Ludwig van Beethoven : Su vida y logros.

La atormentada vida del músico alemán, considerado unánimemente el más grande compositor de todos los tiempos.

A las cinco de la tarde del 26 marzo de 1827 se levantó en Viena un fuerte viento que momentos después se transformaría en una impetuosa tormenta. En la penumbra de su alcoba, un hombre consumido por la agonía está a punto de exhalar su último suspiro. Un intenso relámpago ilumina por unos segundos el lecho de muerte. Aunque no ha podido escuchar el trueno que resuena a continuación, el hombre se despierta sobresaltado, mira fijamente al infinito con sus ojos ígneos, levanta la mano derecha con el puño cerrado en un último gesto entre amenazador y suplicante y cae hacia atrás sin vida. Un pequeño reloj en forma de pirámide, regalo de la duquesa Christiane Lichnowsky, se detiene en ese mismo instante. Ludwig van Beethoven, uno de los más grandes compositores de todos los tiempos, se ha despedido del mundo con un ademán característico, dejando tras de sí una existencia marcada por la soledad, las enfermedades y la miseria, y una obra que, sin duda alguna, merece el calificativo de genial.

Ludwig van Beethoven
Nacido en Bonn en 1770, Ludwig van Beethoven creció en el Palatinado, sometido a los usos y costumbres cortesanos propios de los estados alemanes; desde allí saludaría la Revolución francesa y luego el advenimiento de Napoleón como el gran reformador y liberador de la Europa feudal, para acabar contemplando desilusionado con la consolidación del Imperio francés. Su obra arrasó como un huracán las convenciones musicales clasicistas de su época y tendió un puente directo, más allá del romanticismo posterior, con Brahms y Wagner, e incluso con músicos del siglo XX como Bartók, Berg y Schonberg. Su personalidad configuró uno de los prototipos del artista romántico defensor de la fraternidad y la libertad, apasionado y trágico.
La familia Beethoven era originaria de Flandes, lo que no era un hecho extraordinario entre los servidores de la provinciana corte de Bonn en el Palatinado. Ludwig, el abuelo del compositor, en cuya memoria se le impuso su nombre, se había instalado en 1733 en Bonn, ciudad en la que llegó a ser un respetado maestro de capilla de la corte del elector. Dentro del rígido sistema social de su tiempo, Johann, su hijo, también fue educado para su ingreso en la capilla palatina. El padre de Beethoven, sin embargo, no destacó precisamente por sus dotes musicales, sino más bien por su alcoholismo; a su muerte, en 1792, se ironizó con crueldad en la corte sobre el descenso de ingresos fiscales por consumo de bebidas en la ciudad.
Johann se casó con María Magdalena Keverich en 1767, y tras un primer hijo también llamado Ludwig, que murió poco después de nacer, nació el 16 de diciembre de 1770 el que habría de ser compositor. A Ludwig siguieron otros dos niños, a los que pusieron los nombres de Caspar Anton Karl y Nikolauss Johann. A la muerte del abuelo, auténtico tutor de la familia (Ludwig contaba entonces tres años de edad), la situación moral y económica del matrimonio se deterioró rápidamente. El dinero escaseó; los niños andaban mal nutridos y no era infrecuente que fueran golpeados por el padre; la madre iba consumiéndose, hasta el extremo de que, al morir en 1787 a los cuarenta años, su aspecto era el de una anciana.

Casa natal de Beethoven, hoy convertida en museo
Parece ser que Johann se percató pronto de las dotes musicales de Ludwig y se aplicó a educarlo con férrea disciplina como concertista, con la idea de convertirlo en un niño prodigio mimado por la fortuna, a la manera del primer Mozart. En 1778 el niño tocaba el clave en público y llamó la atención del anciano organista Van den Eeden, que se ofreció a darle clases gratuitamente. Un año más tarde, Johann decidió encargar la formación musical de Ludwig a su compañero de bebida Tobias Pfeiffer, músico mucho mejor dotado y no mal profesor, pese a su anarquía alcohólica que, ocasionalmente, imponía clases nocturnas al niño cuando se olvidaba de darlas durante el día.

Infancia y formación

Los testimonios de estos años trazan un sombrío retrato del niño, hosco, abandonado y resentido, hasta que en su destino se cruzó Christian Neefe, un músico llegado a Bonn en 1779, quien tomó a su cargo no sólo su educación musical, sino también su formación integral. Diez años más tarde, el joven Beethoven le escribió: «Si alguna vez me convierto en un gran hombre, a ti te corresponderá una parte del honor». A Neefe se debe, en cualquier caso, la nota publicada en el Cramer Magazine en marzo de 1783, en la que se daba noticia del virtuosismo interpretativo de Beethoven, superando «con habilidad y con fuerza» las dificultades de El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach, y de la publicación en Mannheim de las nueve Variaciones sobre una marcha de Dressler, que constituyeron sin duda alguna su primera composición.
En junio de 1784 Maximilian Franz, el nuevo elector de Colonia (que habría de ser el último), nombró a Ludwig, que entonces contaba catorce años de edad, segundo organista de la corte, con un salario de ciento cincuenta guldens. El muchacho, por aquel entonces, tenía un aire severo, complexión latina (algunos autores la califican de «española» y recuerdan que este tipo de físico apareció en Flandes con la dominación española) y ojos oscuros y voluntariosos; a lo largo de su vida, algunos los vieron negros, y otros gris verdosos, siendo casi seguro que su tonalidad varió con la edad o con sus estados de ánimo.
Amarga habría sido la vida del joven Ludwig en Bonn, sobre todo tras la muerte de su madre en 1787, si no hubiera encontrado un círculo de excelentes amigos que se reunían en la hospitalaria casa de los Breuning: Stefan y Eleonore von Breuning, a la que se sintió unido con una apasionada amistad, Gerhard Wegeler, su futuro marido y biógrafo de Beethoven, y el pastor Amenda. Ludwig compartía con los jóvenes Von Breuning sus estudios de los clásicos y, a la vez, les daba lecciones de música. Habían corrido ya por Bonn (y tal vez este hecho le abriera las puertas de los Breuning) las alabanzas que Mozart había dispensado al joven intérprete con ocasión de su visita a Viena en la primavera de 1787. Cuenta la anécdota que Mozart no creyó en las dotes improvisadoras del joven hasta que Ludwig le pidió a Mozart que eligiera él mismo un tema. Quizá Beethoven recordaría esa escena cuando, muchos años más tarde, otro muchacho, Liszt, solicitó tocar en su presencia en espera de su aprobación y aliento.
Estos años de formación con Neefe y los jóvenes Von Breuning fueron de extrema importancia porque conectaron a Beethoven con la sensibilidad liberal de una época convulsionada por los sucesos revolucionarios franceses, y dieron al joven armas sociales con las que tratar de tú a tú, en Bonn y, sobre todo, en Viena, a la nobleza ilustrada. Pese a sus arranques de mal humor y carácter adusto, Beethoven siempre encontró, a lo largo de su vida, amigos fieles, mecenas e incluso amores entre los componentes de la nobleza austriaca, cosa que el más amable Mozart a duras penas consiguió.
Beethoven tenía sin duda el don de establecer contactos con el yo más profundo de sus interlocutores; aun así, sorprende la fidelidad de sus relaciones en la élite, especialmente si se considera que no estaban habituadas a un lenguaje igualitario, cuando no zumbón o despectivo, por parte de sus siervos, los músicos. Forzosamente la personalidad de Beethoven debía subyugar, incluso al margen de la genialidad y grandeza de sus creaciones. Así, su amistad con el conde Waldstein fue decisiva para establecer los contactos imprescindibles que le permitieron instalarse en Viena, centro indiscutible del arte musical y escénico, en noviembre de 1792.

En Viena

El avance de las tropas francesas sobre Bonn y la estabilidad del joven Beethoven en Viena convirtieron lo que tenía que ser un viaje de estudios bajo la tutela musical de Haydn en una estancia definitiva. Allí, al poco de llegar, recibió la entusiasta protección del príncipe Lichnowsky, quien lo hospedó en su casa, y recibió lecciones de Johann Schenck, del teórico de la composición Albrechtsberger y del maestro dramático Antonio Salieri.
Sus éxitos como improvisador y pianista eran notables, y su carrera como compositor parecía asegurada económicamente con su trabajo de virtuoso. Porque, entretanto, el joven Beethoven componía infatigablemente: fue éste, de 1793 a 1802, su período clasicista, bajo la benéfica influencia de la obra de Haydn y de Mozart, en el que dio a luz sus primeros conciertos para piano, las cinco primeras sonatas para violín y las dos para violoncelo, varios tríos y cuartetos para cuerda, el lied Adelaide y su primera sinfonía, entre otras composiciones de esta época. Su clasicismo no ocultaba, sin embargo, una inequívoca personalidad que se ponía de manifiesto en el clima melancólico, casi doloroso, de sus movimientos lento y adagio, reveladores de una fuerza moral y psíquica que se manifestaba por vez primera en las composiciones musicales del siglo.

Beethoven hacia 1804
Su fama precoz como compositor de conciertos y graciosas sonatas, y sobre todo su reputación como pianista original y virtuoso le abrieron las puertas de las casas más nobles. La alta sociedad lo acogió con la condescendencia de quien olvida generosamente el origen pequeño burgués de su invitado, su aspecto desaliñado y sus modales asociales. Porque era evidente que Beethoven no encajaba en aquellos círculos exclusivos; era un lobo entre ovejas. Seguro de su propio valor, consciente de su genio y poseedor de un carácter explosivo y obstinado, despreciaba las normas sociales, las leyes de la cortesía y los gestos delicados, que juzgaba hipócritas y cursis. Siempre atrevido, se mezclaba en las conversaciones íntimas, estallaba en ruidosas carcajadas, contaba chistes de dudoso gusto y ofendía con sus coléricas reacciones a los distinguidos presentes. Y no se comportaba de tal manera por no saber hacerlo de otro modo: se trataba de algo deliberado. Pretendía demostrar con toda claridad que jamás iba a admitir ningún patrón por encima de él, que el dinero no podía convertirlo en un ser dócil y que nunca se resignaría a asumir el papel que sus mecenas le reservaban: el de simple súbdito palaciego. En este rebelde propósito se mantuvo inflexible a lo largo de toda su vida. No es extraño que tal actitud despertase las críticas de quienes, aun reconociendo sinceramente que estaban ante un compositor de inmenso talento, lo tacharon de misántropo, megalómano y egoísta. Muchos se distanciaron de él y hubo quien llegó a retirarle el saludo y a negarle la entrada a sus salones, sin sospechar que Beethoven era la primera víctima de su carácter y sufría en silencio tales muestras de desafecto.
Durante estos «años felices», Beethoven llevaba en Viena una vida de libertad, soledad y bohemia, auténtica prefiguración de la imagen tópica que, a partir de él, la sociedad romántica y postromántica se forjaría del «genio». Esta felicidad, sin embargo, empezó a verse amenazada muy pronto, ya en 1794, por los tenues síntomas de una sordera que, de momento, no parecía poner en peligro su carrera de concertista. Como causa los biógrafos discutieron la hipótesis de la sífilis, enfermedad muy común entre los jóvenes que frecuentaban los prostíbulos de Viena, y que, en cualquier caso, daría nueva luz al enigma de la renuncia de Beethoven, al parecer dolorosa, a contraer matrimonio. La gran crisis moral de Beethoven no estalló, sin embargo, hasta 1802.

La crisis

En 1801 y 1802 la progresión de su sordera, que Beethoven se empeñaba en ocultar para proteger su carrera de intérprete, fue tal que el doctor Schmidt le ordenó un retiro campestre en Heiligenstadt, un hermoso paraje con vistas al Danubio y los Cárpatos. Ello supuso un alejamiento de su alumna, la jovencísima condesa Giulietta Guicciardi, de la que estaba profundamente enamorado y por la que parecía ser correspondido. Obviamente, Beethoven no sanó y la constatación de su enfermedad le sumió, como es lógico que ocurriera en un músico, en la más profunda de las depresiones.
En una carta dirigida a su amigo Wegener en 1802, Beethoven había escrito: "Ahora bien, este demonio envidioso, mi mala salud, me ha jugado una mala pasada, pues mi oído desde hace tres años ha ido debilitándose más y más, y dicen que la primera causa de esta dolencia está en mi vientre, siempre delicado y aquejado de constantes diarreas. Muchas veces he maldecido mi existencia. Durante este invierno me sentí verdaderamente miserable; tuve unos cólicos terribles y volví a caer en mi anterior estado. Escucho zumbidos y silbidos día y noche. Puedo asegurar que paso mi vida de modo miserable. Hace casi dos años que no voy a reunión alguna porque no me es posible confesar a la gente que estoy volviéndome sordo. Si ejerciese cualquier otra profesión, la cosa sería todavía pasable, pero en mi caso ésta es una circunstancia terrible; mis enemigos, cuyo número no es pequeño, ¿qué dirían si supieran que no puedo oír?"
Para colmo, Giulietta, la destinataria de la sonata Claro de luna, concertó su boda con el conde Gallenberg. La historia, que se repetiría años después con Josephine von Brunswick, debiera haber hecho comprender al orgulloso artista que la aristocracia podía aceptarle como enamorado e incluso como amante de sus mujeres, pero no como marido. El caso es que el músico creyó acabada su carrera y su vida y, acaso acariciando ideas de un suicidio a lo Werther, la famosa novela de juventud de Goethe, se despidió de sus hermanos en un texto ciertamente patético y grandioso que, de hecho, parecía más bien dirigido a sus contemporáneos y a la humanidad toda: el llamado Testamento de Heiligenstadt.
No intentó el suicidio, sino que regresó en un estado de total postración y desaliño a Viena, donde reanudó sus clases particulares. La salvación moral vino de su fortaleza de espíritu, de su arte, pero también del benéfico influjo de sus dos alumnas, las hermanas Josephine y Therese von Brunswick, enamoradas a la vez de él. Parece ser que la tensión emocional del «trío» llegó a un estado límite en el verano de 1804, con la ruptura entre las dos hermanas y la clara oposición familiar a una boda. Therese, quien se mantuvo fiel toda su vida en sus sentimientos por el genio, lamentaría años más tarde su participación en el alejamiento de Ludwig y Josephine: «Habían nacido el uno para el otro, y, si se hubiesen unido, los dos vivirían todavía». La reconciliación tuvo lugar al año siguiente, y fue entonces Therese la hermana idolatrada por Ludwig. Pero ahora era el músico el que no se decidía a dar un paso definitivo y, en 1808, pese a que le había dedicado la Sonata, Op. 78, Therese abandonó toda esperanza de vida en común y se consagró a la creación y tutela de orfanatos en Hungría. Murió, canonesa conventual, a los ochenta y seis años.

Ludwig van Beethoven (óleo de
Willibrord Joseph Mähler, 1815)
La mayoría de críticos, aun respetando la unidad orgánica de la obra de Beethoven, coinciden en señalar este período, de 1802 a 1815, como el de su madurez. Técnicamente consiguió de la orquesta unos recursos insospechados sin modificar la composición tradicional de los instrumentos y revolucionó la escritura pianística, amén de ir transformando poco a poco el dualismo armónico de la sonata en caja de resonancia del contrapunto. Pero, desde un punto de vista programático, el período de madurez de Beethoven se caracterizó por su empeño de superación titánica del dolor personal en belleza o, lo que es lo mismo, por su consagración del artista como héroe trágico dispuesto a enfrentarse y domeñar el destino.
Obras maestras de este período son, entre otras, el Concierto para violín y orquesta en re mayor, Op. 61 y el Concierto para piano número 4, las oberturas de Egmont y Coriolano, las sonatas A Kreatzer, Aurora y Appassionata, la ópera Fidelio y la Misa en do mayor, Op 86. Mención especial merecen sus sinfonías, que tanto pudieron desconcertar a sus primeros oyentes y en las que, sin embargo, su genio consiguió crear la sensación de un organismo musical, vivo y natural, ya conocido por la memoria de quienes a ellas se acercan por primera vez.
La tercera sinfonía estaba, en un principio, dedicada a Napoleón por sus ideales revolucionarios; la dedicatoria fue suprimida por Beethoven cuando tuvo noticia de su coronación como emperador. («¿Así pues -clamó-, también él es un ser humano ordinario? ¿También él pisoteará ahora los derechos del hombre?»). El drama del héroe convertido en titán llegó a su cumbre en la quinta sinfonía, dramatismo que se apacigua con la expresión de la naturaleza en la sexta, en la mayor alegría de la séptima y en la serenidad de la octava, ambas de 1812.
La gran crisis fue superada y se transmutó en la grandiosidad de su arte. Su situación económica, además, estaba asegurada gracias a las rentas concedidas desde 1809 por sus admiradores el archiduque Rudolf, el duque Lobkowitz y su amigo Kinsky o la condesa Erdödy. Pese a su carácter adusto, imprevisible y misantrópico, ya no ocultaba su sordera como algo vergonzante, y su vida sentimental, acaso sin llegar a las profundidades espirituales de su amor por Josephine y Therese, era rica en relaciones: Therese Maltati, Amalie Sebald y Bettina Brentano pasaron por su vida amorosa, siendo esta última quien propició el encuentro de Beethoven con su ídolo Goethe.
La relación fue decepcionante: el compositor reprochó a Goethe su insensibilidad musical, y el poeta censuró las formas descorteses de Beethoven. Es famosa en este sentido una anécdota, verdadera o no, que habría tenido lugar en verano de 1812: mientras se hallaba paseando por el parque de Treplitz en compañía de Goethe, vio venir por el mismo camino a la emperatriz acompañada de su séquito; el escritor, cortés ante todo, se apartó para dejar paso a la gran dama, pero Beethoven, saludando apenas y levantando dignísimamente su barbilla, dio en atravesar por su mitad el distinguido grupo sin prestar atención a los saludos que amablemente se le dirigían.

El incidente de Treplitz
En términos generales, y pese a sus fracasados proyectos matrimoniales, el período fue extraordinariamente fructífero, incluso en el terreno social y económico. Así, Beethoven tuvo ocasión de dirigir una composición de «circunstancias», Victoria de Wellington, ante los príncipes y soberanos europeos llegados a la capital de Austria para acordar el nuevo orden europeo que habría de regular la sucesión napoleónica y contrarrestar el peligro de toda revolución liberal en Europa. Los más reputados compositores e intérpretes de Viena actuaron como humildes ejecutantes, en homenaje a Beethoven, en aquel concierto de éxito apoteósico.
El genio, sin embargo, no se privó de menospreciar públicamente su propia composición, repleta de sonidos onomatopéyicos de cañonazos y descargas de fusilería, tildándola de bagatela patriótica. El Congreso de Viena marcó en 1813 el fin de la gloria mundana del compositor, pues sólo dos años más tarde habría de derrumbarse el frágil edificio de su estabilidad. Ello ocurriría en el terreno más inesperado, el familiar, y concretamente en el ámbito de sus relaciones, de facto paternofiliales, con su sobrino Karl: si el genio había rehuido el matrimonio para mejor poder consagrarse al arte, de poco habría de servirle tal renuncia en los últimos y dolorosos años de su vida.

El final

En 1815 murió su hermano Karl, dejando un testamento de instrucciones algo contradictorias sobre la tutela del hijo: éste, en principio, quedaba en manos de Beethoven, quien no podría alejar al hijo de Johanna, la madre. Beethoven entregó de inmediato por su sobrino Karl todo el afecto de su paternidad frustrada y se embarcó en continuos procesos contra su cuñada, cuya conducta, a sus ojos disoluta, la incapacitaba para educar al niño. Hasta 1819 no volvió a embarcarse en ninguna composición ambiciosa. Las relaciones con Karl eran, además, todo un infierno doméstico y judicial, cuyos puntos culminantes fueron la escapada del joven en 1818 para reunirse con su madre o su posterior elección de la carrera militar, llevando una vida ciertamente escandalosa que le condujo en 1826 al previsible intento de suicidio por deudas de juego. Para Beethoven, el incidente colmó su amargura y su pública deshonra.
Desde 1814 dejó de ser capaz de mantener un simple diálogo, por lo que empezó a llevar siempre consigo un "libro de conversación" en el que hacía anotar a sus interlocutores cuanto querían decirle. Pero este paliativo no satisfacía a un hombre temperamental como él y jamás dejó de escrutar con desconfianza los labios de los demás intentando averiguar lo que no habían escrito en su pequeño cuaderno. Su rostro se hizo cada vez más sombrío y sus accesos de cólera comenzaron a ser insoportables. Al mismo tiempo, Beethoven parecía dejarse llevar por la pendiente de un caos doméstico que horrorizaba a sus amigos y visitantes. Incapaz de controlar sus ataques de ira por motivos a veces insignificantes, despedía constantemente a sus sirvientes y cambiaba sin razón una y otra vez de domicilio, hasta llegar a vivir prácticamente solo y en un estado de dejadez alarmante. El desastre económico se sumó casi necesariamente al doméstico pese a los esfuerzos de sus protectores, incapaces de que el genio reordenara su vida y administrara sus recursos. El testimonio de visitantes de toda Europa, y muy especialmente de Inglaterra, es, en este sentido, coincidente. El propio Rossini quedó espantado ante las condiciones de incomodidad, rayana en la miseria, del compositor. Honesto es señalar, sin embargo, que siempre que Beethoven solicitó una ayuda o dispendio de sus protectores, austriacos e ingleses, éstos fueron generosos.

Retrato de Beethoven realizado en 1823
por Ferdinand Georg Waldmüller
En la producción de este período 1815-1826, comparativamente más escasa, Beethoven se desvinculó de todas las tradiciones musicales, como si sus quebrantos y frustraciones, y su poco envidiable vida de anacoreta desastrado le hubieran dado fuerzas para ser audaz y abordar las mayores dificultades técnicas de la composición, paralelamente a la expresión de un universo progresivamente depurado. Si en su segundo período Beethoven expresó espiritualmente el mundo material, en este tercero lo que expresó fue el éxtasis y consuelo del espiritual. Es el caso de composiciones como la Sonata para piano en mi mayor, Op. 109, en bemol mayor, Op. 110, y en do menor, Op. 111, pero, sobre todo, de la Missa solemnis, de 1823, y de la novena sinfonía, de 1824, con su imperecedero movimiento coral con letra de la Oda a la alegría de Schiller.
La Missa solemnis pudo maravillar por su monumentalidad, especialmente en la fuga, y por su muy subjetiva interpretación musical del texto litúrgico; pero la apoteosis llegó con la interpretación de la novena sinfonía, que aquel 7 de mayo de 1824 cerraba el concierto iniciado con fragmentos de la Missa solemnis. Beethoven, completamente sordo, dirigió orquesta y coros en aquel histórico concierto organizado en su honor por sus viejos amigos. Acabado el último movimiento, la cantante Unger, comprendiendo que el compositor se había olvidado de la presencia de un público delirante de entusiasmo al que no podía oír, le obligó con suavidad a ponerse de cara a la platea.
El año siguiente todavía Beethoven afrontó composiciones ambiciosas, como los innovadores Cuartetos para cuerda, Op. 130 y 132, pero en 1826 el escándalo de su sobrino Karl le sumió en la postración, agravada por una neumonía contraída en diciembre. Sobrevivió, pero arrastró los cuatro meses siguientes una dolorosísima dolencia que los médicos calificaron de hidropesía (le torturaban con incisiones de dudosa asepsia) y que un diagnóstico actual tal vez habría calificado de cirrosis hepática.
Ningún familiar le visitó en su lecho de enfermo; sólo amigos como Stephan von Breuning, Schubert y el doctor Malfatti, entre otros. La tarde del 26 de marzo se desencadenó una gran tormenta, y el moribundo, según testimonia Hüttenbrenner, abrió los ojos y alzó un puño después de un vivo relámpago, para dejarlo caer a continuación, ya muerto. Sobre su escritorio se encontró la partitura de Fidelio, el retrato de Therese von Brunswick, la miniatura de Giulietta Guicciardi y, en un cajón secreto, la carta de la anónima «Amada Inmortal».
Tres días más tarde se celebró el multitudinario entierro, al que asistieron, de luto y con rosas blancas, todos los músicos y poetas de Viena. Hummel y Kreutzer, entre otros compositores, portaron a hombros el féretro. Schubert se encontraba entre los portadores de antorchas. El cortejo fue acompañado por cantores que entonaban los Equali compuestos por Beethoven para el día de Todos los Santos, en arreglo coral para la ocasión. En 1888 los restos fueron trasladados al cementerio central de Viena.

Cronología de Ludwig van Beethoven

1770Nace el 16 de diciembre en Bonn.
1778Primera actuación pública como pianista.
1782Se convierte en discípulo de Christian G. Neefe.
1783Publica su primera obra, las Variaciones sobre una marcha de Dressler.
1784Es nombrado segundo organista de la corte del príncipe elector de Colonia.
1787Visita Viena, donde recibe alabanzas de Mozart. Muere su madre y regresa a Bonn.
1790Primer contacto con Haydn.
1792Fallece su padre. Se instala definitivamente en Viena.
1794Primeros síntomas de su sordera.
1799Compone la sonata para piano Patética.
1801Compone la sonata para piano Claro de Luna, dedicada a la condesa Giulietta Guicciardi, con la que sin embargo no llegaría a casarse.
1802Por el agravamiento de su sordera padece una fuerte crisis personal que le lleva a pensar en el suicidio. Redacta el llamado Testamento de Heiligenstadt.
1803Empieza a componer la Sinfonía nº 3 Heroica. Inicia sus complejas relaciones con Josephine y Therese von Brunswick.
1805Estrena la Sinfonía nº 3 Heroica, cuya dedicatoria a Napoleón suprimiría posteriormente. Fracaso de la primera versión de su ópera Fidelio.
1808Estreno de las sinfonías quinta y sexta (Pastoral).
1812Encuentro en Bohemia con Goethe. Compone las sinfonías séptima y octava.
1813Éxito económico y popular con su obra Victoria de Wellington.
1814Su sordera es ya total y sólo puede comunicarse por escrito. Gran éxito en el estreno de la versión definitiva de Fidelio.
1815Asume la tutoría legal de su sobrino Karl.
1823Finaliza la composición de la Missa solemnis.
1824Termina de componer la novena sinfonía, cuyo estreno dirige en su última aparición como director.
1826Enferma de neumonía.
1827Muere el 26 de marzo en Viena.

Música de Ludwig van Beethoven

La obra de Beethoven

A caballo entre dos épocas, Beethoven no creó realmente ninguna de las formas musicales de las que se sirvió, pero amplió sus límites y modificó profundamente su estructura a través de un cúmulo de nuevas ideas que se encargó de expresar. Para él, la forma tenía menos importancia que la idea. Por ello, en una época de cambio, de intersección entre el clasicismo y el romanticismo, no fue un rupturista, sino un reformador que utilizó las formas clásicas heredadas para exteriorizar su ideal romántico. Abrió así el camino al romanticismo musical desde la forma clásica. Su obra, que puede dividirse en tres épocas, refleja el conflicto entre el pasado y el porvenir, entre el clasicismo y el romanticismo, entre la forma y la idea, y es el punto crucial en el que se conjugan las aportaciones de siglos anteriores con las nuevas perspectivas musicales.

Ludwig van Beethoven (óleo de Joseph Karl Stieler)
Junto a Haydn y Mozart, Beethoven forma el trío de clásicos vieneses al que se debe la consumación de las formas instrumentales clásicas. Fue un renovador de los conceptos de armonía, tonalidad y colorido instrumental y llevó a la perfección el género sinfónico. Entre sus particularidades técnicas se cuenta el haber desechado el clásico ritmo de minueto por el más vigoroso del scherzo, obteniendo así contrastes emotivamente más intensos y aumentando la sonoridad y variedad de texturas en las sinfonías y en la música de cámara.
En su obra se distinguen tradicionalmente tres períodos: uno inicial o de formación, que finaliza en 1802, llamado también "periodo de Bonn"; un segundo periodo que finaliza en 1812 y que se denomina "periodo vienés", y un tercero y último que se desarrolla entre 1813 y 1827. El musicólogo Wilhelm von Lenz fue el primero, en 1852, en dividir la carrera musical de Beethoven en estas tres grandes etapas estilísticas. Algunos musicólogos han mostrado su discrepancia hacia esta división, pues consideran que debería añadirse un cuarto período, resultado de dividir en dos su primera época, pero la división en tres etapas se corresponde a la perfección con los puntos de inflexión de la biografía de Beethoven y por ello sigue manteniéndose en la actualidad.

Periodo de formación

En su primer periodo destacan sus primeras sonatas para piano y sus cuartetos, muy influidos por las sonatas para violín y piano de Mozart. El músico austriaco, junto a Neefe y Sterkel, representa una de sus principales influencias en su obra de juventud. Dos de sus sonatas para piano, la Patética de 1799 y Claro de Luna de 1801 representan innovaciones notorias en el lenguaje de la sonata pianística. Otra obras destacables de este período son su primera sinfonía, que debe mucho a la orquestación de las sinfonías londinenses de Haydn, las cantatas compuestas con motivo del funeral del emperador José II en 1790 y las arias de concierto Prüfung des Küssens, Mit Mädeln sich vertragen y Primo amore.

Partitura autógrafa de la sonata Claro de luna
Las composiciones de esta época son abundantes, y aunque entroncan con la tradición de Haydn y Mozart, empiezan ya a sorprender por un sello personalísimo muy acusado: permiten vislumbrar la presencia de una energía física y moral que no tardará en modificar las normas de la música del siglo XVIII. Los tiempos lentos evolucionan paulatinamente, de un clima de melancolía y ternura afectuosa a una experiencia del dolor cada vez más profunda; su ritmo disminuye hasta casi una suspensión mortal de todo movimiento, y en el tránsito de la suavidad de los "andante" a la tristeza de los "adagio" y los "lento" van descubriéndose poco a poco abismos de desesperación.
Cuando estos dos elementos (la energía moral y el dolor humano) entren en contacto brotará de ellos el drama del heroísmo beethoveniano: la Patética (Sonata para piano en do menor, op. 13), con su arrogancia vehemente, constituye el anticipo de lo que más adelante habrá de ser el segundo de los tres "estilos" reconocidos por Lenz en el arte de Beethoven. De momento, sin embargo, la fortaleza se halla junto a la alegría, y la tristeza acompaña a la serenidad. Los dos primeros conciertos para piano y orquesta, op. 15 (1797) y op. 19 (1800) fueron verdaderas tarjetas de visita del joven compositor y virtuoso; el divertido Septimino, op. 20 (1709) y el lied Adelaida conocieron una rápida popularidad.
Son también obras de este periodo los tríos de las op. 1 (1795) y op. 11, la Serenata, op. 8 (1796) y los tres tríos de la op. 9 (1797) para cuerda; los seis cuartetos de la op. 18 (1799), las primeras cinco sonatas para violín, las dos primeras para violoncelo, y, siempre algo anticipadas en la manifestación de estados de ánimo excepcionales y en la elaboración de un nuevo léxico musical, las doce primeras sonatas para piano; y, por último, la Sinfonía n.º 1 en do mayor, op. 21.

La madurez

Hacia 1802, la fuerte crisis personal derivada de su sordera y las contrariedades sentimentales y físicas actuarían como catalizador de su arte: la inmensa energía que el genio prodigó irreflexivamente en sus primeras composiciones encontraba ya un punto de aplicación, y las centellas que desprendía alumbraron el drama de la grandeza heroica beethoveniana, que integra la sustancia del segundo estilo o periodo de su obra.
Con ocasionales infidelidades, alteraciones e intentos de evasión (la Sonata para piano en la bemol mayor, op. 26; las dos Sonatas en forma de improvisación, op. 27, y los recitados contenidos en el "alegro" de la Sonata para piano, op. 31, n.º 2), el genio de Beethoven se identifica con la forma de sonata a lo largo de todo este período central de su vida íntima que se manifiesta al exterior en ideales de lucha y de rebelión contra el destino adverso. Cuando en su alma renazca lentamente el equilibrio y quede superada la inquietud del infortunio, el dualismo armónico de la forma de sonata se irá atenuando paulatinamente, y, con un renacimiento del contrapunto, dará lugar a nuevas tendencias musicales todavía envueltas en las nieblas del futuro.
El paso de la serenidad juvenil al crisol incandescente del segundo estilo aparece anunciado por algunas obras de transición, como el tercer Concierto para piano, op. 37 en do menor (tonalidad típica del dramatismo heroico de Beethoven), la Sinfonía n.º 2 y las sonatas para piano de los años 1801 y 1802. Luego se llega ya a la plenitud del "segundo estilo" con las Sinfonía n.º 3 (llamada heroica) y la Sinfonía n.º 5. En este segundo periodo, en que compuso la mayoría de su producción orquestal, Beethoven reformó la estructura clásica de la sinfonía, al sustituir el tradicional minueto por un scherzo, forma ésta que otorgaba mayor libertad creativa a los compositores.
La Sinfonía n.º 4 refleja una momentánea pausa de serenidad, lo mismo que el Concierto en re mayor para violín y orquesta, op. 61, y el cuarto Concierto para piano. Pero la intensidad característica del periodo se repite en numerosas obras: las oberturas de Coriolano y Egmont, los tres Cuartetos "Rasumovsky", op. 59, la Sonata a Kreutzer para violín y piano, la Sonata, op. 30 n.º 2 en do menor, la tercera Sonata para violoncelo, op. 69 (1808), los Tríos, op. 70 (1808), la Sonata para piano, op. 53 (Aurora) y 57 (Appassionata), ambas de 1804, y la ópera Fidelio, su única incursión en el género operístico.

Representación moderna de Fidelio, su única ópera
El argumento de Fidelio sigue la tradición de las óperas de rescate del siglo XIX: una mujer que salva de la muerte a su marido, prisionero de sus enemigos políticos. Basada en un drama de J. N. Bouilly titulado Leonora o el amor conyugal, la obra, con el título inicial de Leonore, fue estrenada con escaso éxito en Viena en 1805; sometida luego a diversas revisiones, en su versión definitiva se representaría por primera vez en el Kärntnertor-Theater de la capital austriaca, en 1814. Con la Sinfonía n.º 6 (llamada Pastoral), el gran incendio va extinguiéndose; quedan, indudablemente, algunos rescoldos todavía, pero, en esencia, la gran crisis dramática del espíritu de Beethoven se halla ya superada.

La etapa final

Su último período es el más complejo, debido en parte a sus altibajos emocionales y a su avanzada sordera. No obstante, a pesar de esta intensificación de las miserias de la vida, el espíritu de Beethoven ha logrado ya librarse de ellas: su arte se mueve ahora más arriba, en otra esfera donde la antigua lucha con el destino ha quedado ya superada. En esta época alienta en el genio un soplo de carácter religioso, el sentimiento embriagador de una solidaridad universal, un idealismo filantrópico mediante el cual ve en el hombre al hermano.

Edición de 1827 del Cuarteto de cuerdas nº 13
Esta conciencia de fraternidad exaltada asume en Beethoven el nombre de "alegría", tomado en una acepción muy amplia. La puerta para llegar a ella es la naturaleza, que siempre fuera, incluso en los instantes de más negra desolación, el bálsamo de su alma torturada. A través del contacto "pánico" con la naturaleza, manifestado en la Pastoral, el genio de Beethoven se abre a la alegría, a la que dedica tres himnos en las últimas sinfonías, y celebra en sus diversos aspectos de tumultuosa y dionisíaca embriaguez (Sinfonía n.º 7), de regocijo familiar y casi humorístico (Sinfonía n.º 8) y, finalmente, de religioso entusiasmo en el sentimiento ahora recobrado de fraternidad universal (Sinfonía n.º 9). Sin duda la Sinfonía n.º 9, llamada Coral, es la obra más célebre de esta etapa. Su extenso final con variaciones parte del texto de la Oda a la Alegría de Schiller y supone una de las primeras incursiones de la voz humana dentro de una sinfonía.
La otra obra monumental que consagra esta sublimación de la espiritualidad beethoveniana, por encima de la concepción anterior del dualismo dramático, es la Missa Solemnis, op. 113. En la música instrumental, Beethoven aparece ahora ya destacado de las normas estilísticas propias de la época, y su inspiración, que la sordera parece casi aligerar de cualquier relación con los elementos accidentales de la materia sonora, se mueve ya en la enrarecida atmósfera de trascendentes visiones sobrenaturales.
La dialéctica precisa de la forma de sonata, cuya calculada contraposición de tensiones tónicas presentaba todavía algo de la geometría del siglo XVIII, se equilibra en una concepción musical menos artificiosa y más próxima a la plenitud orgánica de la vida y de la historia: el sentido armónico de los acordes y de las cadencias se ve desplazado por el predominio de un contrapunto, que, en realidad, nada tiene de escolástico ni de arcaico, y más bien parece presagiar el futuro principio compositivo de la variación continua, o sea de una música que fluye en una renovación perenne y sin el recurso de las simetrías o repeticiones.
A veces la complejidad del contrapunto, que alcanza extremos de furor y exasperación en la gran Sonata, op. 106 y en la Fuga, op. 133 para cuarteto de cuerda, cede el paso, en cambio, a melodías suavísimas, de carácter celestial y amplio desarrollo, y apoyadas apenas en un acompañamiento que no cabría imaginar más desnudo y simple. Las últimas cinco sonatas para piano (a las cuales acompañan dignamente las treinta y tres Variaciones sobre un vals de Diabelli) y los cinco cuartetos finales constituyen el testamento augusto y misterioso del artista: representan en la historia de la música una fabulosa anticipación, que únicamente a fines del siglo, desde Brahms en adelante y por obra del Wagner de Parsifal y de compositores muy recientes, como Bartók, será abordada con un sentido de consciente continuidad; el verdadero romanticismo musical (desde Weber hasta Mendelssohn, Schubert, Schumann, Berlioz y Liszt) se originó casi exclusivamente en el segundo estilo beethoveniano.
Extraido con permiso del website: Biografías y Vidas
Biografías de personajes históricos y famosos