Ludwig van Beethoven : Su vida y logros.
La atormentada vida del músico alemán, considerado unánimemente el más grande compositor de todos los tiempos.
Ludwig van Beethoven
Casa natal de Beethoven, hoy convertida en museo
Beethoven hacia 1804
Ludwig van Beethoven (óleo de
Willibrord Joseph Mähler, 1815)
El incidente de Treplitz
Retrato de Beethoven realizado en 1823
por Ferdinand Georg Waldmüller
Ludwig van Beethoven (óleo de Joseph Karl Stieler)
Partitura autógrafa de la sonata Claro de luna
Representación moderna de Fidelio, su única ópera
Edición de 1827 del Cuarteto de cuerdas nº 13
A las cinco de la tarde del 26 marzo de
1827 se levantó en Viena un fuerte viento que momentos después se
transformaría en una impetuosa tormenta. En la penumbra de su alcoba, un
hombre consumido por la agonía está a punto de exhalar su último
suspiro. Un intenso relámpago ilumina por unos segundos el lecho de
muerte. Aunque no ha podido escuchar el trueno que resuena a
continuación, el hombre se despierta sobresaltado, mira fijamente al
infinito con sus ojos ígneos, levanta la mano derecha con el puño
cerrado en un último gesto entre amenazador y suplicante y cae hacia
atrás sin vida. Un pequeño reloj en forma de pirámide, regalo de la
duquesa Christiane Lichnowsky, se detiene en ese mismo instante. Ludwig
van Beethoven, uno de los más grandes compositores de todos los tiempos,
se ha despedido del mundo con un ademán característico, dejando tras de
sí una existencia marcada por la soledad, las enfermedades y la
miseria, y una obra que, sin duda alguna, merece el calificativo de
genial.
Ludwig van Beethoven
Nacido en Bonn en 1770, Ludwig van
Beethoven creció en el Palatinado, sometido a los usos y costumbres
cortesanos propios de los estados alemanes; desde allí saludaría la
Revolución francesa y luego el advenimiento de Napoleón como el gran
reformador y liberador de la Europa feudal, para acabar contemplando
desilusionado con la consolidación del Imperio francés. Su obra arrasó
como un huracán las convenciones musicales clasicistas de su época y
tendió un puente directo, más allá del romanticismo posterior, con
Brahms y Wagner, e incluso con músicos del siglo XX como Bartók, Berg y
Schonberg. Su personalidad configuró uno de los prototipos del artista
romántico defensor de la fraternidad y la libertad, apasionado y
trágico.
La familia Beethoven era originaria de
Flandes, lo que no era un hecho extraordinario entre los servidores de
la provinciana corte de Bonn en el Palatinado. Ludwig, el abuelo del
compositor, en cuya memoria se le impuso su nombre, se había instalado
en 1733 en Bonn, ciudad en la que llegó a ser un respetado maestro de
capilla de la corte del elector. Dentro del rígido sistema social de su
tiempo, Johann, su hijo, también fue educado para su ingreso en la
capilla palatina. El padre de Beethoven, sin embargo, no destacó
precisamente por sus dotes musicales, sino más bien por su alcoholismo; a
su muerte, en 1792, se ironizó con crueldad en la corte sobre el
descenso de ingresos fiscales por consumo de bebidas en la ciudad.
Johann se casó con María Magdalena Keverich
en 1767, y tras un primer hijo también llamado Ludwig, que murió poco
después de nacer, nació el 16 de diciembre de 1770 el que habría de ser
compositor. A Ludwig siguieron otros dos niños, a los que pusieron los
nombres de Caspar Anton Karl y Nikolauss Johann. A la muerte del abuelo,
auténtico tutor de la familia (Ludwig contaba entonces tres años de
edad), la situación moral y económica del matrimonio se deterioró
rápidamente. El dinero escaseó; los niños andaban mal nutridos y no era
infrecuente que fueran golpeados por el padre; la madre iba
consumiéndose, hasta el extremo de que, al morir en 1787 a los cuarenta
años, su aspecto era el de una anciana.
Casa natal de Beethoven, hoy convertida en museo
Parece ser que Johann se percató pronto de
las dotes musicales de Ludwig y se aplicó a educarlo con férrea
disciplina como concertista, con la idea de convertirlo en un niño
prodigio mimado por la fortuna, a la manera del primer Mozart. En 1778
el niño tocaba el clave en público y llamó la atención del anciano
organista Van den Eeden, que se ofreció a darle clases gratuitamente. Un
año más tarde, Johann decidió encargar la formación musical de Ludwig a
su compañero de bebida Tobias Pfeiffer, músico mucho mejor dotado y no
mal profesor, pese a su anarquía alcohólica que, ocasionalmente, imponía
clases nocturnas al niño cuando se olvidaba de darlas durante el día.
Infancia y formación
Los testimonios de estos años trazan un
sombrío retrato del niño, hosco, abandonado y resentido, hasta que en su
destino se cruzó Christian Neefe, un músico llegado a Bonn en 1779,
quien tomó a su cargo no sólo su educación musical, sino también su
formación integral. Diez años más tarde, el joven Beethoven le escribió:
«Si alguna vez me convierto en un gran hombre, a ti te corresponderá
una parte del honor». A Neefe se debe, en cualquier caso, la nota
publicada en el Cramer Magazine en marzo de 1783, en la que se daba
noticia del virtuosismo interpretativo de Beethoven, superando «con
habilidad y con fuerza» las dificultades de El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach, y de la publicación en Mannheim de las nueve Variaciones sobre una marcha de Dressler, que constituyeron sin duda alguna su primera composición.
En junio de 1784 Maximilian Franz, el nuevo
elector de Colonia (que habría de ser el último), nombró a Ludwig, que
entonces contaba catorce años de edad, segundo organista de la corte,
con un salario de ciento cincuenta guldens. El muchacho, por aquel
entonces, tenía un aire severo, complexión latina (algunos autores la
califican de «española» y recuerdan que este tipo de físico apareció en
Flandes con la dominación española) y ojos oscuros y voluntariosos; a lo
largo de su vida, algunos los vieron negros, y otros gris verdosos,
siendo casi seguro que su tonalidad varió con la edad o con sus estados
de ánimo.
Amarga habría sido la vida del joven
Ludwig en Bonn, sobre todo tras la muerte de su madre en 1787, si no
hubiera encontrado un círculo de excelentes amigos que se reunían en la
hospitalaria casa de los Breuning: Stefan y Eleonore von Breuning, a la
que se sintió unido con una apasionada amistad, Gerhard Wegeler, su
futuro marido y biógrafo de Beethoven, y el pastor Amenda. Ludwig
compartía con los jóvenes Von Breuning sus estudios de los clásicos y, a
la vez, les daba lecciones de música. Habían corrido ya por Bonn (y tal
vez este hecho le abriera las puertas de los Breuning) las alabanzas
que Mozart había dispensado al joven intérprete con ocasión de su visita
a Viena en la primavera de 1787. Cuenta la anécdota que Mozart no creyó
en las dotes improvisadoras del joven hasta que Ludwig le pidió a
Mozart que eligiera él mismo un tema. Quizá Beethoven recordaría esa
escena cuando, muchos años más tarde, otro muchacho, Liszt, solicitó
tocar en su presencia en espera de su aprobación y aliento.
Estos años de formación con Neefe y los
jóvenes Von Breuning fueron de extrema importancia porque conectaron a
Beethoven con la sensibilidad liberal de una época convulsionada por los
sucesos revolucionarios franceses, y dieron al joven armas sociales con
las que tratar de tú a tú, en Bonn y, sobre todo, en Viena, a la
nobleza ilustrada. Pese a sus arranques de mal humor y carácter adusto,
Beethoven siempre encontró, a lo largo de su vida, amigos fieles,
mecenas e incluso amores entre los componentes de la nobleza austriaca,
cosa que el más amable Mozart a duras penas consiguió.
Beethoven tenía sin duda el don de
establecer contactos con el yo más profundo de sus interlocutores; aun
así, sorprende la fidelidad de sus relaciones en la élite, especialmente
si se considera que no estaban habituadas a un lenguaje igualitario,
cuando no zumbón o despectivo, por parte de sus siervos, los músicos.
Forzosamente la personalidad de Beethoven debía subyugar, incluso al
margen de la genialidad y grandeza de sus creaciones. Así, su amistad
con el conde Waldstein fue decisiva para establecer los contactos
imprescindibles que le permitieron instalarse en Viena, centro
indiscutible del arte musical y escénico, en noviembre de 1792.
En Viena
El avance de las tropas francesas sobre
Bonn y la estabilidad del joven Beethoven en Viena convirtieron lo que
tenía que ser un viaje de estudios bajo la tutela musical de Haydn en
una estancia definitiva. Allí, al poco de llegar, recibió la entusiasta
protección del príncipe Lichnowsky, quien lo hospedó en su casa, y
recibió lecciones de Johann Schenck, del teórico de la composición
Albrechtsberger y del maestro dramático Antonio Salieri.
Sus éxitos como improvisador y pianista
eran notables, y su carrera como compositor parecía asegurada
económicamente con su trabajo de virtuoso. Porque, entretanto, el joven
Beethoven componía infatigablemente: fue éste, de 1793 a 1802, su
período clasicista, bajo la benéfica influencia de la obra de Haydn y de
Mozart, en el que dio a luz sus primeros conciertos para piano, las
cinco primeras sonatas para violín y las dos para violoncelo, varios
tríos y cuartetos para cuerda, el lied Adelaide y su
primera sinfonía, entre otras composiciones de esta época. Su clasicismo
no ocultaba, sin embargo, una inequívoca personalidad que se ponía de
manifiesto en el clima melancólico, casi doloroso, de sus movimientos
lento y adagio, reveladores de una fuerza moral y psíquica que se
manifestaba por vez primera en las composiciones musicales del siglo.
Beethoven hacia 1804
Su fama precoz como compositor de
conciertos y graciosas sonatas, y sobre todo su reputación como pianista
original y virtuoso le abrieron las puertas de las casas más nobles. La
alta sociedad lo acogió con la condescendencia de quien olvida
generosamente el origen pequeño burgués de su invitado, su aspecto
desaliñado y sus modales asociales. Porque era evidente que Beethoven no
encajaba en aquellos círculos exclusivos; era un lobo entre ovejas.
Seguro de su propio valor, consciente de su genio y poseedor de un
carácter explosivo y obstinado, despreciaba las normas sociales, las
leyes de la cortesía y los gestos delicados, que juzgaba hipócritas y
cursis. Siempre atrevido, se mezclaba en las conversaciones íntimas,
estallaba en ruidosas carcajadas, contaba chistes de dudoso gusto y
ofendía con sus coléricas reacciones a los distinguidos presentes. Y no
se comportaba de tal manera por no saber hacerlo de otro modo: se
trataba de algo deliberado. Pretendía demostrar con toda claridad que
jamás iba a admitir ningún patrón por encima de él, que el dinero no
podía convertirlo en un ser dócil y que nunca se resignaría a asumir el
papel que sus mecenas le reservaban: el de simple súbdito palaciego. En
este rebelde propósito se mantuvo inflexible a lo largo de toda su vida.
No es extraño que tal actitud despertase las críticas de quienes, aun
reconociendo sinceramente que estaban ante un compositor de inmenso
talento, lo tacharon de misántropo, megalómano y egoísta. Muchos se
distanciaron de él y hubo quien llegó a retirarle el saludo y a negarle
la entrada a sus salones, sin sospechar que Beethoven era la primera
víctima de su carácter y sufría en silencio tales muestras de desafecto.
Durante estos «años felices», Beethoven
llevaba en Viena una vida de libertad, soledad y bohemia, auténtica
prefiguración de la imagen tópica que, a partir de él, la sociedad
romántica y postromántica se forjaría del «genio». Esta felicidad, sin
embargo, empezó a verse amenazada muy pronto, ya en 1794, por los tenues
síntomas de una sordera que, de momento, no parecía poner en peligro su
carrera de concertista. Como causa los biógrafos discutieron la
hipótesis de la sífilis, enfermedad muy común entre los jóvenes que
frecuentaban los prostíbulos de Viena, y que, en cualquier caso, daría
nueva luz al enigma de la renuncia de Beethoven, al parecer dolorosa, a
contraer matrimonio. La gran crisis moral de Beethoven no estalló, sin
embargo, hasta 1802.
La crisis
En 1801 y 1802 la progresión de su sordera,
que Beethoven se empeñaba en ocultar para proteger su carrera de
intérprete, fue tal que el doctor Schmidt le ordenó un retiro campestre
en Heiligenstadt, un hermoso paraje con vistas al Danubio y los
Cárpatos. Ello supuso un alejamiento de su alumna, la jovencísima
condesa Giulietta Guicciardi, de la que estaba profundamente enamorado y
por la que parecía ser correspondido. Obviamente, Beethoven no sanó y
la constatación de su enfermedad le sumió, como es lógico que ocurriera
en un músico, en la más profunda de las depresiones.
En una carta dirigida a su amigo Wegener en
1802, Beethoven había escrito: "Ahora bien, este demonio envidioso, mi
mala salud, me ha jugado una mala pasada, pues mi oído desde hace tres
años ha ido debilitándose más y más, y dicen que la primera causa de
esta dolencia está en mi vientre, siempre delicado y aquejado de
constantes diarreas. Muchas veces he maldecido mi existencia. Durante
este invierno me sentí verdaderamente miserable; tuve unos cólicos
terribles y volví a caer en mi anterior estado. Escucho zumbidos y
silbidos día y noche. Puedo asegurar que paso mi vida de modo miserable.
Hace casi dos años que no voy a reunión alguna porque no me es posible
confesar a la gente que estoy volviéndome sordo. Si ejerciese cualquier
otra profesión, la cosa sería todavía pasable, pero en mi caso ésta es
una circunstancia terrible; mis enemigos, cuyo número no es pequeño,
¿qué dirían si supieran que no puedo oír?"
Para colmo, Giulietta, la destinataria de la sonata Claro de luna,
concertó su boda con el conde Gallenberg. La historia, que se repetiría
años después con Josephine von Brunswick, debiera haber hecho
comprender al orgulloso artista que la aristocracia podía aceptarle como
enamorado e incluso como amante de sus mujeres, pero no como marido. El
caso es que el músico creyó acabada su carrera y su vida y, acaso
acariciando ideas de un suicidio a lo Werther, la famosa novela de
juventud de Goethe, se despidió de sus hermanos en un texto ciertamente
patético y grandioso que, de hecho, parecía más bien dirigido a sus
contemporáneos y a la humanidad toda: el llamado Testamento de Heiligenstadt.
No intentó el suicidio, sino que regresó
en un estado de total postración y desaliño a Viena, donde reanudó sus
clases particulares. La salvación moral vino de su fortaleza de
espíritu, de su arte, pero también del benéfico influjo de sus dos
alumnas, las hermanas Josephine y Therese von Brunswick, enamoradas a la
vez de él. Parece ser que la tensión emocional del «trío» llegó a un
estado límite en el verano de 1804, con la ruptura entre las dos
hermanas y la clara oposición familiar a una boda. Therese, quien se
mantuvo fiel toda su vida en sus sentimientos por el genio, lamentaría
años más tarde su participación en el alejamiento de Ludwig y Josephine:
«Habían nacido el uno para el otro, y, si se hubiesen unido, los dos
vivirían todavía». La reconciliación tuvo lugar al año siguiente, y fue
entonces Therese la hermana idolatrada por Ludwig. Pero ahora era el
músico el que no se decidía a dar un paso definitivo y, en 1808, pese a
que le había dedicado la Sonata, Op. 78, Therese
abandonó toda esperanza de vida en común y se consagró a la creación y
tutela de orfanatos en Hungría. Murió, canonesa conventual, a los
ochenta y seis años.
Ludwig van Beethoven (óleo de
Willibrord Joseph Mähler, 1815)
La mayoría de críticos, aun respetando la
unidad orgánica de la obra de Beethoven, coinciden en señalar este
período, de 1802 a 1815, como el de su madurez. Técnicamente consiguió
de la orquesta unos recursos insospechados sin modificar la composición
tradicional de los instrumentos y revolucionó la escritura pianística,
amén de ir transformando poco a poco el dualismo armónico de la sonata
en caja de resonancia del contrapunto. Pero, desde un punto de vista
programático, el período de madurez de Beethoven se caracterizó por su
empeño de superación titánica del dolor personal en belleza o, lo que es
lo mismo, por su consagración del artista como héroe trágico dispuesto a
enfrentarse y domeñar el destino.
Obras maestras de este período son, entre otras, el Concierto para violín y orquesta en re mayor, Op. 61 y el Concierto para piano número 4, las oberturas de Egmont y Coriolano, las sonatas A Kreatzer, Aurora y Appassionata, la ópera Fidelio y la Misa en do mayor, Op 86.
Mención especial merecen sus sinfonías, que tanto pudieron desconcertar
a sus primeros oyentes y en las que, sin embargo, su genio consiguió
crear la sensación de un organismo musical, vivo y natural, ya conocido
por la memoria de quienes a ellas se acercan por primera vez.
La tercera sinfonía estaba, en un
principio, dedicada a Napoleón por sus ideales revolucionarios; la
dedicatoria fue suprimida por Beethoven cuando tuvo noticia de su
coronación como emperador. («¿Así pues -clamó-, también él es un ser
humano ordinario? ¿También él pisoteará ahora los derechos del
hombre?»). El drama del héroe convertido en titán llegó a su cumbre en
la quinta sinfonía, dramatismo que se apacigua con la expresión de la
naturaleza en la sexta, en la mayor alegría de la séptima y en la
serenidad de la octava, ambas de 1812.
La gran crisis fue superada y se transmutó
en la grandiosidad de su arte. Su situación económica, además, estaba
asegurada gracias a las rentas concedidas desde 1809 por sus admiradores
el archiduque Rudolf, el duque Lobkowitz y su amigo Kinsky o la condesa
Erdödy. Pese a su carácter adusto, imprevisible y misantrópico, ya no
ocultaba su sordera como algo vergonzante, y su vida sentimental, acaso
sin llegar a las profundidades espirituales de su amor por Josephine y
Therese, era rica en relaciones: Therese Maltati, Amalie Sebald y
Bettina Brentano pasaron por su vida amorosa, siendo esta última quien
propició el encuentro de Beethoven con su ídolo Goethe.
La relación fue decepcionante: el
compositor reprochó a Goethe su insensibilidad musical, y el poeta
censuró las formas descorteses de Beethoven. Es famosa en este sentido
una anécdota, verdadera o no, que habría tenido lugar en verano de 1812:
mientras se hallaba paseando por el parque de Treplitz en compañía de
Goethe, vio venir por el mismo camino a la emperatriz acompañada de su
séquito; el escritor, cortés ante todo, se apartó para dejar paso a la
gran dama, pero Beethoven, saludando apenas y levantando dignísimamente
su barbilla, dio en atravesar por su mitad el distinguido grupo sin
prestar atención a los saludos que amablemente se le dirigían.
El incidente de Treplitz
En términos generales, y pese a sus
fracasados proyectos matrimoniales, el período fue extraordinariamente
fructífero, incluso en el terreno social y económico. Así, Beethoven
tuvo ocasión de dirigir una composición de «circunstancias», Victoria de Wellington,
ante los príncipes y soberanos europeos llegados a la capital de
Austria para acordar el nuevo orden europeo que habría de regular la
sucesión napoleónica y contrarrestar el peligro de toda revolución
liberal en Europa. Los más reputados compositores e intérpretes de Viena
actuaron como humildes ejecutantes, en homenaje a Beethoven, en aquel
concierto de éxito apoteósico.
El genio, sin embargo, no se privó de
menospreciar públicamente su propia composición, repleta de sonidos
onomatopéyicos de cañonazos y descargas de fusilería, tildándola de
bagatela patriótica. El Congreso de Viena marcó en 1813 el fin de la
gloria mundana del compositor, pues sólo dos años más tarde habría de
derrumbarse el frágil edificio de su estabilidad. Ello ocurriría en el
terreno más inesperado, el familiar, y concretamente en el ámbito de sus
relaciones, de facto paternofiliales, con su sobrino Karl: si el genio
había rehuido el matrimonio para mejor poder consagrarse al arte, de
poco habría de servirle tal renuncia en los últimos y dolorosos años de
su vida.
El final
En 1815 murió su hermano Karl, dejando un
testamento de instrucciones algo contradictorias sobre la tutela del
hijo: éste, en principio, quedaba en manos de Beethoven, quien no podría
alejar al hijo de Johanna, la madre. Beethoven entregó de inmediato por
su sobrino Karl todo el afecto de su paternidad frustrada y se embarcó
en continuos procesos contra su cuñada, cuya conducta, a sus ojos
disoluta, la incapacitaba para educar al niño. Hasta 1819 no volvió a
embarcarse en ninguna composición ambiciosa. Las relaciones con Karl
eran, además, todo un infierno doméstico y judicial, cuyos puntos
culminantes fueron la escapada del joven en 1818 para reunirse con su
madre o su posterior elección de la carrera militar, llevando una vida
ciertamente escandalosa que le condujo en 1826 al previsible intento de
suicidio por deudas de juego. Para Beethoven, el incidente colmó su
amargura y su pública deshonra.
Desde 1814 dejó de ser capaz de mantener
un simple diálogo, por lo que empezó a llevar siempre consigo un "libro
de conversación" en el que hacía anotar a sus interlocutores cuanto
querían decirle. Pero este paliativo no satisfacía a un hombre
temperamental como él y jamás dejó de escrutar con desconfianza los
labios de los demás intentando averiguar lo que no habían escrito en su
pequeño cuaderno. Su rostro se hizo cada vez más sombrío y sus accesos
de cólera comenzaron a ser insoportables. Al mismo tiempo, Beethoven
parecía dejarse llevar por la pendiente de un caos doméstico que
horrorizaba a sus amigos y visitantes. Incapaz de controlar sus ataques
de ira por motivos a veces insignificantes, despedía constantemente a
sus sirvientes y cambiaba sin razón una y otra vez de domicilio, hasta
llegar a vivir prácticamente solo y en un estado de dejadez alarmante.
El desastre económico se sumó casi necesariamente al doméstico pese a
los esfuerzos de sus protectores, incapaces de que el genio reordenara
su vida y administrara sus recursos. El testimonio de visitantes de toda
Europa, y muy especialmente de Inglaterra, es, en este sentido,
coincidente. El propio Rossini quedó espantado ante las condiciones de
incomodidad, rayana en la miseria, del compositor. Honesto es señalar,
sin embargo, que siempre que Beethoven solicitó una ayuda o dispendio de
sus protectores, austriacos e ingleses, éstos fueron generosos.
Retrato de Beethoven realizado en 1823
por Ferdinand Georg Waldmüller
En la producción de este período 1815-1826,
comparativamente más escasa, Beethoven se desvinculó de todas las
tradiciones musicales, como si sus quebrantos y frustraciones, y su poco
envidiable vida de anacoreta desastrado le hubieran dado fuerzas para
ser audaz y abordar las mayores dificultades técnicas de la composición,
paralelamente a la expresión de un universo progresivamente depurado.
Si en su segundo período Beethoven expresó espiritualmente el mundo
material, en este tercero lo que expresó fue el éxtasis y consuelo del
espiritual. Es el caso de composiciones como la Sonata para piano en mi mayor, Op. 109, en bemol mayor, Op. 110, y en do menor, Op. 111, pero, sobre todo, de la Missa solemnis, de 1823, y de la novena sinfonía, de 1824, con su imperecedero movimiento coral con letra de la Oda a la alegría de Schiller.
La Missa solemnis pudo
maravillar por su monumentalidad, especialmente en la fuga, y por su muy
subjetiva interpretación musical del texto litúrgico; pero la apoteosis
llegó con la interpretación de la novena sinfonía, que aquel 7 de mayo
de 1824 cerraba el concierto iniciado con fragmentos de la Missa solemnis.
Beethoven, completamente sordo, dirigió orquesta y coros en aquel
histórico concierto organizado en su honor por sus viejos amigos.
Acabado el último movimiento, la cantante Unger, comprendiendo que el
compositor se había olvidado de la presencia de un público delirante de
entusiasmo al que no podía oír, le obligó con suavidad a ponerse de cara
a la platea.
El año siguiente todavía Beethoven afrontó composiciones ambiciosas, como los innovadores Cuartetos para cuerda, Op. 130 y 132,
pero en 1826 el escándalo de su sobrino Karl le sumió en la postración,
agravada por una neumonía contraída en diciembre. Sobrevivió, pero
arrastró los cuatro meses siguientes una dolorosísima dolencia que los
médicos calificaron de hidropesía (le torturaban con incisiones de
dudosa asepsia) y que un diagnóstico actual tal vez habría calificado de
cirrosis hepática.
Ningún familiar le visitó en su lecho de
enfermo; sólo amigos como Stephan von Breuning, Schubert y el doctor
Malfatti, entre otros. La tarde del 26 de marzo se desencadenó una gran
tormenta, y el moribundo, según testimonia Hüttenbrenner, abrió los ojos
y alzó un puño después de un vivo relámpago, para dejarlo caer a
continuación, ya muerto. Sobre su escritorio se encontró la partitura de
Fidelio, el retrato de Therese von Brunswick, la
miniatura de Giulietta Guicciardi y, en un cajón secreto, la carta de la
anónima «Amada Inmortal».
Tres días más tarde se celebró el
multitudinario entierro, al que asistieron, de luto y con rosas blancas,
todos los músicos y poetas de Viena. Hummel y Kreutzer, entre otros
compositores, portaron a hombros el féretro. Schubert se encontraba
entre los portadores de antorchas. El cortejo fue acompañado por
cantores que entonaban los Equali compuestos por
Beethoven para el día de Todos los Santos, en arreglo coral para la
ocasión. En 1888 los restos fueron trasladados al cementerio central de
Viena.
Cronología de Ludwig van Beethoven
1770 | Nace el 16 de diciembre en Bonn. |
1778 | Primera actuación pública como pianista. |
1782 | Se convierte en discípulo de Christian G. Neefe. |
1783 | Publica su primera obra, las Variaciones sobre una marcha de Dressler. |
1784 | Es nombrado segundo organista de la corte del príncipe elector de Colonia. |
1787 | Visita Viena, donde recibe alabanzas de Mozart. Muere su madre y regresa a Bonn. |
1790 | Primer contacto con Haydn. |
1792 | Fallece su padre. Se instala definitivamente en Viena. |
1794 | Primeros síntomas de su sordera. |
1799 | Compone la sonata para piano Patética. |
1801 | Compone la sonata para piano Claro de Luna, dedicada a la condesa Giulietta Guicciardi, con la que sin embargo no llegaría a casarse. |
1802 | Por el agravamiento de su sordera padece una fuerte crisis personal que le lleva a pensar en el suicidio. Redacta el llamado Testamento de Heiligenstadt. |
1803 | Empieza a componer la Sinfonía nº 3 Heroica. Inicia sus complejas relaciones con Josephine y Therese von Brunswick. |
1805 | Estrena la Sinfonía nº 3 Heroica, cuya dedicatoria a Napoleón suprimiría posteriormente. Fracaso de la primera versión de su ópera Fidelio. |
1808 | Estreno de las sinfonías quinta y sexta (Pastoral). |
1812 | Encuentro en Bohemia con Goethe. Compone las sinfonías séptima y octava. |
1813 | Éxito económico y popular con su obra Victoria de Wellington. |
1814 | Su sordera es ya total y sólo puede comunicarse por escrito. Gran éxito en el estreno de la versión definitiva de Fidelio. |
1815 | Asume la tutoría legal de su sobrino Karl. |
1823 | Finaliza la composición de la Missa solemnis. |
1824 | Termina de componer la novena sinfonía, cuyo estreno dirige en su última aparición como director. |
1826 | Enferma de neumonía. |
1827 | Muere el 26 de marzo en Viena. |
Música de Ludwig van Beethoven
La obra de Beethoven
A caballo entre dos épocas, Beethoven no
creó realmente ninguna de las formas musicales de las que se sirvió,
pero amplió sus límites y modificó profundamente su estructura a través
de un cúmulo de nuevas ideas que se encargó de expresar. Para él, la
forma tenía menos importancia que la idea. Por ello, en una época de
cambio, de intersección entre el clasicismo y el romanticismo, no fue un
rupturista, sino un reformador que utilizó las formas clásicas
heredadas para exteriorizar su ideal romántico. Abrió así el camino al
romanticismo musical desde la forma clásica. Su obra, que puede
dividirse en tres épocas, refleja el conflicto entre el pasado y el
porvenir, entre el clasicismo y el romanticismo, entre la forma y la
idea, y es el punto crucial en el que se conjugan las aportaciones de
siglos anteriores con las nuevas perspectivas musicales.
Ludwig van Beethoven (óleo de Joseph Karl Stieler)
Junto a Haydn y Mozart, Beethoven forma el
trío de clásicos vieneses al que se debe la consumación de las formas
instrumentales clásicas. Fue un renovador de los conceptos de armonía,
tonalidad y colorido instrumental y llevó a la perfección el género
sinfónico. Entre sus particularidades técnicas se cuenta el haber
desechado el clásico ritmo de minueto por el más vigoroso del scherzo,
obteniendo así contrastes emotivamente más intensos y aumentando la
sonoridad y variedad de texturas en las sinfonías y en la música de
cámara.
En su obra se distinguen tradicionalmente
tres períodos: uno inicial o de formación, que finaliza en 1802, llamado
también "periodo de Bonn"; un segundo periodo que finaliza en 1812 y
que se denomina "periodo vienés", y un tercero y último que se
desarrolla entre 1813 y 1827. El musicólogo Wilhelm von Lenz fue el
primero, en 1852, en dividir la carrera musical de Beethoven en estas
tres grandes etapas estilísticas. Algunos musicólogos han mostrado su
discrepancia hacia esta división, pues consideran que debería añadirse
un cuarto período, resultado de dividir en dos su primera época, pero la
división en tres etapas se corresponde a la perfección con los puntos
de inflexión de la biografía de Beethoven y por ello sigue manteniéndose
en la actualidad.
Periodo de formación
En su primer periodo destacan sus
primeras sonatas para piano y sus cuartetos, muy influidos por las
sonatas para violín y piano de Mozart. El músico austriaco, junto a
Neefe y Sterkel, representa una de sus principales influencias en su
obra de juventud. Dos de sus sonatas para piano, la Patética de 1799 y Claro de Luna
de 1801 representan innovaciones notorias en el lenguaje de la sonata
pianística. Otra obras destacables de este período son su primera
sinfonía, que debe mucho a la orquestación de las sinfonías londinenses
de Haydn, las cantatas compuestas con motivo del funeral del emperador
José II en 1790 y las arias de concierto Prüfung des Küssens, Mit Mädeln sich vertragen y Primo amore.
Partitura autógrafa de la sonata Claro de luna
Las composiciones de esta época son
abundantes, y aunque entroncan con la tradición de Haydn y Mozart,
empiezan ya a sorprender por un sello personalísimo muy acusado:
permiten vislumbrar la presencia de una energía física y moral que no
tardará en modificar las normas de la música del siglo XVIII. Los
tiempos lentos evolucionan paulatinamente, de un clima de melancolía y
ternura afectuosa a una experiencia del dolor cada vez más profunda; su
ritmo disminuye hasta casi una suspensión mortal de todo movimiento, y
en el tránsito de la suavidad de los "andante" a la tristeza de los
"adagio" y los "lento" van descubriéndose poco a poco abismos de
desesperación.
Cuando estos dos elementos (la energía
moral y el dolor humano) entren en contacto brotará de ellos el drama
del heroísmo beethoveniano: la Patética (Sonata para piano en do menor, op. 13),
con su arrogancia vehemente, constituye el anticipo de lo que más
adelante habrá de ser el segundo de los tres "estilos" reconocidos por
Lenz en el arte de Beethoven. De momento, sin embargo, la fortaleza se
halla junto a la alegría, y la tristeza acompaña a la serenidad. Los dos
primeros conciertos para piano y orquesta, op. 15 (1797) y op. 19 (1800) fueron verdaderas tarjetas de visita del joven compositor y virtuoso; el divertido Septimino, op. 20 (1709) y el lied Adelaida conocieron una rápida popularidad.
Son también obras de este periodo los tríos de las op. 1 (1795) y op. 11, la Serenata, op. 8 (1796) y los tres tríos de la op. 9 (1797) para cuerda; los seis cuartetos de la op. 18
(1799), las primeras cinco sonatas para violín, las dos primeras para
violoncelo, y, siempre algo anticipadas en la manifestación de estados
de ánimo excepcionales y en la elaboración de un nuevo léxico musical,
las doce primeras sonatas para piano; y, por último, la Sinfonía n.º 1 en do mayor, op. 21.
La madurez
Hacia 1802, la fuerte crisis personal
derivada de su sordera y las contrariedades sentimentales y físicas
actuarían como catalizador de su arte: la inmensa energía que el genio
prodigó irreflexivamente en sus primeras composiciones encontraba ya un
punto de aplicación, y las centellas que desprendía alumbraron el drama
de la grandeza heroica beethoveniana, que integra la sustancia del
segundo estilo o periodo de su obra.
Con ocasionales infidelidades, alteraciones e intentos de evasión (la Sonata para piano en la bemol mayor, op. 26; las dos Sonatas en forma de improvisación, op. 27, y los recitados contenidos en el "alegro" de la Sonata para piano, op. 31, n.º 2),
el genio de Beethoven se identifica con la forma de sonata a lo largo
de todo este período central de su vida íntima que se manifiesta al
exterior en ideales de lucha y de rebelión contra el destino adverso.
Cuando en su alma renazca lentamente el equilibrio y quede superada la
inquietud del infortunio, el dualismo armónico de la forma de sonata se
irá atenuando paulatinamente, y, con un renacimiento del contrapunto,
dará lugar a nuevas tendencias musicales todavía envueltas en las
nieblas del futuro.
El paso de la serenidad juvenil al crisol
incandescente del segundo estilo aparece anunciado por algunas obras de
transición, como el tercer Concierto para piano, op. 37 en do menor (tonalidad típica del dramatismo heroico de Beethoven), la Sinfonía n.º 2 y las sonatas para piano de los años 1801 y 1802. Luego se llega ya a la plenitud del "segundo estilo" con las Sinfonía n.º 3 (llamada heroica) y la Sinfonía n.º 5.
En este segundo periodo, en que compuso la mayoría de su producción
orquestal, Beethoven reformó la estructura clásica de la sinfonía, al
sustituir el tradicional minueto por un scherzo, forma ésta que otorgaba
mayor libertad creativa a los compositores.
La Sinfonía n.º 4 refleja una momentánea pausa de serenidad, lo mismo que el Concierto en re mayor para violín y orquesta, op. 61, y el cuarto Concierto para piano. Pero la intensidad característica del periodo se repite en numerosas obras: las oberturas de Coriolano y Egmont, los tres Cuartetos "Rasumovsky", op. 59, la Sonata a Kreutzer para violín y piano, la Sonata, op. 30 n.º 2 en do menor, la tercera Sonata para violoncelo, op. 69 (1808), los Tríos, op. 70 (1808), la Sonata para piano, op. 53 (Aurora) y 57 (Appassionata), ambas de 1804, y la ópera Fidelio, su única incursión en el género operístico.
Representación moderna de Fidelio, su única ópera
El argumento de Fidelio
sigue la tradición de las óperas de rescate del siglo XIX: una mujer que
salva de la muerte a su marido, prisionero de sus enemigos políticos.
Basada en un drama de J. N. Bouilly titulado Leonora o el amor conyugal, la obra, con el título inicial de Leonore,
fue estrenada con escaso éxito en Viena en 1805; sometida luego a
diversas revisiones, en su versión definitiva se representaría por
primera vez en el Kärntnertor-Theater de la capital austriaca, en 1814.
Con la Sinfonía n.º 6 (llamada Pastoral),
el gran incendio va extinguiéndose; quedan, indudablemente, algunos
rescoldos todavía, pero, en esencia, la gran crisis dramática del
espíritu de Beethoven se halla ya superada.
La etapa final
Su último período es el más complejo,
debido en parte a sus altibajos emocionales y a su avanzada sordera. No
obstante, a pesar de esta intensificación de las miserias de la vida, el
espíritu de Beethoven ha logrado ya librarse de ellas: su arte se mueve
ahora más arriba, en otra esfera donde la antigua lucha con el destino
ha quedado ya superada. En esta época alienta en el genio un soplo de
carácter religioso, el sentimiento embriagador de una solidaridad
universal, un idealismo filantrópico mediante el cual ve en el hombre al
hermano.
Edición de 1827 del Cuarteto de cuerdas nº 13
Esta conciencia de fraternidad exaltada
asume en Beethoven el nombre de "alegría", tomado en una acepción muy
amplia. La puerta para llegar a ella es la naturaleza, que siempre
fuera, incluso en los instantes de más negra desolación, el bálsamo de
su alma torturada. A través del contacto "pánico" con la naturaleza,
manifestado en la Pastoral, el genio de Beethoven se abre
a la alegría, a la que dedica tres himnos en las últimas sinfonías, y
celebra en sus diversos aspectos de tumultuosa y dionisíaca embriaguez (Sinfonía n.º 7), de regocijo familiar y casi humorístico (Sinfonía n.º 8) y, finalmente, de religioso entusiasmo en el sentimiento ahora recobrado de fraternidad universal (Sinfonía n.º 9). Sin duda la Sinfonía n.º 9, llamada Coral, es la obra más célebre de esta etapa. Su extenso final con variaciones parte del texto de la Oda a la Alegría de Schiller y supone una de las primeras incursiones de la voz humana dentro de una sinfonía.
La otra obra monumental que consagra esta
sublimación de la espiritualidad beethoveniana, por encima de la
concepción anterior del dualismo dramático, es la Missa Solemnis, op. 113.
En la música instrumental, Beethoven aparece ahora ya destacado de las
normas estilísticas propias de la época, y su inspiración, que la
sordera parece casi aligerar de cualquier relación con los elementos
accidentales de la materia sonora, se mueve ya en la enrarecida
atmósfera de trascendentes visiones sobrenaturales.
La dialéctica precisa de la forma de
sonata, cuya calculada contraposición de tensiones tónicas presentaba
todavía algo de la geometría del siglo XVIII, se equilibra en una
concepción musical menos artificiosa y más próxima a la plenitud
orgánica de la vida y de la historia: el sentido armónico de los acordes
y de las cadencias se ve desplazado por el predominio de un
contrapunto, que, en realidad, nada tiene de escolástico ni de arcaico, y
más bien parece presagiar el futuro principio compositivo de la
variación continua, o sea de una música que fluye en una renovación
perenne y sin el recurso de las simetrías o repeticiones.
A veces la complejidad del contrapunto, que alcanza extremos de furor y exasperación en la gran Sonata, op. 106 y en la Fuga, op. 133
para cuarteto de cuerda, cede el paso, en cambio, a melodías
suavísimas, de carácter celestial y amplio desarrollo, y apoyadas apenas
en un acompañamiento que no cabría imaginar más desnudo y simple. Las
últimas cinco sonatas para piano (a las cuales acompañan dignamente las
treinta y tres Variaciones sobre un vals de Diabelli) y
los cinco cuartetos finales constituyen el testamento augusto y
misterioso del artista: representan en la historia de la música una
fabulosa anticipación, que únicamente a fines del siglo, desde Brahms en
adelante y por obra del Wagner de Parsifal y de
compositores muy recientes, como Bartók, será abordada con un sentido de
consciente continuidad; el verdadero romanticismo musical (desde Weber
hasta Mendelssohn, Schubert, Schumann, Berlioz y Liszt) se originó casi
exclusivamente en el segundo estilo beethoveniano.