gengis Khan!

En nombre de mi madre

EL vecino de Nasrudín observó que, con frecuencia, el mulá finalizaba sus frases con las palabras «Que mi difunta madre permanezca en el Paraíso».
Un día le preguntó qué significaban esas palabras.
—Es sencillo —contestó Nasrudín—. Mi padre, que también murió, era un hombre muy fuerte que siempre se salía con la suya. Mi madre, por el contrario, era dócil por naturaleza. Yo siempre trato de tener una palabra amable para ella, porque sé que le resulta difícil defenderse por sí misma.

Muerte sobreviviente

NASRUDÍN y su vecino estaban comparando historias de ruina financiera.
—Tú puedes ser muy pobre, mulá —dijo el otro hombre—, pero yo debo tanto que no podré pagar todo lo que debo en mi vida. Mis hijos pronto tendrán que cargar con mis deudas, y ellos, a su vez, serán incapaces de pagarlas. Y así, la deuda seguirá impagada hasta que el Ángel de la Muerte venga a arrancarme el alma.
—Yo de ti —sugirió Nasrudín— detendría inmediatamente las devoluciones y esperaría a que muera primero el Ángel de la Muerte

Sueños dolorosos

LA esposa de Nasrudín se dirigió a él una mañana:
—La noche pasada soñé que cuando estaba preparando verduras para un estofado, se me iba el cuchillo y me cortaba el dedo.
—Habrías hecho mejor durmiendo con guantes —contestó el mulá.

Palpitaciones

—CUIDADO, Nasrudín —dijo su avariento anfitrión al verle vaciar el tercer tazón de sopa—. Dicen que demasiada comida salada hace que el corazón palpite demasiado.
—¿El tuyo o el mío?

El Paraíso no está lejos

ANTES de que Nasrudín se pudiera costear un asno tenía que ir a todas partes a pie. Un día, entraba en la ciudad cuando algunos de sus alumnos pasaron junto a él montados en un carro:
—¡Maestro! —se rieron cuando el carro traqueteó a su lado—. ¡Tardarás mucho tiempo si tienes que andar hasta el Paraíso!
Pocos segundos después, un jinete en un elegante caballo negro ofreció a Nasrudín entrar a caballo en la ciudad. Subiendo detrás del noble, el mulá saludó a los estudiantes.
—¡Al parecer el Paraíso está tan sólo a unos pocos pies del suelo!

Recuperación parcial

NASRUDÍN cayó gravemente enfermo y el médico fue a verle.
—Puedo curarte —dijo al mulá—, pero el tratamiento será muy caro. —¿Cuánto costará? —dijo el paciente con voz entrecortada.
—Tres sacos de arroz.
Nasrudín aceptó pagarle cuando se hubiera recuperado. Pero, en cuanto empezó a sentirse un poco mejor, dejó de tomar la medicina. —¿Quieres tener una recaída? —le regañó su mujer.
—Recuperación parcial equivale a pago parcial —contestó Nasrudín.

Pasta sin pasteles

—LLEVA nuestros albaricoques al panadero y que los convierta en empanadas —le dijo la esposa de Nasrudín a su marido.
El mulá cargó el asno con la fruta y salió para la ciudad. Al pasar por el salón de té, vio a algunos hombres jugando a las cartas.
—¡Ven a probar tu suerte, mulá! —le llamó uno.
—No tengo dinero —contestó Nasrudín.
—Entonces apuesta los albaricoques —fue la contestación.
Sintiéndose afortunado, Nasrudín apostó su carga y la perdió toda. Determinado a recuperar la pérdida, apostó su asno. De nuevo perdió, y volvió a casa con las manos vacías.
—¿Dónde están los pasteles? —le preguntó su mujer.
—No había fruta suficiente para llenar un solo pastel —mintió Nasrudín.
—Y ¿dónde está tu burro? —preguntó la recelosa esposa.
—El panadero cogió el burro para pagar la pasta —contestó Nasrudín.

Pago en especie

UN erudito que iba de viaje llamó a la puerta de Nasrudín y le pidió un vaso de agua. Respetando la sagrada obligación oriental de proporcionar agua, Nasrudín invitó al hombre a entrar. En cuanto cruzó el umbral, el intelectual empezó un monólogo de datos que duró varias horas. Durante ese tiempo, Nasrudín, cortésmente, sirvió agua, té, la cena y unos dulces. Finalmente, el invitado pareció dispuesto a marcharse.
—Si me das algo por mis palabras de sabiduría, seguiré mi camino.
—Desgraciadamente, no me queda nada que ofrecer. Regresa mañana y entonces tendré algo para ti —dijo el mulá estupefacto.
La noche siguiente, volvió el erudito. Nasrudín le llevó directamente a la casa y le sentó. Entonces el mulá empezó a contar historias de sus propios viajes. Después de que habían pasado muchas horas, el agotado y hambriento invitado dijo:
—¿Qué hay de mi pago? Dijiste que si volvía hoy me darías algo por la conversación de ayer.
—Ya te he pagado —contestó Nasrudín—. Te he pagado en especie.

Campesinos y reyes

UN día, el rey y su partida de caza entraron en una pequeña aldea. Muy excitados por la fortuita visita real, los habitantes se reunieron en la plaza principal para ver al monarca. Después de unos minutos, un campesino ofreció al rey un vaso de agua. El gobernante cogió el recipiente de la mano del hombre harapiento, se bebió el agua de un solo trago y ordenó continuar a su séquito.
—¡Qué triste es ver tan malos modales! —dijo Nasrudín cabalgando al lado del rey.
—Me sorprendes, mulá —contestó el rey—. Habitualmente defiendes al desvalido.
—Me refiero a vuestros modales, Majestad.
—Mis modales son impecables. ¿Desde cuándo un gran hombre como yo está obligado a agradecer a un campesino un vaso de agua?
—Desde el momento que, sin siervos como él, no habría ningún gran hombre como tú.

Con piel y todo

LA esposa de Nasrudín observaba fascinada cómo su marido comía las naranjas, con piel y todo.
—¿No te olvidas de quitar la piel? —le preguntó mientras mordía otro trozo de fruta.
—El frutero es un hombre muy consciente —contestó Nasrudín—. Si las naranjas estuvieran destinadas a comerse sin la piel, él se la habría quitado antes de venderlas.

¿Pluma o eje?

EL emperador de Persia iba de camino a la mezquita principal. Deseando enjugar el sudor de su frente, sacó un pañuelo bellamente bordado y, al hacerlo, dejó caer su pluma de oro, que rodó hasta llegar a los pies de Nasrudín.
—¡No te quedes ahí, hombre! Recógela y devuélvemela.
—Oh Majestad —dijo el mulá cuando le devolvía la pluma—. ¿Por qué llevas este hacha contigo?
—Debes de ser aún más imbécil de lo que pareces a primera vista —dijo el soberano—, para confundir una pluma con un hacha.
—Con tu firma, puedes destruir pueblos enteros —dijo Nasrudín—. Así pues, ¿qué podría ser tu pluma sino un hacha?

Faisán mensajero

CUANDO Nasrudín llegó a ser juez, el imam estaba loco de rabia, pues había codiciado el puesto durante mucho tiempo. Tratando de socavar la autoridad del nuevo juez, el imam difundió por la ciudad todo tipo de rumores. Nasrudín conocía todas las mentiras que circulaban, pero decidió no decir nada.
Un día, un amable terrateniente le dio a Nasrudín tres faisanes. Dándole las gracias, Nasrudín cogió un ave y la puso en el puchero. Escondió la segunda debajo de la cocina. Diciendo a su esposa que preparara una comida suntuosa, se metió la tercera bajo el brazo y salió a visitar al imam.
—Qué amable por tu parte venir a visitarme —dijo el imam cuando llegó Nasrudín, y ofreció té al juez.
—Vengo a pedirte consejo sobre un caso muy intrincado —dijo su invitado, bebiendo a sorbos el té.
El imam, deseoso de demostrarse más sabio que el juez, accedió inmediatamente.
—Tal vez podríamos discutir el asunto durante la cena esta noche —propuso Nasrudín.
—¡Nada me daría mayor placer!
En este punto, Nasrudín sacó el faisán de su manto y dijo al animal:
—Ve a casa y dile a mi mujer que el imam será nuestro invitado esta noche. Pídele que ponga la mesa y haga un estofado de faisán. Dile que queremos también sandía, y ensalada fresca. Tú puedes preparar las verduras y comerte las pieles. —Luego liberó al pájaro, que huyó para desaparecer en el bosque.
El imam se quedó sin habla.
—Si esperas que me crea que ese pájaro hará todo eso, ¡entonces debes de tomarme por un completo imbécil!
—Todavía no he sacado ninguna conclusión —contestó Nasrudín—, pero si el faisán no cumple mis órdenes, dimitiré como juez.
Dos horas más tarde, él y el imam salieron. Al llegar a la casa del juez, el invitado a cenar estaba asombrado. Hirviendo en la cocina había un puchero con estofado de faisán, mientras en la mesa hermosamente dispuesta había ensalada y pulao y, entre hielo, una sandía.
—Pero ¿dónde está tu mensajero? —preguntó con temor.
—Probablemente escondido bajo la cocina, comiendo peladuras de zanahoria —contestó Nasrudín cogiendo el ave.
El imam estaba decidido a comprar el pájaro de su anfitrión.
—Te daré cincuenta monedas de oro por tu emplumado sirviente —ofreció.
—No podría separarme de él —contestó el juez—. Lo quiero tanto como a mi propio hijo.
—Cien monedas de oro —ofreció el imam pensando en la envidia que sentirían sus enemigos si él tuviera un pájaro así como sirviente.
—Está bien. Como anfitrión, no puedo negarme —replicó Nasrudín, cogiendo el dinero y metiendo al faisán en un saco.
El avaricioso imam le faltó el tiempo para irse a alardear de su valiosa adquisición. Se fue corriendo directamente a la casa de su cuñado, donde pidió que se reuniera toda la familia. Con ostentación, sacó el ave.
—Ve a mi casa y dile a mi mujer que nuestros parientes irán a cenar más tarde. Dile que tenga preparado pulao, albóndigas, ensalada, verduras y sorbete de limón. —A continuación, liberó orgullosamente al mensajero.
Cuando el imam y su familia llegaron a la casa, la encontraron vacía. La cocina estaba fría, no había señal de comida y no se veía en ninguna parte a su esposa. Muy ofendidos, los invitados se marcharon. El imam fue a ver a Nasrudín.
—¡Cómo te atreves a engañarme! ¡Devuélveme inmediatamente el dinero!
—En primer lugar, nunca te pedí que compraras el ave, te la vendí por tu insistencia. En segundo lugar, tus órdenes al pájaro pueden haber sido engañosas. ¿Puedo preguntar qué le dijiste?
Cuando el imam hubo repetido las instrucciones que había dado al pájaro, Nasrudín sonrió.
—Ya sé lo que ha sucedido —dijo tranquilamente—. Enviaste al mensajero, pero no le dijiste dónde vives. Probablemente, ande buscando por todo el país mientras nosotros hablamos. ¿Y piensas que tienes la inteligencia necesaria para ser juez?

¿Empanadas o migajas?

UN día, el panadero envió a Nasrudín a palacio con una carga de empanadas recién hechas.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó el desconfiado guardia hurgando en la carga con un palo.
—Si continúas hurgando, llevaré migajas —contestó Nasrudín.

Planes de expansión

—AMIGOS —gritó un día Nasrudín a sus vecinos—, ¿quién me dará un precio justo por mi tierra?
—Pero si vendes la tierra, ¿de qué vivirás, mulá? —preguntaron.
—Simple economía —contestó Nasrudín—. Invertiré el dinero en otra pequeña parcela que añadiré a la que antes tuve. De esta manera, ¡extenderé mi hacienda!

Condiciones poco favorables

CUANDO el imam visitó la nueva casa de Nasrudín, miró la exigua morada y señaló:
—Vives en condiciones muy pobres, es verdad, pero no desesperes. Los mansos son recompensados en la muerte, y tú irás a un lugar donde vivirás con un esplendor como no has conocido en este mundo.
—Todo eso está muy bien —contestó Nasrudín—, pero ¿qué voy a hacer con una sepultura tan fastuosa?

El poder de los profetas

NASRUDÍN fue un día a ver al imam de la gran mezquita y afirmó:
—Yo puedo realizar las destrezas de los profetas y los santos. A mis órdenes, ¡los árboles bajarán la ladera de la montaña y los ríos alterarán su curso para venir a mí!
—¡Demuestra que verdaderamente estás bendecido con los poderes de un profeta para mandar que las piedras rueden hacia ti, o pagarás cara tu blasfemia! —gritó el imam.
Nasrudín extendió sus brazos hacia la roca y le dijo que fuera hacia él, pero ésta no se movió un pelo. Al ver esto, el mulá pisoteó el lugar donde aquella estaba.
—Dices que posees los poderes de los profetas, pero no pareces tenerlos —silbó el imam—. Prepárate a sufrir las consecuencias.
—Mis acciones son perfectamente admisibles para la ley islámica —replicó Nasrudín—. ¿Has olvidado que cuando la montaña no fue al Profeta Muhammad, él fue a la montaña?

Oraciones

UN oficial corrupto había estado gravemente enfermo. Nasrudín encontró a la esposa del hombre en el mercado.
—¿Cómo está tu marido?
—Todos esperamos que las oraciones de los aldeanos sean atendidas. —Si es así, me sorprende que todavía no se haya celebrado el entierro.

Oraciones de alquiler

MIENTRAS Nasrudín era todavía imam, un rico comerciante fue a pedirle su opinión profesional.
—¿Es verdad que un creyente debe rezar cinco veces al día?
—Sí —contestó el imam—, una vez al amanecer, dos veces durante el día, una vez a la caída de la tarde y otra vez por la noche.
—Entonces yo estoy en una situación imposible. Al amanecer, estoy todavía dormido, durante el día tengo negocios que atender, al atardecer, me gusta relajarme con mis amigos, y por la noche debo realizar mis deberes maritales.
—Veo tu situación —contestó Nasrudín.
—¿Quizá podría contratarte para que reces por mí? —dijo el hombre ofreciendo un puñado de monedas.
—No veo por qué no —accedió el imam. Pero justo cuando su visitante se marchaba, le devolvió una moneda.
—Me has dado cinco monedas, una por cada oración. Pero, pensándolo bien, sólo puedo aceptar cuatro. Las oraciones de la mañana, durante el día y de la tarde, no son problema, pues estoy aquí en cualquier caso, pero por la noche yo también duermo.

Pedir milagros

NASRUDÍN entró furtivamente en el almacén de un comerciante y empezó a llenar un saco con provisiones. Al ver la luz, el comerciante fue a investigar y descubrió al mulá.
—¡Te haré azotar en la plaza del pueblo por esto! —farfulló agarrando a Nasrudín por el cogote.
—Por favor, no me humilles en público —imploró Nasrudín—. Éste es un asunto privado entre tú y yo. Castígame tú mismo.
—Muy bien, te golpearé con las mismas cosas que has tratado de robar —contestó el comerciante, y empezó a pegar a Nasrudín con un saco de harina.
Después de algunos golpes, Nasrudín empezó a pedir a Dios un milagro.
—Ni siquiera un milagro te salvará de este saco de harina —gritó el comerciante.
—No es la harina lo que temo —replicó el mulá—. Acabo de recordar que puse tu hacha en el fondo del saco. Pido a Dios que la transforme en otro saco de harina.

Precocidad

CUANDO Nasrudín era niño, siempre estaba haciendo a su padre preguntas difíciles. Un día, su padre quedó tan desconcertado por su incapacidad para responder que perdió los estribos:
—¿No sabes que los niños precoces cuando crecen se vuelven completamente imbéciles? —le regañó.
—Padre —contestó el pequeño Nasrudín—, nunca me dijiste que de niño fueras un genio.

Presente y correcto

CUANDO tenía dinero, Nasrudín era aficionado a ofrecer fiestas a sus amigos. Un verano, organizó un acontecimiento enorme. Contrató a una banda y a proveedores de comida, y encargó al carpintero de la ciudad que construyera ocho grandes plataformas en el jardín, que cubrió con alfombras y cojines. La noche fue un éxito clamoroso. Los invitados comieron, bebieron y bailaron hasta el amanecer. Sentado en el jardín después de que los últimos juerguistas se hubieran marchado, Nasrudín analizó la noche. Cuando echó una mirada alrededor, su alegría porque los invitados se habían divertido se transformó en furia. No importaba cuántas veces contara las plataformas de madera, de las ocho sólo quedaban siete.
—¿Qué tipo de gamberros comen mi comida, bailan con mi banda y luego se lleva una plataforma completa, con cojines y alfombras? —gruñó el mulá dando golpes a la tribuna que estaba debajo de él. Sólo cuando su mano golpeó el tablero de madera se dio cuenta de que estaba sentado en la octava construcción.

Conservar los peces

NASRUDÍN estaba cruzando el océano cuando otro pasajero se dirigió a él:
—El capitán me dice que has viajado por todas partes. Así que dime, ¿por qué está el mar tan salado?
—Porque lo rocían regularmente con sal para que los peces no se estropeen —contestó rápidamente el mulá.

El precio de la educación

EN la bulliciosa ciudad de Bagdad, Nasrudín extravió su asno. Tras buscar el animal durante varias horas, el mulá se sentó a considerar su destino en un salón de té del centro de la ciudad. Poco después, observó una muchedumbre reunida al lado de la universidad.
Se acercó a investigar, y el mulá descubrió a su burro rodeado por un grupo de eruditos.
—Tu burro ha hecho estragos en esta honorable sede del saber —aulló el decano—. Debes pagar una gran multa.
—Sin duda —replicó Nasrudín— seré yo quien te la cobre a ti. Yo tenía un burro perfectamente bien educado. ¡Mírale ahora! Después de unas horas en este lugar se ha transformado en un delincuente.

Honorarios profesionales

EL alcalde estaba tratando de sujetar sus alforjas, pero cada vez que las colocaba, se caían hacia un lado.
—Nasrudín —dijo cuando el mulá pasaba a su lado—, tú que pretendes saberlo todo. ¿Cómo puedo resolver este problema?
Examinando la carga, Nasrudín vio que una de las bolsas estaba llena de arroz, mientras que la otra estaba vacía.
—Como científico —dijo—, veo que las leyes de la física actúan contra ti.
Luego sacó el arroz y lo dividió en tres montones iguales. Puso un montón en cada bolsa y, efectivamente, la carga quedó perfectamente equilibrada.
—Excelente-dijo el alcalde—, pero ¿qué pasa con el tercer montón?
—Son mis honorarios profesionales —replicó Nasrudín.

Muy posible

LA burra de Nasrudín se escapó de nuevo.
—¿La ha visto alguien esta vez? —preguntó a un grupo de aldeanos. —La vi ayer presidiendo una causa criminal en la audiencia —dijo un bromista.
—Es muy posible —dijo Nasrudín—. Siempre escuchaba con mucha atención cuando enseñaba leyes a mis alumnos.

Leer en voz alta

—DIME, mulá —preguntó el imam—, ¿has cometido alguna vez una equivocación cuando leías el Corán?
—¡Claro que sí! Una vez leí mal, y en vez de decir que los pecadores irían al infierno, dije que los imames irían al infierno. En otra ocasión cometí otro error y entendí que los imames, en lugar de los mansos, heredarían la tierra.
—Te crees tan astuto como un zorro —gruñó el imam—, pero, verdaderamente, eres tan torpe como un burro.
—Tienes razón, imam. Como ser humano, a diferencia de un imam, no soy tan astuto como un zorro ni tan torpe como un burro.

Valentía real

NASRUDÍN estaba sentado en el salón de té escuchando a un jactancioso joven.
—Un oso corrió hasta mí, pero le di un garrotazo en la cabeza. Un tigre saltó desde un árbol y lo derribé al suelo. Estalló un fuego en una casa vecina y me abrí camino luchando con las llamas y rescaté a los hijos pequeños del vecino. Un maremoto amenazaba con tragarse mi ciudad y contuve las aguas hasta que todo el mundo hubo escapado. Debo de ser el más valiente de todos los hombres.
—Realmente —contestó Nasrudín—, el más valiente soy yo.
Los demás bebedores de té quedaron asombrados al escuchar al habitualmente humilde mulá desafiando a aquel joven insensato.
—¿Por qué eres tan valiente?
—Porque no tengo miedo cuando los invitados vienen a mi casa y no tengo ni un grano de arroz en la alacena, una hoja de té en el tarro ni una migaja de pan en el plato.

Razones para el lamento

A veces Nasrudín llevaba a la gente por el río en su barca. Un día, doce comerciantes se acercaron a él y le preguntaron cuánto cobraba por el servicio. Al ver los exquisitos mantos de los hombres, contestó:
—Una moneda de oro a cada uno.
Aceptaron el precio y Nasrudín cargó a los comerciantes en su desvencijada barca. Pero la embarcación estaba tan llena que, a mitad de camino, uno de los pasajeros perdió pie y cayó por la borda.
La corriente lo arrastró entre gritos río abajo, y los comerciantes rompieron en lágrimas. Sorprendidos al ver que también Nasrudín se unía a su lamento, le dijeron:
—Nosotros lloramos a nuestro amigo perdido. Pero ¿por qué lloras tú?
—Por el pasaje perdido —replicó el mulá.

Sal imprudente

A la hora de la cena, Nasrudín echó sal en la sopa. Viéndola disolverse, dijo:
—Cristales imprudentes, ¿por qué os metéis en la sopa si no sois sumergibles?

Transmisión de mensajes

NASRUDÍN, en una racha mala de suerte, fue a casa de un rico comerciante a pedirle empleo. Explicó el asunto al portero, pero el comerciante no condescendió en verle. En su lugar, dijo gesticulando al criado:
—Ve a decirle al cocinero que diga al pinche que diga al mozo de cuadra que diga a Nasrudín que no tengo ningún puesto vacante.
Al oír esto, el mulá le dijo a su burro:
—Burro, ve a decirle a mi mujer que le diga a nuestro hijo que les diga a las cabras que vengan a la casa de este comerciante y le destrocen el jardín.

Deuda pagada

NASRUDÍN fue a que le cortaran el pelo. Al salir se metió en el bolsillo la navaja de afeitar y se fue sin pagar.
—¡Oye! —le gritó el peluquero saliendo tras él—. ¡Me debes el corte de pelo!
—No te preocupes —dijo el hombre de la silla siguiente—. El mulá es un hombre honorable. Te pagará.
Al día siguiente, Nasrudín volvió y dio una moneda al peluquero.
—Aquí está el dinero que te debo —dijo.
Cogiendo la moneda, el peluquero se disculpó por dudar de la honradez del mulá.
—Pero queda todavía el pequeño asunto de mi navaja.
—Desgraciadamente —contestó Nasrudín—, tuve que venderla para pagarte mi deuda.

Palabras repetidas

DURANTE muchos años, los habitantes del pueblo de Nasrudín habían estado agobiados por los elevados impuestos establecidos por el rey del país, un hombre sin escrúpulos. Los campesinos y los comerciantes estaban obligados a aportar un tercio de sus escasas ganancias a las arcas de palacio.
Nasrudín, entonces imam de la aldea, estaba tan enfadado por la pobreza y la desigualdad que había a su alrededor que dio un sermón en el que acusaba al monarca de chupar la sangre al pueblo.
Desgraciadamente, uno de los espías del rey escuchó sus observaciones y se fue a la corte a toda prisa. Poco después Nasrudín fue arrestado y llevado al palacio.
—He oído que te has atrevido a compararme con una sanguijuela —dijo el rey—. Como sin duda sabes, los insultos dirigidos a la persona del rey son recompensados con la flagelación pública seguida de prisión.
—Majestad —replicó el imam—, no te insultaba, simplemente repetía lo que la gente dice en todo el reino.

Ladrón arrepentido

MIENTRAS Nasrudín estaba rezando en la mezquita, un ladrón arrambló con sus alforjas. Cuando se quejó al imam, se le dijo:
—Un verdadero creyente habría tenido algunas palabras santas del Corán en su bolsa, y el ladrón, al verlas, se habría arrepentido de inmediato.
—¡Que extraño que no lo hiciera —dijo el airado mulá—, pues tenía un Corán entero en mi bolsa!

Rescate, no robo

NASRUDÍN estaba siempre pensando maneras de molestar a su vecino, que era un conocido roñoso. Una noche, entró silenciosamente en el patio del avaro, cogió una gallina del gallinero y se largó con ella. Cuando corría, se reía entre dientes con deleite pensando en el dolor que tal pérdida causaría al rico pero avariento hombre. Después de andar un trecho, empezó a preguntarse por qué el ave no hacía ningún alboroto por su rapto. Tal vez había sido asfixiada por el grueso material de la bolsa en que apresuradamente la metió por la fuerza. Nasrudín se detuvo, abrió el saco y la gallina asomó la cabeza y empezó a hacer un ruido terrible.
—Exactamente lo que pensaba —dijo el mulá—. Está tan harta de la avaricia de mi vecino como yo. Esto es un rescate más que un robo.

Respeto

UN día, el rey y Nasrudín tuvieron una disputa y el monarca lo desterró de la corte.
—¡No quiero volver a ver tu cara hasta que estés dispuesto a mostrarme algún respeto!
Pasaron unas semanas y el rey empezó a echar de menos a Nasrudín. Le llamó de regreso al palacio. Cuando el mulá llegó, se acercó al trono caminando de espaldas.
—¿Qué tontería es ésta? —preguntó el rey.
—Simplemente estoy obedeciendo tu última orden —replicó Nasrudín.

Gastrónomos respetables

EL rey se enteró de que Nasrudín tenía algo de gastrónomo.
—Dime —preguntó—, ¿qué sabe mejor, la cabra asada o el cordero asado?
—Todo depende de la cocina en que la carne se prepare —contestó el mulá—. Cada cocinero tiene su propio estilo culinario.
Al oír esto, el rey ordenó a su jefe de cocina principal que preparara dos platos, uno de cabra asada, el otro de cordero asado. En seguida llevaron y sirvieron los dos platos al gastrónomo.
—Bien, Nasrudín —dijo el monarca—, ¿cuál prefieres?
—Ambos eran excelentes, Majestad —contestó Nasrudín—. Pero, como cualquier gastrónomo respetable, no me es posible escoger entre los dos hasta que haya limpiado mi paladar con uno de los sorbetes del chef.

Arroz, ratones y niños

EL patrón de Nasrudín, un comerciante, exclamó un día:
—El invierno pasado escondí treinta sacos de arroz en lugar seguro. Ayer los desenterré y descubrí que los ratones se lo habían comido todo.
—También yo tuve un problema similar con diez sacos de tu arroz —dijo Nasrudín—. Los diez sacos que te compré el año pasado para guardarlos en un lugar seguro, también fueron devorados.
—¿Por los ratones?
—No, por mis hijos.

Riqueza o arroz

CUANDO Nasrudín vivía en un remoto poblado de montaña, una caravana de comerciantes se desvió del camino y llegaron, agotados y hambrientos, a la ciudad.
Al ver las alforjas cargadas y a los comerciantes debilitados, los habitantes de la ciudad decidieron asesinar a los hombres y robar sus mercancías. Pero, como jefe espiritual, Nasrudín consiguió persuadirles de que perdonaran a los viajeros. Por eso, a regañadientes, los colonos alimentaron y dieron albergue a los comerciantes, y les permitieron continuar su camino.
Cuando se preparaban para marchar, los agradecidos comerciantes ofrecieron una recompensa a Nasrudín por intervenir a su favor. Éste rechazó la recompensa, pidiendo solamente diez sacos de arroz. Cuando el arroz había sido entregado y la caravana había dejado la ciudad, los colonos empezaron a lamentar su caritativa conducta. Llenos de resentimiento, se volvieron contra Nasrudín y le pidieron que dejara la ciudad. Él, tranquilamente, cogió el arroz y se instaló en una choza de pastor en una ladera cercana.
Unos días más tarde, empezó a hacer frío y los puertos de montaña pronto quedaron bloqueados por la nieve y el hielo.
Consumida hasta la última de sus provisiones, los habitantes de la ciudad recordaron el arroz de Nasrudín. Fueron a la cabaña y le pidieron humildemente que volviera a la ciudad.

Proporciones ridículas

NASRUDÍN oyó por casualidad a un iraquí que presumía de su ciudad natal.
—En Bagdad, tenemos la mezquita más espléndida del mundo. Tiene más de trescientos metros de largo y seiscientos de ancho.
—Eso no es nada —respondió el mulá, esperando acallar al jactancioso—. En mi ciudad tenemos una mezquita que tiene tres kilómetros de ancho y...
En ese momento, un hombre de la ciudad de Nasrudín llegó hasta ellos y se les unió. El mulá vaciló y rectificó su historia:
—... tres metros de alto.
—¿Cómo podéis tener un edificio con una forma tan extraña? —preguntó el iraquí.
—No me preguntes a mí —respondió Nasrudín—, pregunta a este amigo. Él es el responsable de sus ridículas proporciones.

Manzanas maduras

UN hombre que pasaba delante de la casa de Nasrudín dejó sus babuchas al pie del manzano del mulá. Mirando por la ventana, Nasrudín gritó a su esposa.
—¡Rápido, dame el hacha! Debo cortar el árbol.
—¿Por qué? —preguntó la mujer—. En dos semanas más, esas manzanas estarán maduras para comer. Piensa en todas las cosas deliciosas que puedo hacer con ellas para nosotros y los niños.
—¡Ay! —contestó Nasrudín—. No hay tiempo que perder. Si el propietario de esas babuchas está dispuesto a dejarlas bajo el árbol antes de que las manzanas estén maduras, quién sabe lo que hará cuando la fruta esté en su punto.

Soberano del mundo

TAMERLÁN estaba fuera, cazando, cuando cayó la noche. Dio a la partida la señal de parar y acampar. Cuando él y unos pocos cortesanos se sentaron alrededor del fuego de campamento, pidió a cada hombre que contara una historia.
El emperador fue el primero en contar su historia. Apenas había dicho unas pocas palabras, cuando un ascua encendida salió de las llamas y se instaló en el turbante del poderoso gobernante.
—Señor —dijo Nasrudín al ver el humo saliendo en espiral desde el tocado real.
—¡Señor! —protestó el rey, muy molesto por la interrupción del mulá—. ¡Yo no soy un mero señor, soy el rey de reyes, el conquistador del mundo, el soberano del universo!
—Os ruego me disculpéis —murmuró Nasrudín, y cortésmente se mordió la lengua.

¿Gobernante o tirano?

UN día, Tamerlán estaba aburrido y decidió reírse de sus cortesanos.
—¿Qué soy? —preguntó a su astrólogo—, ¿un tirano o un gobernante?
—Un gobernante —respondió el cortesano. Fue inmediatamente decapitado.
El emperador se dirigió a un segundo cortesano:
—¿También piensas que soy sólo un gobernante?
—No, gran emperador Tamerlán. ¡Tú eres el tirano más poderoso del mundo! —También en esta ocasión, el sha ordenó al verdugo que se llevara al hombre.
Finalmente, se dirigió a Nasrudín:
—¿Qué piensas que soy?
—No eres ni un tirano ni un gobernante —fue la respuesta.
—¡Explícate!
—Si fueras un tirano, no preguntarías a humildes cortesanos. Y si fueras un gobernante justo, no castigarías a los hombres por decir la verdad.

Rumble[i] el ratón

—¿QUÉ hay en este bote? —preguntó Nasrudín a su esposa.
—Un minúsculo ratón llamado Rumble —respondió la mujer—. No quites la tapa o se escapará.
Cuando ella salió de casa, Nasrudín no pudo resistirse a echar una mirada a hurtadillas. Pero, al quitar la tapa, descubrió que el bote contenía yogur. Riéndose de los intentos de su esposa por evitar que comiera entre las comidas, cogió una cuchara y enseguida dejó el bote completamente limpio. Cuando hubo acabado con el yogur, colocó la tapa y volvió a poner el bote en la cocina.
Media hora después, su estómago empezó a hacer unos ruidos terribles. Los ruidos y borboteos se hicieron tan horribles que pronto Nasrudín gemía de dolor. Cuando su esposa volvió, le encontró acurrucado en el suelo, agarrándose el vientre.
—¿Qué te pasa?
—No pude evitar echar una mirada a Rumble y abrí el bote, pero se me metió en la boca y lo tragué. Ahora actúa de acuerdo con su nombre y está desesperado por salir.

San Nasrudín

NASRUDÍN entró precipitadamente en el salón del trono y se arrojó a los pies del rey.
—¡Majestad, Alá ha hecho de mí un santo y me ha dicho que ocupe mi lugar en la corte!
—¿Estás loco?
—Debo estarlo. ¿Cómo si no habría aceptado ser un santo en tu corte?

Sacos terreros

CUANDO estaba arando su campo, Nasrudín desenterró un tarro lleno de oro. Según la ley, estaba obligado a dividir el tesoro con el juez, que, a su vez, aportaría el dinero a las arcas de palacio.. Mentras cambiaba su ropa de trabajo por las vestiduras adecuadas para ir a la corte, su esposa sustituyó las monedas por arena. Ignorante del cambio, Nasrudín llevó el tarro ante el juez.
—Rápido, trae la balanza —gritó al entrar en la sala del tribunal.
Olfateando riqueza, el juez dio enseguida orden de que llevaran la balanza y empezó a amontonar pesas en uno de los platillos. Nasrudín vació el contenido del tarro en el otro.
—¿Qué significa esto? —preguntó el juez.
Reconociendo el trabajo de su mujer, el mulá respondió tranquilamente:
—Estoy fabricando sacos terreros para contener una parte del río y necesitaba pesar la arena para asegurarme de que los hago bastante grandes.

La sustitución de Satanás

—NASRUDÍN —dijo el rey lanzándole una mirada furiosa—, he oído que andas diciendo que cuando muera, iré derecho al infierno.
—Habéis oído correctamente, Majestad.
—¿No temes por tu vida?
—Pero, señor, no era una crítica, sino un cumplido.
—¿Cómo es eso?
—Simplemente anunciaba que Satanás se prepara a recibirte en el infierno renunciando a su trono y entregándotelo a ti.

Babuchas salvadas

UNA noche, Nasrudín creyó oír a un zorro en el jardín. Temiendo que el animal fuera tras las gallinas, salió corriendo de la casa, descalzo, y se cortó el pie con un trozo de piedra mellada.
—Es una suerte que no haya tenido tiempo de calzarme —dijo—. Me he lastimado el pie, pero he salvado las babuchas.

Semillas secretas

EN cierta ocasión, un comerciante instaló un puesto en el mercado para vender semillas de sésamo. A cada cliente potencial le ofrecía unas semillas fritas para que las probara. Encontrando la golosina muy de su gusto, Nasrudín compró seis paquetes.
—¿Qué hago ahora? —preguntó.
—Sencillamente, coge las semillas y siémbralas —respondió el comerciante.
El mulá volvió a su casa con su compra, frió las semillas y las sembró. Por supuesto, nada salió de ellas.
—¡Qué estafador! —gritó el mulá—. Y qué típico lo de ocultar el secreto de cómo hacerlo.

Autodefensa

NASRUDÍN estaba atravesando un campo cuando un macho cabrío le embistió. Sin tiempo para escapar, el mulá se mantuvo en su sitio y golpeó al animal entre los cuernos con una gran piedra. El macho cabrío cayó al suelo justo cuando su propietario llegaba corriendo.
—Has matado a mi mejor cabra.
—Lo siento, pero intentaba matarme.
—¿No podías haberle golpeado simplemente en el trasero?
—Podía —contestó Nasrudín—, pero no intentaba matarme con el trasero, sino con los cuernos.

Sensibilidad

NASRUDÍN volvió a su casa tras un día de trabajo agotador. Le dolía la espalda de cargar sacos en su burro, los pies le ardían llenos de ampollas y tenía la piel abrasada por el sol. Se sentó cansadamente a la mesa y preguntó a su mujer por qué no había preparado la comida de la tarde.
—¡Eres un egoísta! —le regañó—. Hoy fui primero a casa de mi amiga con una sopa para su marido enfermo, pero el desgraciado ya había muerto. Luego fui a su funeral y después volví a su casa a ayudarle a cocinar para los asistentes al funeral.
—Por un momento —dijo Nasrudín mirando sus ojos hinchados—, pensé que habías estado en una boda. Habitualmente, vuelves de un humor semejante.

Enviado por Dios

NASRUDÍN estaba sentado junto al mar cuando una ola le barrió y se llevó sus sandalias.
—Esa ola ha sido enviada por Dios —dijo un mirón.
—¡Dios, Dios! —dijo con rimbombancia Nasrudín—. Le llevaría al tribunal por la pérdida de mis sandalias, pero probablemente el juez fallaría a su favor.

Servidor y amo

NASRUDÍN acababa de almacenar la cosecha anual de cereal en su granero cuando llegó el recaudador a exigir la parte del emir.
—Aquí debe de haber al menos cien sacos de grano, lo que significa que debes al palacio treinta sacos.
—Tonterías —respondió el mulá contando los sacos—. Hay solamente treinta sacos. Si te los llevas, mi familia morirá de hambre.
El oficial permaneció inflexible e indicó a sus secuaces que cargaran todo el contenido del granero en su carro. Desesperado, Nasrudín decidió seguir a su producción hasta el palacio y realizó una queja formal ante el emir.
—Majestad —comenzó—, he venido a presentar una queja...
No estando de humor para protestas, el gobernante silenció a Nasrudín con un ademán.
—Mulá, mírate a ti mismo: un hombre de seis pies de alto, quejándose todavía como un niño.
Al oír estas palabras, el mulá dio las gracias al monarca por su tiempo y pidió permiso para marcharse a su casa.
—¡Cómo! —le increpó el rey—. ¿No vas a tratar de hacerme ver tus razones?
—¿Cómo podría hacerlo? —contestó el mulá—. Si calculáis que mido seis pies de alto, entonces es evidente que vuestro servidor, el recaudador, ha hecho sus cálculos sobre los de su amo.

Siete días

MIENTRAS estaba en uno de sus viajes, Nasrudín se alojó con un legendario jefe militar. Su anfitrión dio permiso al mulá para que permaneciera en su casa mientras él inspeccionaba sus tierras. Cuando el guerrero volvió, una semana más tarde, Nasrudín le preguntó educadamente por su viaje.
—¡Ha sido el mejor de mi vida! —contestó el hombre—. El lunes viajamos a una ciudad remota donde las inundaciones habían ahogado hasta el último habitante, hombre, mujer o niño. El martes, fuimos más lejos y llegamos a una ciudad que ha sido destruida por el enemigo. El miércoles seguimos caminando y llegamos a un bosque justo a tiempo de ver cómo todo el paraje se incendiaba por un rayo. El jueves llegamos a una aldea donde encontramos a un perro rabioso y, naturalmente, dije a mis hombres que mataran a los habitantes para detener la epidemia de rabia. El viernes fuimos en busca de otras víctimas de la enfermedad, pero descubrimos que el hambre había hecho su trabajo por nosotros. El sábado, cuando casi estábamos en casa, nuestros caballos se desbocaron y aplastaron a varios habitantes de la localidad. El domingo, tras recuperar nuestras monturas, seguimos nuestro camino y a las afueras de esta ciudad encontramos a un hombre colgado de un árbol por el cuello.
—¡Qué suerte para esta tierra y sus habitantes que sólo te hayas ido una semana! —contestó Nasrudín.

Costillas duras

EL rey estaba de un humor terrible. En cuanto Nasrudín hizo un comentario irreverente, llamó a los guardias de palacio.
—¡Arrojad a este perro insignificante a los pies de mi elefante más grande!
—Oh soberano del mundo —gritó el mulá—, harías mucho mejor arrojando al gran visir bajo las patas del animal, pues yo causaría tal dolor al elefante que tu ejército no podría ir a la batalla y tu reino se derrumbará.
—¿Cómo un insecto como tú va a causar dolor a mi noble elefante?
—Estoy tan mal alimentado que mis costillas están afiladas como navajas de afeitar. Imagina lo que sucedería si una de ellas atravesara el pie del elefante. El gran visir, por el contrario, un hombre bien relleno, no es probable que lo hiriera.

Tácticas de choque

LOS aldeanos iban con frecuencia a ver a Nasrudín con indisposiciones menores que él habitualmente podía curar. En consecuencia, se hizo conocido como sanador.
Un avaro llamó a Nasrudín para que examinara a su hijo. Trató al niño, que pronto se recuperó totalmente, pero cuando pidió que le pagaran le echaron de la casa.
Varios meses después el avaro cayó enfermo. Una vez más se llamó a Nasrudín. Esta vez estaba toda la familia reunida en torno al lecho del enfermo, y Nasrudín anunció:
—Lamentablemente, no tengo ninguna cura.
—¡Pero si la fiebre no cede, morirá! —gimió la esposa.
—Muy bien —respondió Nasrudín—. Abre su caja fuerte y dame cien monedas de oro.
Temiendo la pérdida de su tesoro, el avaro empezó inmediatamente a sudar y la fiebre desapareció.

Babuchas y asnos

AL caer la noche Nasrudín llegó a una ciudad extranjera y descubrió que no tenía ningún lugar donde hospedarse. Sin amigos a los que visitar ni dinero para la posada, decidió dormir en la mezquita. Temiendo que los ladrones pudieran robarle el burro si lo dejaba fuera, metió dentro al animal, lo ató con el ronzal al mihrab y se tumbó.
A la mañana siguiente llegó el imam, se quitó las babuchas y entró en la mezquita a rezar. Cuando vio al burro en la casa de Dios, pegó una fuerte patada a Nasrudín en las costillas:
—¿Cómo te atreves a traer aquí a un animal inmundo? ¡Has ofendido a Alá y sellado tu propia sentencia de muerte! ¡Haré que te cuelguen en la plaza de la ciudad!
Viendo que el imam todavía tenía agarradas sus babuchas, Nasrudín contestó:
—No he hecho nada que tú mismo no hagas. Metes aquí tus babuchas, que sólo valen unas monedas, por miedo a que te las roben si las dejas fuera. Yo he metido mi burro —que vale mucho más— por la misma razón.

Simple aritmética

NASRUDÍN llevaba su cabra al mercado para venderla.
—¿Pides mucho? —le preguntó su vecino.
—Dos monedas de oro —respondió el mulá—, aunque la compré por una, y tal vez alguien quiera comprarla por tres. Si la quieres, te la puedo dejar por menos.
—¿Cuánto?
—Bien, como hemos establecido, vale seis, pero te la puedo vender por cinco.

Desde que se convirtió en mulá

EN cierta ocasión, Nasrudín estaba estudiando en la biblioteca cuando descubrió que los libros que necesitaba estaban en un estante demasiado alto para alcanzarlos. Apilando algunos de los tomos más gruesos, descubrió finalmente que podía alcanzar el estante de arriba. Mientras estaba seleccionando los libros que quería bajar, el bibliotecario llegó apresuradamente.
—¡Estás encima de una pila de ejemplares del Corán! ¿No estás preocupado por Dios?
—Solía estarlo —respondió Nasrudín—, pero desde que me he convertido en mulá, espero que Dios esté más preocupado por mí.

Pecador por una tarde

NASRUDÍN visitaba a un amigo cristiano durante la fiesta del Ramadán. A la hora de la cena, la esposa de su anfitrión puso en la mesa un ganso asado. Ella y su marido se sirvieron entonces grandes porciones y empezaron a comer ávidamente. Comprendiendo que no se le iba a ofrecer un plato, Nasrudín desgarró una pata del asado y dio un mordisco enorme.
—Mulá —se disculpó su anfitrión—, supusimos que como creyente, estarías de ayuno.
—Por una comida que regala el paladar como ésta, estoy dispuesto a descender temporalmente a vuestro nivel.

Seis y tres, nueve

NASRUDÍN se quedó asombrado cuando su nueva esposa dio a luz a un niño tres meses después de que se hubieran casado.
—Corrígeme si estoy equivocado —preguntó a la mujer—, pero ¿no son habitualmente nueve meses?
—¡Hombres! —gruñó ella—. Nunca comprenderéis estas cosas. Dime, ¿cuánto tiempo llevas casado conmigo?
—Tres meses.
—¿Y cuántos llevo yo casada contigo?
—Tres meses.
—¿Y cuánto suman tres y tres?
—Seis.
—Así pues, coge seis, súmalo a los meses que he estado embarazada y verás que seis y tres son nueve.
—¡Qué insensato fui al desconfiar de ti!

Poco apetito

NASRUDÍN estaba empleado como cocinero de Tamerlán el Conquistador. Una noche, un invitado frunció el ceño y sacó una mosca de su cuenco de sopa. Ofendido, Tamerlán llamó al cocinero.
—Tendría que ahorcarte por tu falta de atención. ¡Hay una mosca en ese cuenco de sopa!
—No veo a qué viene todo este jaleo, ¡oh conquistador del cielo y la tierra! Sin duda, una diminuta mosca no puede beber más que una parte insignificante de sopa.

Soldados y armas

LAS fuerzas del emperador se estaban preparando para la batalla.
—Nasrudín, observa las armas de mis hombres. Mira su reluciente armadura, sus poderosos cañones y brillantes espadas.
—Desgraciadamente —dijo Nasrudín—, no llevan el arma más importante de todas.
—¿Cuál es?
—Valor en sus corazones.

Afirmación y creencia

UN día, cuando era imam, Nasrudín olvidó el texto de su sermón y dijo bruscamente:
—¡Alá creó el mundo en seis meses!
Más tarde, un erudito fue a corregir la equivocación:
—El Corán afirma que llevó seis días crear el mundo.
—Escucha, hermano —respondió el mulá—. Tú y yo sabemos que es así, ¡pero no hay manera de que una grey tan analfabeta como ésta se pueda tragar eso!

Sentencias estrictas

EL juez de la ciudad, tras desempeñar su función durante muchos años, estaba entrevistando a los que aspiraban a sustituirle.
—¿Cómo puedo estar seguro de que tienes un conocimiento suficiente de la ley para dictar sentencia? —preguntó a Nasrudín.
—Sencillo, Señoría. Poneos en el banquillo y os juzgaré por vuestras acciones pasadas. ¡Pronto veréis que tengo lo que pedís para sentenciar a un hombre a prisión por el resto de sus días!

Buena dentadura

—EL cielo es un lugar sublime —salmodiaba el imam en su sermón— en el que los ángeles comen uvas doradas con simientes de esmeralda.
—Deben de tener unos buenos dientes —gritó Nasrudín desde el público.

Atascado en el barro

EL asno de Nasrudín estaba atascado en el barro. Por más fuerte que el mulá tiraba de las bridas, el animal no podía liberar sus pezuñas.
—¡Fuera del camino! —ordenó un mensajero galopando detrás de Nasrudín.
—Imposible, me temo —contestó el mulá—. Sólo los burros montados en buenos caballos podrían pasar por este barro.

Tiranos sucesivos

DURANTE varias semanas Nasrudín no había pagado su deuda al terrateniente local. Un día, el noble llegó a cobrar su renta y, viendo que Nasrudín no podía pagar, dijo a sus hombres que cogieran los muebles del mulá como pago.
Cuando mesas y sillas estaban siendo cargadas en el carro, Nasrudín se pudo de rodillas y empezó a suplicar:
—¡Alá misericordioso, concede al amo de estos hombres la vida eterna!
—¿Tratas de enfurecerme aún más con tu sarcasmo? —preguntó el noble.
—El sentimiento procede del corazón —respondió Nasrudín—. Cuando tu padre vivía todavía, todo hombre de la aldea rogaba por su pronta defunción. Pero cuando tú te convertiste en señor y demostraste ser mil veces peor que él, comprendimos nuestro error. Ahora pedimos a Dios que te haga vivir para siempre. ¿Quién nos dice que tu sucesor no resultará mil veces peor que tú?

Monedas de azúcar

CUANDO el sha-in-sha se enteró de que un gobernador local había estado malversando impuestos destinados a las arcas de palacio, envió a sus tropas para que visitaran al hombre y le hicieran tragar mil monedas de oro. Hecho esto, nombró a Nasrudín nuevo gobernador.
Pasó un año, y llegó a palacio la noticia de que también el nuevo gobernador estaba amañando los libros. Furioso, el sha-in-sha decidió castigar a Nasrudín en persona. Pero cuando llegó a la tesorería, descubrió que todo el dinero estaba hecho de azúcar hilado.
—¿Qué significa este ultraje?
—Si yo debo recibir el mismo castigo que mi predecesor —respondió Nasrudín—, preferiría disfrutar de la experiencia.

Superlativos

LOS visitantes a la corte de Tamerlán se quejaban siempre de los gobernantes locales que pedían dinero y productos como una forma de impuestos. Cansado de escuchar sus protestas, Tamerlán dio instrucciones a Nasrudín, que era su ayudante, para que elaborara una lista de los gobernadores más codiciosos.
Cuando Nasrudín se presentó al potentado con sus resultados unas semanas después, Tamerlán se asombró al ver su propio nombre a la cabeza de la lista de infractores.
—¿Estás lo bastante loco para pensar que no tendré que ejecutarte por tu desfachatez? —preguntó.
—Majestad —dijo Nasrudín—, la mayor parte de los hombres de la lista son criminales de poca monta. Ellos pueden robar a su pueblo a escondidas, pero tú eres el jefe de todo el mundo. Si hubiera puesto el nombre de alguien inferior por encima del tuyo —el mayor gobernante de nuestro tiempo— tú habrías aparecido como el segundo.

Dulce venganza

NASRUDÍN mandó a su mujer a pedir azúcar a los vecinos. Cuando se sentaron a comer el pastel que había hecho, sabía horrible. Queriendo gastarles una broma, el vecino le había dado sal en vez de azúcar.
Jurando desquitarse, Nasrudín entró en el gallinero y recogió algunos excrementos. Los preparó y los colocó en una pequeña caja de rapé. Luego se puso una caja igual de rapé en el otro bolsillo y salió de casa. Esperó hasta que vio a su vecino y entonces cogió una pizca de rapé verdadero de una caja.
—¿Me darías un poco? —preguntó el vecino.
—¡Amigo mío, tú te mereces el mejor! —declaró el mulá ofreciéndole la otra caja. El vecino cogió una gran pulgarada y aspiró.
—¿Qué es este asqueroso rapé? —gritó atragantándose.
—Creo que mi esposa lo compró en el mismo sitio donde tú compraste el azúcar —contestó el mulá.

Pies hinchados

UN día, Nasrudín iba camino del mercado cuando vio que su patrón bajaba por el camino en dirección opuesta. Debiendo al hombre varias semanas de alquiler, Nasrudín se escondió en un arbusto. Pero, cuando pasaba el propietario, observó un par de pies asomando por los matorrales.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—Sólo un loro —dijo el mulá con voz aguda.
—¡Tonterías, ningún loro tiene unos pies tan grandes!
—Eran más pequeños —respondió el mulá—, pero se han hinchado debido al calor reinante.

Dolores de simpatía

—¿DÓNDE estuviste ayer? —preguntó el enfurecido maestro de Nasrudín, el día después de que el alumno hubiera hecho novillos.
—Mi hermano tenía un terrible dolor de muelas.
—Pero tú no.
—Sin embargo, yo tenía que estar en casa.
—¿Por qué?
—Para ayudarle a quejarse.

Hablar por señas

UN famoso sabio indio visitó al califa de la corte de Bagdad y pidió discutir ciertos asuntos teológicos con los más importantes jefes religiosos de palacio. Sin embargo, los sabios musulmanes temían que el visitante saliera mejor parado que ellos en la discusión. En vez de conversar con el sabio, eligieron como portavoz a Nasrudín, esperando secretamente que se deshonrara y fuera desterrado de la corte.
Dado que los dos hombres no compartían una lengua común, se decidió que se comunicarían por señas.
El sabio dio un paso adelante y dibujó un círculo en el centro de la sala, luego esperó la respuesta de Nasrudín. El mulá se acercó a grandes zancadas al círculo y lo dividió en dos. Luego dibujó otra línea, dividiéndolo en cuatro. Señaló tres de los segmentos, y luego a sí mismo, y pareció apartar el cuarto.
El visitante parecía comprender esto, y movió las manos. Luego empezó a abrir las palmas de las manos y a agitar los dedos hacia arriba y abajo. Nasrudín respondió señalando al círculo. De nuevo, el sabio pareció comprender. Empezó a darse palmaditas en el estómago. Nasrudín respondió sacando un huevo cocido de su bolsillo e hizo movimientos ondulantes con la mano. El sabio se acercó a él y, respetuosamente, le besó la mano.
Los cortesanos estaban desconcertados por la silente conversación, pero el califa recompensó a Nasrudín con su peso en oro.
Más tarde, cuando Nasrudín se había ido a casa, el califa empezó a preguntarse sobre qué había tratado la conversación. Empleando un traductor, preguntó al sabio indio.
—Durante mucho tiempo —contestó el sabio a través del traductor—, los sabios indios y griegos han discutido sobre la forma y el origen del mundo. Queriendo saber lo que los pensadores musulmanes tenían que decir, dibujé un círculo en el suelo para representar el globo terráqueo. Vuestro hombre estuvo primero de acuerdo en que la tierra es en efecto una esfera, luego la dividió en dos mitades, para señalar el norte y el sur. Luego volvió a dividir el círculo, y me ofreció uno a mí y guardó tres para él. Yo pensé que eso significa que tres cuartas partes del mundo son mar, mientras que la cuarta es tierra. Decidí preguntarle sobre el mundo vegetal, y lo hice mediante movimientos ondulantes con mis manos, queriendo decir: «Todo lo que el mundo contiene ha nacido y existe gracias a los rayos del sol y la lluvia del cielo». Entonces me señalé a mí mismo, esperando que se explicara sobre la multiplicación de los animales. Desgraciadamente, el sentido de esta última observación parecía escapársele y sacó un huevo del bolsillo y agitó las manos, recordando así a los pájaros.
»En definitiva, estoy muy impresionado por la sabiduría de vuestro sabio, y me agrada que hayas recompensado a ese hombre erudito.
El califa estaba encantado y llamó a Nasrudín para que diera su versión de los acontecimientos.
—Tu invitado era un hombre codicioso con mucho apetito —empezó el mulá—. Primero, dibujó un círculo en el suelo, lo que yo pensé que significaba un gran plato de pulao. Yo dibujé una línea a través del plato sugiriendo que podríamos compartir la comida, pero él permaneció allí, en silencio. Su codicia me enfadó tanto que partí de nuevo el plato y le ofrecí solamente un cuarto del pulao. Luego observé, asombrado por su glotonería, cómo levantaba las manos, queriendo decir: «¡Quiero que traigan el estofado!». Entonces traté de señalar, con gestos, que para un estofado se necesita no sólo carne, sino también verduras y especias. El permanecía allí y se dio palmaditas en el estómago para subrayar su hambre. Yo entonces agité las manos para decirle que, también yo, estaba tan ligero como un pájaro hambriento. Incluso le mostré un huevo cocido que había puesto apresuradamente esta mañana en mi bolsillo porque no había tenido tiempo de desayunar. ¡Y ésta es toda la historia!

La muerte de Tamerlán

—SI eres un verdadero místico —dijo Tamerlán a Nasrudín—, tus poderes te permitirán determinar la fecha exacta de mi muerte.
Sabedor de que el emperador acostumbraba a recompensar a los portadores de malas noticias con la horca, Nasrudín respondió:
—Tengo detalles importantes del día en que morirás, pero antes de comunicártelos debo tener tu palabra de que cualesquiera que sean esos detalles no dejarás caer tu cólera sobre mí.
—¡La tienes!
—Morirás el día de una celebración pública, ¡oh, cénit del poder! Habrá baile en la calle y festejos en cada ciudad y pueblo del imperio.
—¿Cómo puedes estar seguro, sabio?
—Porque el día en que caigas enfermo, el pueblo se alegrará y las celebraciones se prolongarán durante el resto de tus días y hasta después de ellos.

Enseñar mediante el ejemplo

EL maestro de escuela de la ciudad había estado enfermo durante varios días y sus alumnos decidieron visitarle para darle ánimos.
El primer escolar se sorprendió por la apariencia ojerosa del maestro.
—¡Maestro! ¡Estás tan demacrado como un perro callejero! —gritó.
El segundo, un chaval de enorme sensibilidad, intentó tranquilizar al maestro.
—No te preocupes porque hayas perdido fuerzas. Pronto recuperarás la salud, te volverá el apetito. En nada de tiempo, estarás de nuevo tan gordo como un cerdo.
El maestro estaba ofendidísimo. En su estado de debilidad, se quejó a Nasrudín, su tercer visitante.
—¿A qué viene todo esto? Primero me llamáis perro, luego cerdo.
—Por favor, maestro, no te disgustes —le consoló Nasrudín—. Recuerda, nosotros tres somos sólo discípulos. Tú eres nuestro maestro. Y como es el maestro, así son los discípulos.

Naturaleza terrible

NASRUDÍN llevó su ganso al mercado para venderlo. Un cliente interesado quiso mirar el ave, pero ésta siseó amenazadora y siguió deprisa su camino. Otro trató de comprobar su peso, pero el ganso le picó violentamente en la mano. Un tercero, viendo la suerte de los otros dos, observó:
—Tu ganso tiene un carácter terrible.
—¿Por qué piensas que lo vendo? —contestó Nasrudín.

El puchero enfadado

NASRUDÍN trataba apresuradamente de preparar un estofado antes de que llegaran sus invitados. Al ir a coger un puchero del estante, se le cayó en un pie. Mientras se retorcía de dolor sobre el otro pie, perdió el equilibrio y se golpeó el codo con el barreño. Dando traspiés y friccionándose el codo al mismo tiempo, volcó una cacerola de agua hirviente que le escaldó la mano. Molido a golpes y quemado, se dirigió al puchero:
—¡Tú ganas! Nunca volveré a tocarte con rudeza.
Su Majestad imperial, el sha-in-sha, se había cansado de sus pasatiempos habituales. Levantó una enorme copa con joyas incrustadas y anunció:
—Quien sepa decir la mentira más escandalosa recibirá este trofeo como recompensa.
Inmediatamente el imam de la corte, un hombre de amplia circunferencia y traje resplandeciente, se levantó.
—¡Majestad! No puedo permitir que esta competición se celebre. Nunca pasó una mentira por mis labios, porque sé que la falsedad es un vicio malo y repugnante muy deplorado por Dios.
El rey sencillamente se rió y se dirigió a Nasrudín.
—Mulá, todos nosotros sabemos que eres un impostor, ¿por qué no comienzas tú?
—Majestad, me encantaría ganar ese brillante premio, pero, por desgracia, no tengo ninguna posibilidad.
—¿Te quieres explicar?
—¿Cómo puedo competir con el imam? Sin duda él ha dicho una mentira infinitamente mayor de la que un simple aficionado como yo podría proponer.

El mejor maestro

EL juez, patrón de Nasrudín, le encomendó que le buscara un perro guardián que fuese muy fiero.
Después de varias horas, Nasrudín volvió con un dócil cachorro.
—¡Te dije que me trajeras un perro que fuera un monstruo sediento de sangre! —gruñó el juez.
—Lo sé, amo, pero el animal es todavía lo bastante joven para aprender. ¿Y quién mejor que tú para enseñarle?

Una invitada hermosa

LA mujer de Nasrudín tenía una amiga joven y atractiva que fue a pasar unos días con ellos. Una noche, durante la visita, Nasrudín soñó que la hermosa invitada le pedía que se casara con ella. Al despertar y descubrir que había estado soñando, zarandeó a su mujer para despertarla.
—No hay nada que hacer con tu amiga —advirtió a la soñolienta mujer—. Está tratando de separarme de ti.

El rey presumido

EL rey era un hombre sumamente arrogante. Un día, paseaba con Nasrudín por los jardines de palacio.
—¡Soy el hombre más astuto del país! —alardeó—. No hay nadie que pueda igualar mi ingenio. Nadie es más perspicaz que yo.
—Es cierto, señor —coincidió Nasrudín—. De hecho, sólo puedo pensar en un mortal más astuto que vos.
—¿Más astuto? ¡Imposible! Muéstrame a ese hombre y pronto haré que parezca imbécil.
—Está esperando a las puertas de palacio —respondió el mulá—. ¡Quedaos aquí y lo traeré de inmediato!
Pasaron unos minutos y el rey se impacientaba.
—¡Guardias! —gruñó—. ¿Dónde está Nasrudín? Estoy esperando que encuentre al hombre que se atreve pensar que puede igualarme.
—Ya lo encontraste —murmuró uno de los sirvientes.

El gato del carnicero

LA esposa de Nasrudín le mandó al mercado a comprar carne a crédito. El carnicero se negó a darle ni un trozo de carne a menos que le pagara al contado. Muy ofendido, Nasrudín salió echando pestes de la tienda y, al ver al gato del carnicero, lo robó y se lo llevó a casa.
—¡No puedo cocinar un gato! —exclamó su horrorizada mujer cuando vio el animal.
—No tendrás que hacerlo —respondió el mulá. Minutos después, se oyó un golpe fuerte en la puerta.
—¡Devuélveme el gato! —gritó el carnicero—. Es inútil que trates de negar que lo robaste. Mi mujer te vio.
—La noche pasada tu gato entró silenciosamente en mi despensa y se comió dos libras de carne —contestó Nasrudín—. La única manera de conseguir que el gato me devuelva lo que es legítimamente mío es comerme a esa inútil criatura.
El espantado carnicero aceptó dar a Nasrudín dos libras de carne a cambio del gato.

Una persona encantadora

UN rico hombre de negocios se presentó ante el juez Nasrudín con una acusación de fraude. Debido a su reputación de vendedor, era conocido como El Encantador.
—La noche pasada —le contó a Nasrudín—, tuve un sueño en el que iba al cielo y oía a los ángeles hablando entre sí. Alá les había hablado del más sabio de todos los sabios. ¡Piensa cómo se elevó mi corazón cuando supe que ese gran hombre eras tú!
—En otras palabras —dijo Nasrudín—, eso significa que Dios pronto recabará mi ayuda en un caso legal.

El coste de una maldición

NASRUDÍN abandonaba el salón de té cuando se golpeó la cabeza en el dintel, demasiado bajo, de la puerta, y gritó:
—¡Maldito seas!
Pensando que la maldición iba dirigida a él, el propietario llevó a Nasrudín al tribunal. Habiendo escuchado al demandante, el juez comunicó a Nasrudín el importe de la multa. El mulá, obligado a entregar el dinero, dio al juez una moneda por valor doble de lo que le correspondía pagar.
Mientras los oficiales de la corte buscaban el cambio para el mulá, éste preguntó al juez:
—¿Cuánto debería pagar por maldecir de nuevo?
—La misma cantidad.
—Entonces, quédate con el cambio, maldito seas.

La pierna maldecida

NASRUDÍN prestó su bastón de paseo favorito a su vecino. Cuando el hombre fue a devolver el cayado, el mulá descubrió consternado que estaba roto.
—¿Cómo pudiste romperlo? Este bastón era como la pierna izquierda para mí. ¡Llévatelo y que Alá te corresponda privándote de tu pierna izquierda!
El vecino, nada impresionado por la maldición del mulá, dio media vuelta y se fue. No había dado más que unos pocos pasos cuando tropezó con un árbol y cayó lastimándose la pierna derecha.
—¡Qué tonto fui al dudar de tus palabras! —se lamentó agarrándose el tobillo torcido—. Pero ¿cómo es que maldijiste mi pierna izquierda y es la derecha la herida?
—Tu pierna derecha sufre por el bastón de otro hombre que pediste prestado y también rompiste. Todavía tienes que sufrir las consecuencias de mi maldición.

Habla el desierto

ALGUIEN dijo al rey que Nasrudín podía entender el lenguaje de los objetos inanimados. Intrigado, le dijo al mulá que se quedara a su lado hasta que sus poderes pudieran ser puestos a prueba.
Pocos días después, el convoy real se abría camino a través del desierto cuando la arena de una de las dunas susurró algo junto al camino.
—Nasrudín, explícanos lo que el desierto está tratando de decir.
—Dice: «¡Que el rey permanezca en el trono y pronto todo el país será mío!» —contestó el mulá.

Consejo del Diablo

EN cierta ocasión estaba Nasrudín pronunciando el sermón después de las oraciones.
—Como todos sabéis, Alá hizo a Adán de arcilla y creó a Eva para hacerle compañía. En el cielo vivía también un demonio llamado Azrail. Muy atraído por Eva, la importunaba constantemente de manera indecente y lasciva. Esta conducta escandalosa hizo que Alá se enfadara mucho y transformó al demonio en el Diablo y lo echó del Paraíso. Desde entonces, Satanás ha despreciado a los humanos y, siempre que puede, trata de hacer que pequen.
—Qué casualidad que hayas escogido hoy para hablar del Diablo —dijo un miembro de la congregación—. Pues vino a mí en un sueño la noche pasada y me dijo que un hombre de mi posición, con dos grandes casas, se lo debería pensar dos veces antes de dirigir la palabra a un hombre pobre que viva en una pequeña choza.
—Muy interesante —asintió Nasrudín—. ¿Y no te sugirió Satanás, en ese sueño, que me dieras una de tus casas?

Vuelve el ahogado

NASRUDÍN cabalgaba con su rico patrón cuando el notable decidió nadar en el río. Dando instrucciones al mulá para que se quedara ojo avizor, se desnudó y se metió en las frías aguas. Cuando volvió, muy refrescado por su baño, se sorprendió al ver a Nasrudín que corría a su encuentro.
—¡Demos gracias a Alá de que no te hayas ahogado!
—¿Y por qué tendría que haberme ahogado? El río tiene aquí poca profundidad.
—Cuando te fuiste, empecé a preocuparme por tu seguridad, y cuando pasaron unos minutos y no regresabas, envié a un jinete para que llevara la noticia de tu muerte a tu familia. Cuando te vi salir del agua, envié un segundo mensajero para que alcanzara al primero. Pero, por desgracia, los dos hombres pidieron que les pagara.
—¿Y dónde encontraste el dinero para pagar sus servicios?
—En mi pánico, lo cogí de tu monedero.
—¿Y cómo es que mi monedero, que contenía cuatro monedas de oro, se encuentra ahora vacío?
—Tuve que pagar a cada mensajero una moneda de oro, pagué una tercera moneda como depósito por tu lápida, y la cuarta la utilicé para comprar una brocheta y calmar mi estómago, que se había indispuesto con tantos acontecimientos.

El novio olvidado

NASRUDÍN iba a casarse, pero los invitados a la boda estaban tan emocionados por el acontecimiento que olvidaron ocuparse del novio en la recepción. Muy ofendido, Nasrudín se sentó en un rincón mientras, a su alrededor, todos devoraban los platos abarrotados de sabrosos manjares. Después de la comida, los invitados fueron a buscar al novio:
—¡Es hora de que te dejemos para tu luna de miel! —dijeron a coro, viendo a Nasrudín en un rincón.
—Que los que se han comido mi pulao vayan en mi lugar —dijo Nasrudín de mal humor.

La apuesta del cronista

—NASRUDÍN —dijo el cronista local—, tú siempre pretendes saberlo todo. Te daré diez monedas de oro si me dices quién era la madre del rey Alejandro.
—Entonces has perdido tu dinero —contestó el mulá—. Era la reina.

La importancia del oro

—NASRUDÍN —le preguntó su avaro tío—, ¿te gusta el oro?
—Sí —contestó el mulá—, porque un hombre que tiene oro no tiene que pedir favores a un tacaño como tú.

Hay que seguir las instrucciones

NASRUDÍN estaba sin un céntimo. Después de estrujarse el cerebro buscando la forma de hacer dinero, cogió unos guijarros y los machacó hasta convertirlos en polvo. Dividió luego el polvo en pequeños montones. Envolvió cada montón en papel y luego instaló un puesto para vender veneno para ratas. Pronto aquello se convirtió en un excelente negocio, con clientes que hacían cola para comprar el polvo. Pero al día siguiente, varios compradores volvieron exigiendo la devolución de su dinero.
—¡Eres un ladrón! ¡Pusimos tu veneno y nuestras casas siguen llenas de bichos! —vociferaron.
—Un momento —contestó Nasrudín—. ¿Me estáis diciendo que desparramasteis el polvo y con eso esperabais matar a las ratas?
—Por supuesto, ¿qué hacer si no con el veneno?
—Lo que teníais que haber hecho es cazar a la rata, golpearle la cabeza contra una superficie dura, luego abrirle la boca y obligarle a que se tragara el polvo. Hacedlo así y el veneno funcionará. No me culpéis si no seguís las instrucciones.

El guarda del santuario

EL guarda de un santuario muy visitado siempre se estaba quejando.
—Nunca tengo un momento de paz. Siempre hay un desfile continuo de peregrinos. Pocos hacen alguna vez un donativo y muchos piden consejo espiritual, lo que me aburre como una ostra. ¿Qué podría hacer?
—Muy sencillo —respondió Nasrudín—. Diles exactamente lo que me has dicho a mí. Se extenderá la noticia de que eres un hombre codicioso e ignorante, y ya no vendrá ningún devoto.

El padre del rey

EL rey entrevistaba a un centenar de candidatos a ocupar el puesto de astrólogo de la corte. A cada uno de ellos le pidió que leyera su destino en las estrellas.
—¡Serás el mayor gobernante que el mundo ha conocido! —cantó uno.
—Vivirás cien años —salmodió otro.
Cada hombre se esforzaba por dar una lectura más favorable que el anterior. Finalmente, le tocó a Nasrudín impresionar al monarca.
—Tus hijos y tu esposa tienen buena salud. Y tu padre vivirá hasta los noventa años —dijo el mulá.
—¡Eso es imposible! —dijo el rey con un bufido—. Mi padre murió hace años a los cincuenta y cinco.
—Las estrellas nunca mienten —insistió Nasrudín.
—¿Cómo te atreves? —dijo enfurecido el rey—. ¡Te haré encarcelar por tu impertinencia!
—Pero Majestad —respondió Nasrudín—, ¿cómo puedes estar absolutamente seguro de la identidad de tu padre verdadero?
Nasrudín fue liberado y nombrado astrólogo de la corte.

El caballo del rey

CUANDO Nasrudín era escudero del rey, su amo fue a inspeccionar los establos.
—¿Es mi corcel digno del rey? —preguntó al mulá.
—No, Majestad.
—¿Es el más apropiado para que el guerrero más grande que nunca haya visto el mundo vaya a una batalla?
—No, Majestad.
—¿Es una montura apropiada para el soberano del universo?
—No, Majestad.
—Entonces, dime, hombre, ¿para qué es bueno?
—Para que yo lo ensille y me vaya —respondió el escudero—, y pueda escapar así de tu ridícula presunción.

Los mensajeros del rey

CUANDO Nasrudín era mensajero de la corte, fue enviado a la casa de un gobernador local. Viendo el andrajoso manto del mulá y su descuidada barba, el arrogante gobernador arrugó la nariz.
—¿Qué mensaje traes?
—¡Uno del propio rey! —anunció a son de trompeta Nasrudín—. Quiere que asistas a un banquete en el palacio esta noche.
—Aceptaré con mucho gusto la invitación, aunque sólo sea para comentarle en persona la pobre apariencia de sus mensajeros. ¿No hay ningún hombre presentable para llevar las invitaciones del rey?
—Sí, muchos, pero han sido enviados a los numerosos dignatarios más importantes que tú.

Los restos del rey

CUANDO Nasrudín dejó la corte de Tamerlán para arar sus campos, el soberano del mundo empezó enseguida a echar de menos las bromas del mulá. Un día, cuando había acabado de comer, hizo que sus servidores quitaran los restos de la comilona y se los llevaran a Nasrudín con el mensaje de que volviera a la corte.
Los veinte sirvientes, cada uno de ellos con una fuente llena a rebosar de manjares exquisitos, llegaron a la humilde morada del mulá.
—El soberano del universo nos ha ordenado que te traigamos a ti y a tu familia comida de su propia mesa, y te pide que vuelvas para divertirle una vez hayas comido hasta hartarte —anunció el sirviente principal.
Los ricos aromas de la comida hicieron que la boca de Nasrudín se hiciera agua, pero, en lugar de invitar a los sirvientes, dijo de forma altanera:
—Ve al corral, en la parte de atrás de la casa, y dales la comida a mis cabras. Pero, por favor, no les digas que son sobras, pues son criaturas orgullosas y podrían rechazar el alimento.

La sombra del rey

EL rey era extremadamente supersticioso. Buscaba consejo de varios adivinos y astrólogos y, un día, pidió a Nasrudín que interpretara su último sueño.
—Tuve una pesadilla aterradora en la que me transformaba en el mismísimo Diablo.
—Muy interesante —respondió el mulá—, ¿ya qué se parecía el Diablo?
—Es difícil de decir, pero supongo que se parecía a un asno.
—No os asustéis, Alteza —dijo Nasrudín—. En vuestro sueño no os asustaba Satanás, sino vuestra propia sombra.

La cola del rey

LA familia de Nasrudín era tan pobre que no tenía dinero ni para comer.
Un día, cuando la alacena estaba completamente vacía, el mulá fue a pedir un préstamo al rey. Como sucede a menudo con los ricos, el monarca estaba de pésimo humor e hizo que sus guardias echaran al mulá a la calle. Con las manos vacías, Nasrudín volvió a su casa.
Al día siguiente, el rey lamentó su mal comportamiento hacia Nasrudín, que era el favorito de la corte. Pidió su semental y fue a la casa del mulá. Cuando se acercaba a su vivienda, se sorprendió al oír el alboroto de una comilona. Volvió apresuradamente al palacio para comprobar que no hubieran desaparecido los fondos de las arcas reales.
Satisfecho de que todo estuviera en orden, llamó a Nasrudín para que explicara su recién descubierta riqueza.
—Ayer viniste a mí, turbante en mano, quejándote de que tu familia estaba hambrienta. ¿Cómo es que hoy tienes dinero para dar un banquete?
—He hecho algunas apuestas selectas, Majestad —contestó el mulá.
El rey le pidió que se explicara, pero él no quiso decir más.
—Si lo deseáis, Majestad, también vos podéis uniros a la apuesta. Estoy dispuesto a apostar cien monedas de oro a que, mañana por la mañana, os habrá crecido una cola tupida.
Pensando que finalmente el mulá había perdido el juicio, el rey accedió de buena gana a la apuesta.
Toda aquella noche el rey estuvo dando vueltas, temiendo que mediante alguna brujería le pudiera crecer una cola. Pero, llegada la mañana, no había rastro de cola y se fue corriendo a recoger su oro.
—¡Nasrudín! —gritó con entusiasmo—. Has perdido, así que dame mi dinero.
—Primero debemos comprobar que no tienes cola —respondió el mulá, acompañando al rey a la sala de visitas.
Todavía riéndose entre dientes, el rey se quitó los pantalones. No había el menor indicio de cola; Nasrudín le entregó una bolsa de oro y el rey se despidió.
Más tarde un mensajero, vistiendo un espléndido uniforme y montando un caballo tordo moteado y bien proporcionado llegó al palacio con una invitación de Nasrudín al rey. El mulá celebraba otro banquete y solicitaba humildemente el honor de disfrutar de la compañía del monarca.
Intrigado, el rey aceptó y llegó a la casa de Nasrudín a la hora fijada.
Una vez en la casa, susurró a su anfitrión:
—Debo preguntarte algo. Ayer, celebraste una fiesta; esta mañana me has dado cien monedas de oro. ¿De dónde viene todo este dinero?
—Majestad —contestó el mulá—, como os dije hace unos días, hice algunas apuestas. Aposté con diez de los hombres más ricos de la ciudad que sería capaz de conseguir que el rey se bajara los pantalones delante de la gente. Esta mañana, vos lo hicisteis así. Pues esos diez hombres estaban mirando detrás de la ventana. A cien monedas de oro cada uno, he conseguido mil monedas de oro. ¡Más que suficiente para pagaros la apuesta que perdí con vos y celebrarlo con gran lujo!

La voz del rey

EL rey se imaginaba que era un gran cantante. Un día llamó a Nasrudín y le dijo que escuchara su última canción. Después de las primeras notas, Nasrudín estalló a reír.
—¡Qué voz más horrible! —dijo entre carcajadas mientras las lágrimas le caían por el rostro. Muy agraviado, el rey lo tuvo encerrado en el calabozo durante dos semanas. Pasado ese tiempo, volvió a llamar a Nasrudín.
—Tengo otra canción para ti, sabio. Tal vez el tiempo que has estado en la celda haya afinado tu oído.
Cuando el rey estaba a mitad de canción, vio que Nasrudín se levantaba con intención de marcharse.
—¿Dónde piensas ir? —le retuvo.
—Regreso a mi celda.

Digno del rey

—NASRUDÍN —preguntó el rey—, eres el tesorero de la corte. Dime, ¿cuánto vale tu soberano?
—Cien monedas de oro, Majestad.
—¡Cómo te atreves a pronunciar una cifra tan miserable! ¡Sólo mi espada ya vale eso!
—En efecto, Majestad; he calculado el valor de vuestra espada, sin la cual no seríais mi soberano.

La carta

—NASRUDÍN, ¿podrías escribir una carta a mi primo que está en Samarcanda? —le preguntó un analfabeto—. Se fue de viaje y quiero saber cuándo volverá.
—Mi letra es tan mala que puede tener problemas para leerla, pero la escribiré —dijo el mulá—. Si hay alguna palabra que no puede descifrar, dile que me la traiga.

El asno del alcalde

EN su viaje de regreso del mercado, Nasrudín se paró a descansar. Arrullado por el sonido de un arroyo cercano, se quedó profundamente dormido. Cuando finalmente se despertó, descubrió que su asno había escapado.
—Si estás buscando a tu burro —le dijo un bromista—, ha sido nombrado alcalde de la ciudad vecina.
Dando gracias al hombre, Nasrudín fue corriendo a la ciudad. Sin duda, había un nuevo alcalde, un hombre de barba gris particularmente tupida y orejas prominentes.
—Permíteme que me cuente entre los primeros en felicitarte por tu nombramiento —dijo el mulá.
—Muchas gracias —respondió el dignatario—. ¿Me votaste?
—¡Ay! —dijo Nasrudín sarcásticamente—. ¡Como si yo fuera a malgastar mi voto en un burro!
Convencido de que Nasrudín debía de ser un loco escapado de algún manicomio, el alcalde decidió mantener la conversación hasta que llegaran refuerzos.
—Verás, amigo mío. Tengo grandes planes para reconstruir esta ciudad.
—¡Un asno que se propone reconstruir una ciudad! —gritó Nasrudín secándose las lágrimas de los ojos—. Antes de que estés demasiado ocupado, haz una última cosa por mí. Lleva este saco de arroz a mi casa sobre tus hombros.
Ante ésa conducta insultante, el buen humor del alcalde se desvaneció y ordenó que Nasrudín fuera expulsado de la ciudad. Huyendo de la muchedumbre, que aullaba por su sangre, el mulá corrió hasta su casa a toda velocidad. A la puerta de casa, con la cabeza agachada, encontró al burro.
—¡Ah! —gritó triunfante—. ¡Por fin has comprendido que no estás hecho para los pesados deberes de alcalde!

La cueva del avaro

EN una ocasión, Nasrudín iba de viaje a través del Himalaya. Resbalando y deslizándose sobre la espesa capa de nieve, llegó a una cueva, en cuya boca colgaba una colección de enormes carámbanos. Como no había visto nunca nada parecido, los confundió con cristales y precipitadamente rompió algunos y los guardó en su alforja. Luego encendió una fogata y se tumbó a descansar. Justo antes de continuar su camino, no pudo resistir la tentación de echar otra mirada a sus nuevos tesoros. Pero cuando abrió la bolsa descubrió que los cristales habían desaparecido. Sin comprender que se habían fundido por el calor, volvió amenazador a la cueva:
—¡No sabía que fuerais tan miserables! —exclamó—. ¡Si las cosas materiales significan tanto para vosotros, tomad éstas y atragantaos con ellas! —Y tiró sus alforjas a la boca de la cueva.

La cola desaparecida

NASRUDÍN necesitaba dinero y no le quedaba nada que vender más que su burro. Con el corazón abatido, acicaló al animal y se dispuso a llevarlo al mercado de burros. Al salir del establo, se dio cuenta de que llovía, así que cortó la cola del burro para que no se llenara de barro. Luego metió la cola en su bolsa. En el bazar, se le acercaron varios compradores, pero al ver que no tenía cola perdieron el interés.
Hacia el final del día, un comprador potencial se acercó y ofreció al mulá dos monedas de oro por el burro, lo que éste aceptó tras abundante regateo. Fue sólo cuando el nuevo propietario iba a llevarse al animal cuando advirtió que no tenía cola.
—Devuélveme el dinero, no hay nada menos atractivo que un animal incompleto.
—Pero el burro está completo.
—¿Cómo puedes decir eso? No tiene cola.
—¡Oh! Casi lo olvidaba —dijo el mulá entregando al hombre la cola del burro.

El hombre más tolerante

NASRUDÍN estaba cenando con algunas de las personas más selectas del pueblo. Pronto la conversación se orientó hacia las cualidades de la generosidad y la tolerancia.
—¡Sin duda yo soy el hombre más generoso y tolerante de aquí! —dijo el juez con voz áspera—. Pensad qué raramente impongo la pena de muerte.
—Yo soy mucho más tolerante —afirmó el alcalde—. Pensad en todos los impuestos que no impongo.
—En realidad —dijo el imam—, yo soy el hombre más generoso y tolerante del pueblo. Pensad en todos los hombres que merecen morir por su falta de entendimiento religioso, y sin embargo, solamente los hago azotar.
—Todos estáis equivocados —respondió Nasrudín—, yo soy el más tolerante, generoso y paciente. Esta noche vosotros tres os habéis repartido mi parte de comida, y yo he estado aquí sentado sin decir una palabra.

Una casa nueva

A Nasrudín le estaban enseñando la nueva mansión de su suegro. Yendo de habitación en habitación, al mulá le entró de pronto un apetito considerable, pero su anfitrión no hacía ninguna mención a la comida.
Finalmente, los dos hombres llegaron a la cocina, y Nasrudín se quedó allí por un rato.
—Veo que estás oportunamente impresionado también por la cocina —gruñó su suegro.
—Sí —respondió Nasrudín—, es un cuarto tan bien equipado que nadie podría entrar en él sin que su estómago gritara de hambre.

El único remedio

CUANDO Nasrudín era médico, recibió la visita de un bromista.
—La noche pasada tosí durante horas.
—¿Habías cogido un resfriado?
—No, dormía con la boca abierta y sin darme cuenta me tragué una araña.
—Entonces, sólo hay un remedio: tendrás que tragarte un gato.

Conocimiento teórico

NASRUDÍN estaba deseoso de ofrecer a sus dos hijos una educación decente. Con esta idea en la cabeza, los envió a la sede suprema del saber en el país para que fueran educados.
Cuando, años más tarde, volvieron los hijos como filósofos hechos y derechos, decidió probar sus conocimientos.
—Coged esta silla y ponedla sobre mi burro —dijo a los universitarios.
En vez de realizar esa sencilla tarea, los filósofos se sentaron y empezaron a discutir el problema desde todos los ángulos. Al anochecer, todavía no habían conseguido llegar a una decisión.
—¡Justo lo que pensaba! —dijo su desalentado padre—. ¡Todo ese conocimiento teórico os hace tan inteligentes como mi burro!

Los otros cinco

EL juez era incapaz de decidir cuál de los seis hombres había robado el turbante del imam, así que condenó a los seis a la cárcel.
—Somos inocentes-insistían cinco de ellos—. ¡Por favor, libéranos! —Yo lo hice —admitió el sexto—. ¡Y no me arrepiento!
—Harías mejor liberando al culpable —aconsejó Nasrudín—, o corromperá a los otros cinco.

La plaga

TAMERLÁN estaba siempre jactándose de que su imperio nunca había sido azotado por una epidemia durante su reinado. Entonces, llegó un día a palacio la noticia de que una plaga había estallado en Samarcanda. El soberano del mundo dio orden a sus sirvientes de que prepararan inmediatamente su equipaje.
—¡No nos dejes! —se lamentaban los cortesanos arrojándose a los pies del emperador.
Nasrudín fue el único que sonrió:
—Qué pena que la plaga haya tardado tanto en llegar a la ciudad.

El hombre más pobre

UN día, Nasrudín y Tamerlán paseaban por la ciudad. Cuando el emperador pasó junto a un mendigo, le preguntó su nombre.
—Al nacer, mis padres me llamaron Riqueza —contestó el hombre.
—¡Qué sorprendente que haya resultado que seas tan pobre! —se rió el gobernante.
—Es evidente cuál de vosotros dos es el más pobre —dijo Nasrudín—: el que se ríe de la desgracia del otro.

El precio de la misericordia

CUANDO murió su burro, Nasrudín estaba tan anonadado que se negó a comer.
—¿Acaso estás decidido a dejarte morir de hambre? —le preguntó su esposa—. Alá te dio un burro. Sin duda, se mostrará misericordioso y te dará otro.
—Eso es lo que me da miedo —respondió Nasrudín—. La última vez que él se mostró misericordioso y me dio un burro, me costó diez monedas de oro. Quién sabe cuánto me costará su misericordia la próxima vez.

La misma razón

CUANDO murió la primera esposa de Nasrudín, éste se casó con una viuda. Pero ella lloraba siempre que se acordaba de su difunto marido. Un día, cuando rompió en lágrimas por tercera vez en una hora, se sorprendió al ver que Nasrudín también lloraba.
—Yo lloro porque mi pobre marido está muerto —lloriqueó—. Pero ¿por qué lloras tú?
—Por la misma razón. Pues si no estuviera muerto, yo no estaría casado contigo.

Los pasos del sirviente

UN día, el gobernador de la ciudad contrató a Nasrudín para que encontrara a su desaparecido cocinero. Mientras buscaba, el mulá silbaba una alegre melodía.
—¿Por qué silbas? —preguntó un hombre en el camino.
—Porque busco al cocinero del gobernador, que ha desaparecido.
—Pero ¿por qué eso te hace tan feliz?
—Porque espero que por una vez el amo siga los pasos del sirviente —respondió Nasrudín.

El cielo se cae

NASRUDÍN estaba sentado debajo de un manzano.
—Alá todopoderoso —rezaba—, envía a tu servidor una moneda de oro para que pueda comprar pan.
En ese momento, cayó una manzana del árbol que golpeó a Nasrudín en lo alto de la cabeza.
—¡Dios está tan enfadado porque le he pedido dinero que me está tirando monedas desde el cielo! —gritó el mulá.
Más tarde, cuando andaba por el mercado, escuchó a un predicador, rodeado de una multitud, que gritaba:
—¡Oh Alá, no me mandes diez, ni veinte, sino cien monedas de oro!
—¡Insensato! —gritó el mulá—. ¿Tratas de hacer que el universo entero caiga sobre nuestras cabezas?

La tormenta

NASRUDÍN estaba sentado con algunos amigos en el salón de té.
—¿Oísteis anoche la terrible tormenta? —preguntaba uno.
—¡Sí! Nunca escuché un trueno tan espeluznante. Me llevé un susto tremendo —respondió el segundo hombre, que preguntó a Nasrudín su opinión de la tormenta.
—¿Hubo realmente una tormenta anoche?
—¿No la oíste?
—No, pero no me sorprende. Anoche nos visitó mi suegra, y supongo que la tormenta estalló mientras ella hablaba con mi esposa.

El juramento más fuerte

UN día, el imam acusó a Nasrudín de ser un impostor:
—¡Estoy dispuesto a jurar por el Profeta que ni una sola palabra de tus observaciones místicas es verdadera!
—¡Y yo juro por Adán que todo lo que he dicho es cierto! —respondió el mulá.
Una multitud de curiosos, que decidieron creer al imam y no al mulá, agarró a Nasrudín y le llevó ante el rey.
—Me han dicho que eres un impostor —dijo el rey al mulá—. Si descubro que eres también un blasfemo, sufrirás el más terrible de los castigos.
—¡Todo el mundo ha perdido el juicio! —dijo Nasrudín con brusquedad—. ¿Cómo puedo ser culpable cuando mi juramento era el más fuerte de los dos? El Profeta era un hombre, pero Adán fue el antepasado de todos los hombres, así que mi juramento supera y anula al juramento que implique a uno de sus descendientes.

El juego del sol

NASRUDÍN se instaló para dormir la siesta debajo de un árbol. Cuando el sol se fue moviendo, la sombra también se desplazó y Nasrudín notó que la piel se le empezaba a quemar. Con un suspiro, se arrastró hacia la sombra y se durmió de nuevo. Media hora más tarde, el sol le volvía a quemar. Refunfuñando, se cambió nuevamente de sitio. Pronto sintió una vez más los rayos de sol en su piel. Levantándose de un salto, miró al sol:
—Esto te podrá parecer divertido, pero espera a cuando tú trates de dormir. ¡Ya iré yo entonces a darte la lata!

El cubo nadador

NASRUDÍN fue al pozo a sacar agua. Cuando bajaba la cuerda, ésta se rompió y el cubo cayó ruidosamente hasta el fondo. Con un suspiro, el mulá se sentó en el brocal del pozo.
—¿Estás tomando el sol, mulá? —preguntó un amigo que acertó a pasar por allí unos minutos después.
—No, estoy esperando a mi cubo. Se metió en el pozo a nadar y parece reacio a salir del agua fresca.

Un imam ahorrador

NASRUDÍN y unos cuanto amigos fueron invitados a cenar a casa del imam. Su anfitrión era conocido por su tacañería. Antes de la comida, pronunció un sermón de tres horas sobre las virtudes del ahorro.
Los invitados, desfallecidos por el hambre, quedaron muy aliviados cuando el imam hizo señas a sus sirvientes para que trajeran el primer plato. Una enorme sopera con sopa de verduras fue colocada en la mesa. El imam cogió una cuchara y probó el aromático líquido.
—¡Llevaos esto inmediatamente! ¡Está demasiado salada!
Los invitados observaron, sin habla, cómo se llevaban la sopa. Después, se trajo cordero asado. De nuevo el imam cogió un bocado y rechazó el plato, ordenando que se llevara a la cocina.
—¿Tratas de matarnos a todos? —gritó al cocinero—. Esta carne está podrida.
Finalmente, llevaron dos enormes fuentes con pulao. El imam levantó la cuchara para probar el arroz, pero antes de que tuviera tiempo de llevar la comida a sus labios, Nasrudín cogió la fuente y llenó su plato y los de los otros invitados.
—Mientras nuestro respetado anfitrión continúa instruyendo a su nuevo cocinero, llenemos el tiempo comiendo.

Un emperador feo

TAMERLÁN estaba tan impresionado por el viajero Nasrudín que le pidió que se quedara indefinidamente en la corte. Una noche, el mulá entró en el salón del trono y encontró al rey desecho en lágrimas.
—Perdonadme la pregunta, Majestad, pero ¿por qué lloráis?
—Por primera vez en veinticinco años me he mirado en el espejo, y he quedado anonadado al descubrir que el soberano del mundo, el conquistador más poderoso, es feo.
—Os habéis mirado una vez en todos estos años —respondió Nasrudín asombrado—. Tal vez comprendáis ahora por qué vuestros súbditos sollozan cuando pasáis a su lado.

El fin del mundo

—NASRUDÍN —le preguntó su mujer—, ¿qué día de la semana llegará el fin del mundo?
—El día de la semana en que yo muera —respondió Nasrudín—. Pues ése será el día en el que tus parientes y los míos empezarán a pelearse por mis posesiones.

La moneda gastada

NASRUDÍN decidió darse un masaje en los baños públicos. El masajista fue tan brusco que, después, el mulá se sentía como si su burro le hubiera tirado al suelo y le hubiera pisoteado con sus cascos.
Dándole al hombre una moneda tan gastada que parecía un trocito de metal, se dispuso a dejar la casa de baños.
—¡Eh! —se quejó el masajista—. Esta moneda está casi completamente desgastada.
—Lo sé —respondió Nasrudín—. Mis manos la han desgastado hasta casi hacerla desaparecer, igual que tus manos han hecho conmigo.

Ladrones y pollos

UNA oscura noche, los ladrones irrumpieron en la casa de Nasrudín.
—Haz algo, o robarán todo lo que tenemos —dijo la esposa de Nasrudín.
En ese momento, los pollos empezaron a cloquear en el huerto.
Desde el piso de arriba, la pareja pudo escuchar su conversación:
—Esto es lo que haremos —decía uno de los ladrones al otro—: mataremos los pollos, los asaremos y nos los comeremos. Luego le cortaremos el pescuezo a Nasrudín y nos llevaremos a su mujer.
Al oír esto, Nasrudín empezó a gimotear de miedo. Tan horrible era el sonido, que los dos ladrones se asustaron y huyeron.
—¿Qué clase de cobarde eres —le dijo su esposa— que gimes de miedo durante un robo?
—Es fácil para ti decir eso —respondió Nasrudín—, pero ¿piensas que a mí o a los pollos nos importa la razón por la que huyeron los ladrones?

Tiempo de dormir

NASRUDÍN trabajaba de guardián para un rico hombre de negocios, y su amo lo encontraba a menudo durmiendo.
—¡Si tienes bastante tiempo para echar una cabezada, también lo tendrás para trabajar! —le dijo irritado un día su amo, y puso a Nasrudín a cargo de los pollos de la casa.
Varias semanas más tarde, dijo a Nasrudín que fuera a hablar con él acerca del menú para un banquete que iba a celebrar. Cuando el mulá entró en la habitación, su amo quedó sorprendido por lo que había engordado.
—¡Cuánto has ensanchado de cintura! ¡Pronto no cabrás por la puerta!
—No es la puerta lo que me preocupa, pero me gustaría una cama más ancha.

Engañar al gato

UN día, volvía Nasrudín del mercado con una gallina en un saco.
—¿Qué tienes ahí? —le preguntó su mujer.
—Sólo unas zanahorias —contestó el mulá.
Su esposa cogió el saco y lo puso en la cocina. Esa noche, el gato olfateó el saco y se comió la gallina.
—¡Mujer! —gritó el mulá a la mañana siguiente—. ¿Qué has hecho con la carne?
—¿Qué carne?
—La gallina que traje ayer.
—Dijiste que el saco contenía zanahorias, así que lo puse en la cocina.
—¡Estúpida! —exclamó Nasrudín—. Lo dije sólo para engañar al gato.

Irse de la lengua

NASRUDÍN viajaba por la India cuando se encontró con otro viajero en el camino.
—¿De dónde vienes? —preguntó el hombre.
—De Bombay —contestó el mulá.
—¿Y adonde vas?
—A Delhi —fue la respuesta.
—¿Qué piensas de las gentes que has encontrado en tus viajes?
—En general, la gente normal se ha mostrado amable y hospitalaria —dijo Nasrudín—. He oído que el gobernador de Bombay es un tirano. ¡Se dice que es mil veces más opresor que el mismo Gengis Khan!
—¿Y tú sabes quién soy yo? —preguntó el extranjero con voz forzada.
—Soy nuevo aquí, y no he tenido el honor...
—¡Soy el gobernador del que hablas!
—¡Ay de mí! ¡Qué vergüenza que nos hayamos encontrado el día que mi lengua ha decidido actuar sin usar el cerebro! —dijo Nasrudín con tristeza.

Tónicos

NASRUDÍN fue llamado para curar a un rico terrateniente.
—¡Rápido, dame un tónico que impida que mi estómago se parta en dos!
—Pero ¿y si el tónico no te cura?
—¿Cómo puede ser? Tú mismo me hablaste una vez de sus ingredientes mágicos.
—¿Y qué pasaría si yo estuviera equivocado?
—No te entretengas. Sin la medicina, sin duda moriré.
—Con la medicina también morirás —contestó el doctor Nasrudín—. Se trata sólo de cuándo y de qué.

Demasiado bueno para un ascenso

CUANDO era adolescente, Nasrudín fue a trabajar para el herrero local. Pasados varios meses, el padre del chico nunca había visto lo que hacía su hijo.
—Después de todo este tiempo, pronto estarás listo para establecerte por tu cuenta.
—No todavía —contestó el muchacho—. Hasta ahora, he estado cuidando de los hijos del herrero y cocinando la comida, pero me promete que en cuanto no sea bueno para ese trabajo empezará mi verdadero aprendizaje.

Una carga demasiado pesada

NASRUDÍN pasó toda la mañana recogiendo desperdicios del vertedero de la ciudad con la esperanza de que podría venderlos en el mercado. Viendo que el burro del mulá iba dando traspiés con una carga tan pesada, un anciano le gritó:
—¡Qué vergüenza! ¡Ese pobre animal lleva demasiado peso en su lomo! Inmediatamente, Nasrudín le quitó la carga, se la hecho a la espalda y luego se subió a la silla.
—Gracias por advertirlo. No me había dado cuenta de lo que pesaba todo esto.

Demasiado caliente para comer

UN día, la madre de Nasrudín le dio algunos pasteles recién salidos del horno. Con testarudez, el chico se empeñaba en meterse los ardientes pasteles en la boca.
—Escucha, hijo mío, esos pasteles son tuyos, nadie te los va a quitar, así que espera a que se enfríen para comerlos sin dolor.
—Si hago eso —dijo Nasrudín secándose las lágrimas de los ojos—, seguiré estando hambriento.

Demasiado tarde

NASRUDÍN iba a comprar algunas nueces, pero, viendo que el puesto estaba desatendido, empezó a comerse tantas como pudo en ausencia del comerciante. Cuando el vendedor regresó, Nasrudín había comido hasta hartarse. Viendo las bandejas vacías, el comerciante se dio cuenta de lo que había sucedido y empezó a golpear al mulá.
—¡Mira que eres raro! —dijo Nasrudín—. No te movías cuando yo quería tus nueces, pero ¡ahora que ya no las quiero me das una soberana paliza!

Demasiados vendedores

NASRUDÍN decidió hacerse vendedor ambulante. Cargó tejidos lujosos, especias, ollas de estaño y otros artículos tentadores en su burro y salió para la ciudad.
—¡Seda de la China! —voceaba—, ¡azafrán y pimentón!, ¡cintas y baratijas, botones y hebillas! —Pero cada vez que intentaba anunciar sus mercancías, el burro rebuznaba tan fuerte que ahogaba sus palabras.
Ni palos ni ruegos acallaban al animal. Finalmente, Nasrudín perdió la paciencia.
—¡Escucha! —dijo dirigiéndose al burro—. Aquí no hay sitio para dos vendedores. O tú hablas a la gente de tus mercancías y yo me callo, o les hablo yo y tú te mantienes en silencio. Cuando lo hacemos al mismo tiempo, nuestras voces se mezclan y nadie puede entender las palabras.
El burro se calló y Nasrudín siguió su camino. Pero la siguiente vez que abrió la boca, el animal empezó a rebuznar más fuerte incluso que antes.
—¡Muy bien! —aulló el mulá—. Vende tú nuestras mercancías y yo me volveré a casa. —Y soltando las riendas, se fue caminando a grandes zancadas.

Vender con pérdidas

—ME pone mala que estés todo el día ahí sentado sin hacer nada —se quejó un día la mujer de Nasrudín—. Si no encuentras una ocupación inmediatamente, te dejaré.
Nasrudín se fue derecho al mercado, donde compró algunas empanadas a una moneda de plata las diez. Luego instaló un puesto cerca del panadero y empezó a venderlas a una moneda de plata las veinte.
—¿A qué estás jugando? —le preguntó el panadero furioso—. Te llevas todo mi negocio y vendes con pérdidas.
—¿Qué tiene que ver pérdida y negocio con todo esto? —contestó Nasrudín—. Yo sólo busco una ocupación.

Traducciones

MIENTRAS Nasrudín estaba en Bagdad, el poderoso jefe de la gran mezquita le increpó como infiel.
—¡Pretendes ser un sabio, pero en realidad eres un increyente y un ignorante! ¡Apuesto a que ni siquiera entiendes el árabe, la lengua en que está escrito el Libro Santo!
—¿Y si entiendo una frase que tú digas en árabe —contestó Nasrudín—, aceptarás que soy mejor persona que tú?
—¡Sea! —exclamó el jefe espiritual—. Si tú aceptas cien latigazos si fallas.
—Sea —respondió Nasrudín.
El gran hombre dijo entonces, en árabe:
—No puedes hacer cuero de la piel de un perro.
Nasrudín tradujo inmediatamente la frase:
—No puedes hacer cuero de la piel del jefe de la gran mezquita.

Pie molesto

NASRUDÍN se estaba lavando los pies antes de la oración cuando el agua se acabó y sólo pudo lavarse un pie. Entró a la pata coja en la mezquita y se mantuvo sobre una pierna cuando el imam dirigía las oraciones. Después, el clérigo llamó a Nasrudín.
—¿Qué significa esto? ¿Por qué estabas a la pata coja durante la oración?
—Muy sencillo —contestó el mulá—. Mi pie izquierdo siempre me causa problemas. Hoy se portó tan mal que no se lavó. Como castigo, decidí no dejarle rezar.

Justicia verdadera

AL oír que Nasrudín era un hombre de una sabiduría considerable, un opulento propietario llegó a su casa para ofrecerle sus respetos. Pero cuando vio el manto harapiento del mulá y su modesta morada, perdió todo el respeto por su anfitrión.
—Me han dicho que eres un gran pensador y un defensor de la verdadera justicia. ¿Cómo un hombre que vive en la pobreza puede ser capaz de ninguna sabiduría? Mírame a mí, nunca he tenido que trabajar en mi vida y, sin embargo, mediante la renta, he amasado una fortuna tan grande que no tendría bastantes horas en un día para contarla.
—Cuando encuentre un amo que vea el mundo como yo —contestó Nasrudín—, seré tan rico como tú.
—¿Te atreves a sugerir que Su Majestad Tamerlán el Grande es un gobernante incapaz? —preguntó el noble.
—Eso depende de para quién —respondió su anfitrión—. Es perfectamente claro que es el amo más conveniente para un parásito como tú.

Visión verdadera

MIENTRAS estaba en la famosa ciudad de Samarcanda, Nasrudín fue a escuchar las enseñanzas del imam de la mezquita principal. A mitad de su elocuente sermón, el gran hombre vociferó:
—¡Fuera, perro sarnoso!
Luego siguió con el sermón como si nada hubiera sucedido.
Más tarde, Nasrudín se acercó al imam.
—Sin duda ha sido un inspirado sermón el que he tenido el honor de escuchar —dijo besando la mano del imam—. Pero ¿puedo preguntar por qué interrumpiste el discurso a la mitad?
—Muy sencillo —contestó el imam—. Estoy tan cerca de todo lo santo, que vi con claridad un perro perdido que se acercaba a la Kaaba, en la Meca. Naturalmente, tuve que ahuyentar al impuro animal.
Unos meses después, el mismo imam pasó por la pequeña ciudad de Nasrudín. El mulá se apresuró a invitar a cenar a todos sus conocidos para celebrar la llegada de un hombre tan venerado.
Cuando llegó la comida, Nasrudín sirvió a sus invitados pollo y arroz, salvo al imam, al que sirvió un enorme plato de pulao de cordero. Para no ofender a los otros comensales, había escondido la carne bajo una capa de arroz. Obsequiado con un plato de pulao sin carne visible, el invitado de honor, sintiéndose ofendido, rechazó la comida.
—¡Qué extraño! —observó el mulá—. Nuestro apreciado invitado puede ver a un perro que se acerca a la Kaaba, ¡pero no puede detectar una capa de cordero oculta bajo el arroz!

Trompetistas en la corte

EL vecino de Nasrudín estaba aprendiendo a tocar la trompeta. Después de muchas noches sin dormir oyendo las tortuosas notas, Nasrudín no pudo aguantar más y llamó a la puerta del hombre.
—Vengo a decirte que el rey está pensando hacerte su segundo jefe.
Encantado, el vecino pidió consejo a Nasrudín.
—¿Debo ir al palacio directamente?
—Te sugiero que esperes un poco. Antes de hacer público tu nombramiento, tiene que encontrar otro puesto para el hombre que ahora ocupa ese cargo.
El vecino aceptó mantener en secreto la noticia hasta que fuera llamado a la corte. Pocos días después, Nasrudín volvió a llamar a su puerta.
—No hay buenas noticias, amigo mío —dijo—. Al parecer, el astrólogo de la corte ha advertido de que ningún trompetista debe tener un puesto próximo al rey.
—Nasrudín —se lamentó el vecino—, ¿qué debo hacer?
—Supongo que si juraras, ante testigos, que nunca volverás a tocar la trompeta, dejarías de ser considerado trompetista —contestó.
El vecino buscó un Corán y a dos testigos y juró que nunca volvería a tocar la trompeta.
Al día siguiente, Nasrudín llamó a su puerta por tercera vez.
—Malas noticias. El rey ha nombrado a su sobrino para el puesto. ¡Lástima que hayas perdido un puesto distinguido en la corte y hayas cortado en seco tu carrera musical!

Dar vueltas en la sepultura

UN día, un sabio se invitó a sí mismo y a varios de sus seguidores a cenar en casa de Nasrudín. Cuando los invitados consumieron ávidamente los últimos bocados de comida que había en la casa, el sabio dijo:
—La noche pasada soñé con tu padre, un hombre verdaderamente generoso. Estaba muy preocupado por tu destitución.
—¿De verdad? —preguntó el sorprendido mulá—. ¿Qué más te dijo?
—Dijo que era una gran vergüenza que a un invitado honorable como yo se le sirviera un simple tazón de sopa.
Nasrudín no tenía elección. Salió y compró una cabra asada que inmediatamente colocó ante el sabio.
A la semana siguiente, el sabio regresó a la hora de cenar con otro grupo de seguidores.
—Nasrudín, tenía que venir a decirte que otra vez he soñado con tu respetable padre. Esta vez dijo que no podría descansar a menos que su hijo ofreciera una hospitalidad todavía más generosa a un hombre tan importante como yo.
Sin decir palabra, Nasrudín salió precipitadamente y gastó sus últimos ahorros en una espléndida oveja. De nuevo se sentó a mirar cómo sus invitados devoraban hasta el último trozo de comida.
La tercera semana, el sabio llegó con una multitud de discípulos, pidiendo ser alimentados.
—Mulá —salmodió el sabio—, tu padre ha vuelto a venir a mí en otro sueño.
—Antes de que sigas —estalló el empobrecido Nasrudín—, debo señalar que un hombre con pensamientos tan elevados como tú probablemente no sepa que no tenemos bueyes en esta tierra. De lo contrario, mi venerado visitante, sin duda habrías pedido a tu humilde anfitrión buey asado para cenar.

Dos monedas atrasadas

NASRUDÍN debía dinero a un tendero local. Un día, el hombre entró en el salón de té en que estaba sentado el mulá con algunos amigos.
—Me sorprende que un hombre de tu posición, mulá, no pague sus deudas.
—¿Cuánto te debo?
—Veinte monedas de oro.
—¿Y si mañana te pagara seis?
—Quedarían catorce.
—¿Y otras seis pasado mañana?
—Ocho.
—¿Y seis más el día siguiente?
—Dos.
—Me sorprende que un hombre de tu posición moleste a sus clientes cuando éstos se retrasan en el pago de sólo dos monedas.

Dos desastres

NASRUDÍN estaba en el palacio del emperador, en Samarcanda, cuando llegó un mensajero con noticias de hambruna en un país enemigo.
—Demos gracias a Alá; el hambre no ha llegado a mi gran imperio desde que estoy en el trono —se jactó el Conquistador.
—Alá puede actuar de maneras misteriosas —dijo Nasrudín—, pero sin duda ni siquiera él enviaría dos desastres a Samarcanda al mismo tiempo.

Dos alforjas

DOS comerciantes aparecieron en el tribunal en que Nasrudín estaba sentado como juez. Habían vuelto recientemente de un viaje a Bagdad donde cada uno había comprado un saco de albaricoques secos y cada uno había puesto su parte de fruta en sus hermosas alforjas. En el viaje de vuelta, se habían comido los albaricoques, pero en vez de comerse cada uno los suyos, habían robado los del otro. Cuando llegaron a casa, las dos bolsas estaban vacías.
Cuando hubo escuchado la historia, Nasrudín dio a cada hombre la alforja del otro.
—Ahora, los dos habéis sido compensados por vuestras pérdidas —dijo—, pero antes de que os marchéis, debemos considerar los costes del tribunal.
Y para cubrirlas, el juez se quedó con ambas alforjas.

Dos babuchas más

EL burro de Nasrudín murió finalmente de vejez y el mulá se vio obligado a caminar de lugar en lugar. Un día, entraba andando en la ciudad cuando encontró una herradura en el camino. Se la metió en el bolsillo y siguió su camino. Unos pasos más adelante encontró otra herradura.
Estaba encantado.
—¡A este ritmo, tendré un burro entero a la puesta de sol!

Dos bromistas

UN bromista, que se alojaba con Nasrudín, decidió gastarle una broma. Esa noche, entró silenciosamente en la habitación del mulá y pintó una amplia sonrisa en su cara. El mulá, que sólo fingía dormir, dejó que el bromista se divirtiera. Dos horas después, cuando el bromista estaba dormido, entró a hurtadillas en su cuarto y le rapó la parte de atrás de la cabeza.
A la mañana siguiente, anfitrión e invitado se sentaron a desayunar a la mesa.
—Dime, Nasrudín —se rió tontamente el bromista—, ¿por qué sonríes así?
—Me río al ver el ridículo corte de pelo que has elegido —contestó Nasrudín.

Dos leñadores

UN día, dos leñadores fueron a ver al juez.
—Venimos de vender nuestra leña en el mercado —dijo uno—, y mi colega dice que tiene derecho a la mitad de las ganancias.
—¿No es eso justo? —preguntó el juez.
—Lo sería si él hubiera hecho un trabajo honrado —contestó el hombre—, pero mientras yo trabajaba con el hacha, él se sentó en un tronco y no hizo nada.
—Eso no es verdad —dijo el otro—. Mientras tú blandías el hacha, yo gritaba «¡dale!» para animarte.
—¡Él puede haber gritado «¡dale!», pero yo hice todo el trabajo duro! —dijo el primero.
—Pero no habrías podido seguir sin mi estímulo —dijo el segundo.
Habiendo escuchado las declaraciones, el juez reflexionó, pero por mucho que se esforzaba, no podía llegar a un veredicto.
—¿Puedo intervenir, Su Señoría? —preguntó Nasrudín después de que hubieran transcurrido varios minutos. Recibido el permiso para hacerlo, cogió una moneda y la tiró al aire. Cayó al suelo con un «¡clink!».
—¿Has oído ese ruido? —preguntó al segundo leñador.
—Sí —contestó el hombre.
—Entonces coge ese «¡clink!» en pago por tu «¡dale!» y abandona el tribunal —dijo Nasrudín.

Incapaz de ayudar

NASRUDÍN y un amigo compraron los ingredientes para un estofado.
—Mulá —dijo el amigo—, corta las verduras mientras yo preparo la carne.
—Desgraciadamente, no tengo la menor idea de cómo se deben cortar las verduras —contestó Nasrudín.
—Entonces, prepara tú la carne y yo cortaré las verduras.
—¡Ay! No puedo —respondió el mulá—. La carne cruda me pone enfermo.
—Muy bien; ve a encender la cocina. Yo prepararé el estofado.
—Si pudiera —dijo Nasrudín—, pero, lamentablemente, me da miedo el fuego.
Perdiendo la paciencia, el amigo realizó todo el trabajo. Poco después había cocinado un aromático estofado. Nasrudín se sirvió una ración enorme y empezó a comer con gran apetito.
Viendo con qué glotonería el mulá se llevaba el estofado a la boca, su amigo observó sarcásticamente:
—Veo que también eres incapaz de comer estofado.
—Ay, sí —aprobó Nasrudín—, pero trato de hacer lo que puedo, porque sé las molestias que te has tomado para hacerlo.

Infeliz en casa

NASRUDÍN estaba cierto día escuchando el sermón del imam.
—El Profeta Muhammad era un gran hombre de familia —decía el imam.
—Está muy bien ser un gran hombre de familia si tienes ángeles a tu lado —le interrumpió Nasrudín desde la parte de atrás de la mezquita—. Si tu esposa te causa cualquier problema, sólo tienes que llamar al Ángel de la Muerte para que se la lleve.
—Nasrudín —dijo el imam—, ¿estás diciendo que eres desgraciado con tu esposa?
—¿No lo es cualquiera de los hombres que hay aquí?
Decidiendo poner a prueba la afirmación del mulá, el imam pidió que todo el que fuera desgraciado con su esposa levantara la mano derecha.
Inmediatamente se alzó un bosque de brazos. Sólo Nasrudín permanecía quieto.
—Mulá, eres un incoherente —dijo el imam—. Hace un minuto decías que eres desgraciado con tu mujer; ahora eres el único que no levanta la mano.
—No dejo la mano en su sitio porque sea feliz —dijo Nasrudín—. Tengo la mano bajada porque no puedo levantarla. Esta mañana mi mujer me tiró una parrilla de hierro y me rompió el brazo.

Medios poco ortodoxos

CUANDO Nasrudín era juez, comparecieron ante él tres sospechosos en un proceso por robo con allanamiento de morada. No había testigos oculares ni ninguna prueba evidente para identificar cuál de los tres era el culpable.
Entregando a cada uno de ellos un pedazo de cuerda, Nasrudín ordenó que aparecieran ante él al mismo tiempo al día siguiente:
—Dos de los pedazos seguirán igual, pero la cuerda del ladrón crecerá un palmo por la mañana.
Aquella noche, los dos hombres inocentes durmieron profundamente, pero el culpable daba vueltas agitado, atormentado por su conciencia. Finalmente, saltó de la cama y cortó un palmo de su cuerda.
Cuando los hombres se presentaron en el tribunal al día siguiente, el juez examinó sus cuerdas. Dos de los trozos seguían igual, el tercero era un palmo más corto.
El ladrón estaba identificado.
—¡No puedes acusarme con esa prueba tan poco ortodoxa! —vociferó cuando Nasrudín se disponía a dictar sentencia.
—Muy bien —respondió el juez—. Llegaremos al veredicto por medios ortodoxos. Quitad a este hombre la camisa y utilizaremos la cuerda para hacerle confesar por segunda vez.
Al oír esto, el hombre confesó inmediatamente.

Piedras útiles

UNA mañana, Nasrudín fue atacado por unos bandidos cuando se dirigía a la corte del rey. Fue robado, golpeado y dejado por muerto al lado del camino. Finalmente, recuperó la conciencia y se las arregló para volver como pudo a su casa. Unas semanas después, el mulá visitaba de nuevo el palacio. En el camino, se llenó los bolsillos de piedras. Cuando el rey se dirigía a los cortesanos, las piedras se cayeron ruidosamente del manto de Nasrudín.
El monarca interrumpió sus palabras:
—Nasrudín, ¿no crees que unos bolsillos llenos de piedras son una carga innecesaria?
—Majestad —respondió el mulá—, una piedra útil no es nunca una carga.

Compañeros ambulantes

NASRUDÍN regresaba de una visita a su familia política en la comarca cuando se encontró al imam. Reacio a caminar solo, el imam decidió olvidar su desagrado hacia el mulá y se unió a él en el camino de vuelta a la ciudad. Los dos hombres no habían andado mucho cuando el camino empezó a subir en pendiente, y el imam no pudo evitar meterse con su compañero:
—Alá misericordioso, sin duda has empinado este camino para recompensar al mulá por sus pensamientos irreligiosos.
—Gran imam —dijo jadeante Nasrudín—, estás derrochando fuerzas con tus palabras, pues estás mal informado.
—¿Qué sabrá un blasfemo como tú de las obras de Dios? —regañó el imam.
—Esta mañana, cuando cogí este camino para mi viaje de ida, se inclinaba hacia abajo y era fácil andar por él. Es sólo ahora, después de haberte unido a mí, cuando ha aparecido la pendiente hacia arriba.

Se busca imbécil

NASRUDÍN fue enviado por el rey a buscar al hombre más insensato del país para llevarlo al palacio como bufón. El mulá viajó por todos los pueblos y ciudades, pero no pudo encontrar a un hombre lo bastante estúpido para desempeñar esa función. Finalmente, regresó solo.
—¿Has localizado al mayor idiota de nuestro reino? —preguntó el monarca.
—Sí —contestó Nasrudín—, pero está demasiado ocupado buscando imbéciles para ocupar el puesto.

Cuentos de guerreros

—EN la batalla de Bokhara —se jactaba un guerrero—, derribaron mi corcel y me cortaron el brazo derecho, pero me las arreglé para seguir barriendo al enemigo con mi brazo izquierdo.
—¡Eso no es nada! —afirmó un segundo caballero—. En la misma batalla, un guerrero enemigo hundió su hacha en mi cráneo y me arrancó el ojo, pero seguí luchando y volví a casa con su cabeza en una pica.
—¡Juego de niños! —respondió Nasrudín, cansado de sus jactancias—. En la misma batalla, un enemigo, de quince metros de altura, sacó su espada y me cortó la cabeza. Pero yo la recogí, la puse de nuevo sobre mis hombros y continué como si nada hubiera ocurrido.

Qué desperdicio

NASRUDÍN pasó por delante de un puesto colmado de tentadores alimentos. Había montones de albaricoques y de higos; grandes tarros de pistachos, almendras y piñones; cestos llenos de huevos; cuencos de nata, queso y mantequilla; y multitud de bandejas de dulces diferentes. El mulá Nasrudín observó cómo el dependiente esperaba a los clientes y rellenaba los cuencos, cestos y bandejas sin probar bocado de las mesas.
—¿Estás vigilando el puesto para el dueño? —preguntó.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el comerciante—. Yo soy el dueño.
—¿Pero cómo es entonces que no comes?
—Estoy aquí para vender, no para comer.
—Qué desperdicio —respondió el mulá—. Si el puesto fuera mío, empezaría con nueces y frutos secos. Seguiría después con diez huevos revueltos. Y dulces de postre.

El precio de un consejo

NASRUDÍN fue contratado por un comerciante para que llevara un pesado cajón a su mansión.
Establecidos unos honorarios de cinco monedas de oro, Nasrudín se cargó el bulto a la espalda y los dos hombres emprendieron el camino. Después de varias horas de andar con dificultad a través de pasos de montaña poco firmes, el comerciante se volvió al mozo de cuerda.
—He estado pensando. En vez de darte simplemente dinero, me gustaría ofrecerte algo mucho más valioso: consejo.
Nasrudín, muy molesto por esta evidente ruptura de contrato, decidió sin embargo conceder al hombre el beneficio de la duda. Tal vez el consejo que le diera fuese de gran valor.
—Muy bien, ¿cuáles son tus palabras de sabiduría?
—Uno, nunca creas a un hombre que dice que te mostrará la manera de hacer fortuna de la noche a la mañana.
—Eso parece justo —pensó Nasrudín, que había sido engañado por esas promesas en el pasado.
—Dos, nunca vayas de viaje, no importa lo breve que éste pueda ser, sin provisiones de agua y comida suficiente para tres días.
—Otro punto útil —convino el mulá.
—Tres, contrata siempre a un hombre para hacer el trabajo pesado que sea lo bastante estúpido para trocar dinero por un consejo sin valor —dijo el comerciante con un grito de alegría.
—Tu consejo ha resultado ser tan valioso que temo que debo darte algo a cambio —respondió Nasrudín, esforzándose para ocultar su furia por la estratagema—. Nunca molestes a quien está haciendo para ti un trabajo que tú mismo eres incapaz de hacer.
Con esto, dejó caer el cajón con gran estrépito y regresó a grandes zancadas por la ladera de la montaña.

¿Cuál es la diferencia?

—TENGO una adivinanza para ti, mulá —dijo un día el panadero a Nasrudín—. ¿Cuál es la diferencia entre un pastor y un médico?
—Fácil —respondió Nasrudín—. El pastor mata y luego esquila, mientras que el médico esquila y luego mata.

¿Qué hacer?

NASRUDÍN salió para la ciudad llevando el burro con su hijo en la silla.
—¡Mira al viejo! —se rió disimuladamente un joven—. Deja que monte el chico mientras él va cojeando a su lado.
Nasrudín se detuvo, levantó a su hijo de la silla y se subió en el lomo del animal. No habían ido muy lejos cuando una anciana agitó amenazante el puño:
—¡Qué vergüenza! Hacer que el niño ande mientras tú montas. Parando de nuevo, Nasrudín subió a su hijo a la silla detrás de él. Unos metros más allá, otro transeúnte se dirigió a él:
—¡Pobre animal! ¡Se le doblan las patas por llevar a dos a sus espaldas! Nasrudín y su hijo se bajaron del burro y siguieron su camino. Minutos después, otra persona gritó:
—¡Veo que sacas a pasear a tu mascota, mulá!
Al límite de su paciencia, Nasrudín dejó caer las riendas, dio al burro una palmada en la grupa, y le dijo:
—¡Vete a buscar un dueño que sepa qué hacer contigo! —Y, poniendo a su hijo sobre sus hombros, se alejó a grandes pasos.

Cuando me veas...

UN honrado comerciante de la ciudad de Nasrudín se preparaba a marcharse para un largo viaje. Preocupado porque los ladrones pudieran forzar la casa en su ausencia, llevó sus ahorros al prestamista y le pidió que los guardara en su caja fuerte. Muchos meses después, el comerciante volvió de su viaje y fue a buscar al prestamista para recuperar su dinero.
—Estás equivocado —dijo el hombre—, no me dejaste nada.
El comerciante discutió durante muchas horas, pero el estafador se negó a devolverle sus ahorros. Desesperado, el hombre se dirigió a Nasrudín.
Cuando le hubo explicado la situación, el mulá dijo:
—Puedo ayudarte, pero tienes que hacer exactamente lo que digo. Mañana pasaré por delante de ti en la plaza de la ciudad. Cuando me veas, no digas nada.
El comerciante estaba desconcertado, pero convino en hacer exactamente lo que Nasrudín le pedía.
Al día siguiente, estaba sentado en el centro de la ciudad cuando Nasrudín, vestido con un deslumbrante uniforme, con cuchillos y dagas colgando de su cinturón y un rifle a la espalda, cabalgó delante de él sobre un corcel magnífico. Cuando se hubo reunido una muchedumbre a su alrededor, saludó al comerciante:
—Qué alegría volver a verte, hermano. Espero que tus viajes hayan tenido tanto éxito como mis propias expediciones. Debes venir a ver el botín que he arrancado a mis enemigos vencidos.
Recordando sus órdenes, el comerciante se inclinó, pero no dijo nada. No pasó mucho tiempo antes de que el prestamista llegara corriendo.
—¡Tu hermano debe ser el guerrero más fuerte del país! Por favor; hazme el honor de venir a cenar esta noche. He estado pensando en devolverte tus ahorros. Los guardo en mi caja fuerte y ahora me gustaría devolvértelos con intereses.

¿Dónde duele?

NASRUDÍN estaba sustituyendo al almuecín cuando resbaló y cayó desde el minarete. Gravemente herido, gemía en el suelo.
—¿Dónde duele? —preguntó el médico, que se había abalanzado sobre el herido.
—Sube al minarete, tírate y podrás comprobarlo por ti mismo.

Donde no hay gente

UN verano, cuando Nasrudín estaba en la corte del emir, los habitantes de la ciudad estaban acosados por las moscas.
—¿No hay ningún lugar libre del zumbido de estos insectos infernales? —gritó el emir.
—Existe un lugar, Majestad —respondió Nasrudín—, pero ese lugar no tiene gente.
—¿Y dónde está?
Pero Nasrudín no quiso decir nada más que:
—Donde no hay gente, no hay moscas.
El rey estaba enfurecido por el rechazo del mulá a decir más, pero decidió olvidar el incidente por el momento.
Unas semanas más tarde, el rey y su séquito salieron a visitar al gobernante de otro país. Cuando el sol caía el décimo día, el emir ordenó a la caravana que se detuviera y se estableció un campamento en el desierto.
Después de la comida de la tarde, el emir pidió a Nasrudín que se uniera a él para discutir de los asuntos del mundo. Mientras los dos estaban hablando, una mosca se posó en la mano del emir.
—¡Mira! —exclamó—. Dices que donde no hay gente no hay moscas. Pero aquí, en el desierto deshabitado, sigue habiendo moscas.
—¿Quieres decir —respondió Nasrudín— que tú no eres un hombre?

¿Dónde iré?

—NASRUDÍN —dijo suspirando el juez—, cuando yo deje este mundo, ¿iré al cielo o al infierno?
—El cielo está demasiado lleno de hombres inocentes a los que has condenado al cadalso —respondió Nasrudín—. Pero sé que te han reservado un lugar de honor en el infierno.

¿Quién compró a quién?

NASRUDÍN llevaba a casa a su nuevo burro desde el mercado. Justo fuera de la ciudad, le paró un amigo.
—¿Fuiste a la subasta de burros?
Poco más allá, otro amigo le preguntó:
—¿Qué precio pedían?
Cien metros más allá, un tercer hombre le paró.
—¿Regateaste?
Nasrudín estaba tan cansado de las preguntas que quitó la correa al burro, la ató a su propio cuello y siguió su camino.
Un cuarto hombre le vio.
—¿Finalmente compraste, pues, un burro nuevo?
—En realidad —contestó el mulá—, el burro me compró a mí.

A quién respetar

—DIME, Nasrudín —preguntó el alcalde—, ¿quiénes son los hombres a los que respetas más?
—Aquellos que me invitan a que me una a ellos en una mesa rebosante de manjares exquisitos —respondió el mulá.
—¡Tienes que venir a cenar! —dijo sonriendo el alcalde.
—Entonces, desde esta noche, tú tendrás mi respeto —dijo Nasrudín.

¿La barba de quién?

NASRUDÍN soñó que tenía la barba de Satanás en la mano. Tirando del pelo, gritó:
—El dolor que sientes no es nada comparado con el que infliges a los mortales que llevas por mal camino. —Y dio a la barba tales tirones que se despertó gritando de dolor. Sólo entonces se dio cuenta de que la barba que tenía en la mano era la suya.

¿Por qué pagar dos veces?

NASRUDÍN comió en un restaurante y dejó la cuenta sin pagar. El dueño salió detrás persiguiéndole:
—¡No puedes irte sin pagar!
—¿Compraste los ingredientes en el mercado? —preguntó Nasrudín. —Sí.
—Entonces la comida ya se ha pagado una vez. ¿Por qué pagarla dos veces?

Mirar escaparates

UN hambriento mulá Nasrudín andaba en cierta ocasión por el mercado. Al pasar delante de un puesto de brochetas, se detuvo a mirar la suculenta carne que se estaba asando.
—Esas brochetas ¿son de una carne tan reciente que el cordero estaba ayer pastando en la ladera de la montaña?
—Sí, es la carne más tierna que probablemente puedas encontrar en toda la ciudad.
—¿Y coges esa carne tierna, le añades especias y luego la asas sobre las llamas hasta que esté perfectamente cocinada?
—¡Sí, así es!
—¿Y es tan exquisita que se derraman lágrimas de placer de los ojos de cualquier hombre que la coma?
—Hermano —salmodió el dependiente—, ¡hasta que no pruebes estas brochetas no sabrás lo que es vivir!
—¡Qué pena, entonces —contestó Nasrudín—, que sólo esté mirando escaparates!

Manto de invierno

POR fin la esposa de Nasrudín había terminado de hacer un magnífico manto de invierno para su marido. El mulá, muy complacido por su rico tejido y estilo elegante, enrolló alrededor de su cabeza un enorme turbante para complementar su vestimenta. Salió luego para la ciudad a presumir de su nuevo atavío. No había andado más de unos pocos pasos cuando se le acercó un extranjero y le entregó un trozo de papel.
—Acabo de recibir esta carta y te estaría agradecido si pudieras leérmela, porque está escrita en árabe y no conozco esa lengua.
Desconcertado, Nasrudín le devolvió la carta.
—Temo que tampoco yo conozco el árabe.
—Pero estás vestido como un árabe, sin duda hablas tu lengua natal.
El mulá se quitó cuidadosamente el turbante y el manto y los puso sobre el hombre.
—¡Ahora que eres árabe, lee tú mismo la carta!

Sabia inversión

—AHORA soy lo bastante mayor para que se me confíen responsabilidades de adulto —dijo el joven Nasrudín a su padre.
—Si eres bastante mayor para que se confíe en ti, lleva a arreglar los pendientes de tu madre.
Nasrudín llevó los pendientes directamente al bazar y los vendió, embolsándose el dinero.
—Dice el joyero que le llevará unos días arreglar los pendientes —dijo a su padre.
Encantado por la naturaleza aparentemente digna de confianza del joven, el padre de Nasrudín le dio por adelantado la paga de tres semanas.
—Coge este dinero e inviértelo sabiamente.
Nasrudín se fue corriendo a la confitería más cercana y se gastó todo el dinero en golosinas, que consumió rápidamente.
Tres semanas después, su padre le preguntó cómo había invertido el dinero.
—Me alegra que me lo preguntes —respondió Nasrudín—. Había pensado invertirlo en plata, pero me siento aliviado al decir que en vez de ello compré chocolate.
—¡Desgraciado! Y pensar que creí que eras una persona responsable.
—Pero padre, si lo hubiera invertido en plata, ¿quién me podría asegurar que no se iba a derretir al sol y consumirse como los pendientes de mamá?

Con una moneda de oro

NASRUDÍN dio vueltas toda la noche, atormentado por una vivida pesadilla. En el sueño, se descubrió cocinando una olla de hierbas sobre una fogata. A la mañana siguiente, describió la escena a su esposa.
—Eso parece un presagio de alguna clase —dijo ella—. Deberías buscar a alguien que te explique su significado.
Nasrudín fue corriendo a ver a la adivina, a quien contó de nuevo la pesadilla.
—Haces bien al solicitar mi ayuda —respondió la arpía—. Llena mi mano de plata y te lo explicaré todo.
—¡Si tuviera plata —dijo bruscamente el mulá—, podría permitirme una comida decente y no me vería obligado a cocinar hierbas!

El hombre equivocado

EN uno de sus viajes, Nasrudín se unió a otros dos hombres.
Una noche, los tres —un comerciante, un derviche y Nasrudín— acordaron compartir habitación en una posada. Habían decidido separarse al día siguiente, porque sus caminos no seguían ya en la misma dirección. Queriendo salir temprano, Nasrudín dio una propina al posadero para que le despertara antes de amanecer.
De madrugada, se vistió medio dormido todavía y dejó la habitación mientras los otros dos hombres seguían roncando. Varias horas después, el mulá encontró un río y se acercó al agua para beber. Al ver el manto y el sombrero del derviche reflejados en el agua, maldijo:
—¡Maldito sea ese imbécil de posadero! ¡Ha despertado al hombre equivocado!
Mujeres de países lejanos
En cierta ocasión, llegó un general a la ciudad de Nasrudín a reclutar hombres para el ejército.
—Todo soldado que sirva a nuestro poderoso emperador puede llevarse a las mujeres de nuestros enemigos. Hay un país, por ejemplo, en el que las doncellas tienen trenzas de cabello negro como el azabache que les llegan hasta los tobillos.
—¿Cómo son de largas sus piernas? —preguntó el ingenioso del pueblo.
—Sus piernas... —fanfarroneó el veterano— son tan largas como su hermosa cabellera.
—Espero que a cada hombre de tu ejército le hayan dado una escalera —dijo Nasrudín.

Algo digno de robar

—¡NASRUDÍN! —le dijo en voz baja su esposa en mitad de la noche—. ¡Despierta! ¡Hay ladrones en la casa!
—¡Cállate! —respondió el marido—. Ya les he oído. Tal vez encuentren algo digno de robar aquí y podré sorprenderlos y quitárselo.

Hombres dignos

EN uno de sus viajes, unos guardias de palacio encontraron a Nasrudín en el mercado y le dijeron que fuera a la corte. Al llegar al resplandeciente salón del trono, se le dijo que se uniera a un grupo de pobres para oír los sermones religiosos de los hombres más venerados de la ciudad.
Uno tras otro, los notables —cada uno vestido con galas más relucientes que el anterior— se dirigieron al auditorio. Sus sermones, plagados de sentimientos espirituales concebidos para elevar incluso a las almas más escépticas, duraron bastante tiempo. Cuando cayó la noche, el rey se levantó.
—Tú —dijo señalando al mulá Nasrudín—, dinos: ¿cuál de estos líderes espirituales es más digno de nuestra emulación?
—Aquel que viendo que un pobre no tiene bastante para comer o vestirse —respondió Nasrudín—, no ofrece la salvación por unos honorarios.

Digno de nata

UN día, la esposa de Nasrudín envió a su hijo menor al mercado a comprar leche. Al ver al chaval corriendo con su lechera, el emir decidió divertirse:
—¿A dónde vas con tanta prisa? —le dijo.
—A comprar leche —respondió el muchacho.
—¿Por qué compras lo que puedes tener gratis? Da la lechera a los guardias y yo mismo te la llenaré. —El emir le llenó la lechera con agua sucia y mandó al chico de nuevo a su casa.
Cuando Nasrudín se enteró de la broma del emir, decidió vengarse. Unos días más tarde, oyendo que el gobernante sufría de jaqueca, sacó un cubo de excrementos y corrió al palacio.
—Gran emir —dijo al hombre quejumbroso—, tengo aquí una cataplasma que, aplicada al cuero cabelludo tres veces al día, hace desaparecer incluso el dolor más severo.
El emir estaba muy feliz de aplicarse la pasta. Pero, al tercer día, no podía ya soportar la peste y llamó a Nasrudín.
—¿De qué está hecho este remedio infernal?
—Normalmente se hace de leche —respondió Nasrudín—, pero, naturalmente, consideré que vuestra excelencia es digno de nata.

Tú lo perdiste, tú lo encuentras

NASRUDÍN estaba cortando leña en el bosque. Como tenía calor, se quitó el manto y lo colocó en el lomo de su burro. Luego volvió a cortar leña y, cuando se dio la vuelta, un ladrón se llevó su manto. Cuando tuvo bastantes troncos, Nasrudín empezó a cargar la leña en el burro y se dio cuenta de que su manto había desaparecido. Dando una palmada al animal en la grupa, vociferó:
—¡Tonto descuidado! ¡Ve a buscar el manto que perdiste y no te atrevas a volver sin él!

Debes de ser sordo

COMO almuecín, Nasrudín era responsable de llamar a los fieles a la oración. Un día, cuando estaba a la mitad, el imam le gritó:
—¡Nadie te oye! ¡Grita más fuerte!
—¡Qué extraño! —gritó Nasrudín—, ¡yo oigo mi voz a cinco kilómetros de distancia!